Quiero decir poco acerca de lo que escribe José Francisco sobre José Luis Cea. Espero, así, forzar al lector a revisar su aporte página por página, párrafo a párrafo, de este volumen, con la secreta esperanza de que alguno puede encontrar allí la inspiración que yo hallé en sus clases y que ha modelado, a Dios gracias, mi vida completa.
Allí aparece su obra, desde los primeros artículos en los años setenta y el Tratado de la Constitución de 1980, publicado en 1988, hasta su Curso de derecho constitucional chileno, en varios tomos y ediciones, y su participación, prácticamente sin excepción, en todos los acontecimientos constitucionales relevantes hasta hoy, incluyendo, por cierto, los momentos decisivos de la transición a la democracia, su integración en la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación y la reforma de 2005, ya como ministro del Tribunal Constitucional, que le correspondió implementar como Presidente de dicha Magistratura.
Por eso, lo califica como el tratadista de la Carta de 1980 y, aún más, como su “curador” porque “en su génesis fue un entusiasta de la nueva filosofía constitucional que la inspiraba y un gran crítico de su articulado orgánico, de sus disposiciones transitorias, de la opción por una democracia protegida y autoritaria, de su artículo 8° original. Por supuesto, ello además lo hizo a un gran costo personal. Luego será protagonista –en su dimensión técnica, por supuesto– de las reformas constitucionales de 1989 que permitirán –con sus luces y sombras– una transición a la democracia que por muchos años será considerada de manera transversal como exitosa. Sus tratados permitirán dar armonía y sistematicidad al texto constitucional, tanto desde el punto de vista conceptual –por ejemplo, la idea de una Constitución plena que da cuenta de una Constitución política, económica y social, o la de una Constitución de principios y valores– como desde el punto de vista técnico –dándole significado y precisión a la práctica interpretativa que ella genera o a los elementos relacionales entre la parte orgánica y la parte dogmática–. Más adelante será un referente a la hora de pensar en las reformas constitucionales de 2005, terminar el proceso de democratización de la misma, incorporar nuevos principios y valores (solidaridad, probidad o publicidad) y especialmente a la hora de pensar el ‘tercer’ Tribunal Constitucional, las reformas a su ley orgánica constitucional. Luego, como juez constitucional y presidente del mismo, continuar profundizando y densificando la Constitución y, de paso, construyendo el paradigma de lo que entendemos como juez constitucional, y avanzando en lo que, a su juicio, seguía siendo la tarea pendiente de la Constitución Plena: tomarse en serio la Constitución Social. La sentencia Isapre I es quizás el mejor ejemplo en este sentido: en un fallo de inaplicabilidad –limitado a una gestión judicial pendiente específica– buscará poner al día la Constitución con el estatus de los derechos sociales en la misma –en relación al resto de los derechos fundamentales, y en un pie de igualdad–, ajustará el sentido que debe dársele al principio de subsidiariedad, precisará los límites de la libertad contractual cuando entran en colisión con derechos fundamentales, en fin, dará paso a una interpretación fuerte de la eficacia horizontal de los derechos fundamentales. Por supuesto, hará todo esto de la mano del neoconstitucionalismo, generando una gran controversia en la política, la academia, incluso la propia industria y el sector privado, pero será fiel al que estima el ethos de la filosofía constitucional de la Carta, desatendida por una interpretación parcial, amputada, de la misma. En los últimos años, en los que podrían ser las últimas bocanadas o boqueadas de aire del actual texto, ha intentado insuflarle dosis de legitimidad extraordinarias, poniendo nuevas alternativas sobre la mesa –por ejemplo, la tesis del tercer referéndum– o la potencialidad de la jurisprudencia judicial y constitucional expansiva. En efecto, quizás el último acto como curador de la Carta vigente esté siendo un intento final de mostrarla en su mejor luz ante la alta probabilidad de su reemplazo”.
De nuevo aparece aquí, en suma, la simbiosis entre lo académico y quien, desde su ejercicio como abogado, principalmente como juez constitucional en este caso, va dando aplicación y no solo diseñando o haciendo perdurar en