En la sociedad actual, los hijos reciben cariño, muchos bienes materiales (incluso a costa de endeudamiento), confort, seguridad y condescendencia, pero menos disciplina, insuficiente manejo de la moderación, reducido entrenamiento social y los ejemplos de vida de los adultos, en especial de las figuras públicas, no siempre son los más afortunados. En mis clases de Ética Profesional en la universidad, es usual que numerosos estudiantes justifiquen consumir alimentos en los supermercados y no pagarlos, quedarse con los vueltos cuando el cajero se equivoca, no pagar el pasaje en el transporte colectivo, fotocopiar libros y llegar reiteradamente atrasados a clases, por citar sólo algunos patrones de comportamientos impropios, y cuando se les pregunta a qué se deben estas conductas, la respuesta es unánime: todos hacen lo mismo.
En un control escrito del ramo de Comprensión lectora, a partir de la moraleja de la fábula Las dos langostas de Esopo, les pedí a los alumnos que interpretaran o explicaran el párrafo siguiente: “Muchos padres se quejan con amargura de que sus hijos no se comportan adecuadamente. Por ejemplo, que tienen mal lenguaje o que no leen. Antes de expresar quejas de esta naturaleza, los progenitores deberían preguntarse si exigen dando el ejemplo.” Las respuestas fueron muy similares. Todos los estudiantes respondieron con diversos matices lo mismo; que el modo de proceder de la gente joven es consecuencia de los ejemplos que reciben en sus hogares, de sus padres, hermanos y parientes en general. Es decir, tanto los padres y los hijos están de acuerdo en que hay que cambiar, pero ¿por qué no ocurre el cambio? Más todavía, con estas respuestas, me queda la incómoda impresión que los hijos siempre han estado abiertos a cambiar, si primero lo hacen los adultos. José Mujica, expresidente de Uruguay, expresó muy bien esta realidad, en diciembre de 2014, con una frase que resume este conflicto: “No le pidamos al docente que arregle los agujeros que hay en el hogar.” Más adelante justificó su parecer puntualizando que la educación “es responsabilidad de todos, no sólo de los maestros y del Estado, es de la sociedad uruguaya entera, porque ahí nos jugamos el futuro de la nacionalidad.” Estas palabras reflejan lo que ocurre en varios países de Latinoamérica con la formación de las nuevas generaciones y apuntan con exactitud a una deficiencia en el hogar, que nunca se reconoce con franqueza y públicamente, que es la obligación permanente, insoslayable y moralmente irrevocable de contribuir, de manera personal, a la educación de los hijos, empezando por dar buenos ejemplos de vida.
Fernando Vigorena es un observador atento y reflexivo de la sociedad. Sus libros son certeros, porque apuntan a los conflictos esenciales de la comunidad, dan cuenta de la evolución social y se adelantan a las tendencias. Examina el pasado más cercano, el presente y el futuro con detenimiento, naturalidad, como si estuviera conversando con el lector, algo de humor, para darle agilidad y familiaridad a los argumentos, y mucho sentido común. La razón por la que los hijos se resisten a abandonar el hogar no está en ellos, y el autor de este libro ofrece buenos argumentos para demostrar que las causas de esta situación hay que buscarlas en los progenitores.
CAPÍTULO I
HUBO UNA ÉPOCA EN LA QUE AL SALIR DEL COLEGIO SÓLO EXISTÍAN DOS POSIBILIDADES
Tres cosas son difíciles de comprender y la cuarta por completo se ignora: el camino del águila en el aire, el de la serpiente entre las piedras, el de las naves en alta mar y el de los hombres en su juventud.
(Proverbios 30:18 y 19; Sagrada Biblia)
En la década de 1960, los jóvenes convivían en grupo, cara a cara, siempre alegres, no tenían auto y el dinero siempre era escaso, pero festejaban ruidosamente la amistad, el amor y la vida. Todavía no era relevante hablar de drogas, depresión o criminalidad, aunque estos problemas ya existían. Hoy los excesos de los jóvenes con el alcohol, las juergas de fin de semana y el sexo son lo habitual en las conversaciones tanto de los chicos como de los padres. Tras una noche sabatina de parranda, algunos jóvenes despiertan al día siguiente y ni siquiera se acuerdan con quién intimaron en la noche anterior. Otros no saben si lo hicieron y menos recuerdan el sexo de su pareja circunstancial, si así ocurrió.
Ser adolescente en aquella época parecía ser más simple, prácticamente no había peligro en las calles y las reuniones informales en las que se bailaba eran en casa de los amigos o conocidos. El juego amoroso era más complicado, y muchas veces a escondidas, rodeado de mucho romanticismo, las parejas tomadas suavemente de la mano, mirándose al fondo de los ojos y hablando de lo que sentían.
Los jóvenes de las décadas de 1960 y 1970 salieron de sus hogares para protagonizar una revolución de costumbres jamás vista hasta aquel entonces. Hicieron del rock’n’roll el género más importante de la música popular, descubrieron las drogas e inventaron el amor libre. Los coléricos, como se les calificaba con cierto desdén, se sentían revolucionarios, crecían reprochando a las generaciones anteriores, pero cuando se casaban se tornaban en padres y madres formales –y, ¡oh, sorpresa!– hoy observan atónitos otra revolución de costumbres, completamente diferentes de la que ellos participaron y que no imaginaron, ni siquiera en pesadillas. Esta tiene como protagonistas a sus propios hijos y se desenvuelve aceleradamente en sus propios domicilios. Los muchachos de antes ya se encerraban en sus cuartos para aislarse de todos; los actuales lo siguen haciendo, pero muchos de ellos para mantenerse conectados con el mundo, atados a Internet, pendientes del cable y dependiendo de sus teléfonos inteligentes, que se han apoderado de su cerebro para crearles la equívoca sensación de conocimiento.
Mientras la generación actual cree ser la mejor informada de todos los tiempos, su gran desafío es utilizar la información de manera productiva, dado el alto volumen de datos que reciben y que no alcanzan a procesar, porque la modernidad les bloqueó la capacidad de comprender, de relacionar conocimientos y de contextualizarlos. El joven de hoy, en una mayoría, fuma y bebe relajadamente cerveza en presencia de los padres, tal como lo hacían 40 años atrás los adolescentes, tomando un refresco o un agua preparada con polvo en la mesa familiar.
Pero hay algo que une a la juventud actual y a sus padres – no leen libros– pero sí los compran, los regalan, los guardan y hasta los comentan, sin ni siquiera haberlos hojeado; parece que para ellos fuera suficiente leer la contraportada.
Ya no se conversa animadamente en los tradicionales almuerzos de fin de semana, porque cada integrante de la familia moderna vive solitariamente en su dormitorio con el control remoto en su mano, atento a los WhatsApp, al twitter y a la actualización de Facebook, que se han transformado en sus auténticos compañeros. Cuando se ven dos jóvenes en la mesa de un patio de comida de un centro comercial, tomando un helado o atiborrándose de alimentos chatarra, mientras lo hacen no emiten palabras ni comparten experiencias, porque están hipnotizados por las aplicaciones de sus teléfonos móviles.
Ellos luchan, ahora, por otras razones. A muchos de los jóvenes de hoy no les interesa la política y se resisten a votar en las elecciones, no saben para qué sirve el conocimiento, administran mal el tiempo, no se avergüenzan de la ignorancia, no se adaptan a la disciplina del estudio y el hábito de postergar las obligaciones es usual en su comportamiento. En la televisión prefieren lo insustancial, lo que implica falta de pudor, la insignificancia, la superficialidad y, sobre todo, la ausencia de contenidos. Los estudiantes de las décadas de 1960 y 1970, a pesar de su rebeldía, rara vez faltaban a clases, no se enfermaban, no le temían al frío ni a la lluvia y se transportaban colgados de unos micros que nadie entendía cómo es que seguían funcionando. En esos años, el automóvil era un lujo.
Hoy el ausentismo escolar es elevado, repetir curso en los colegios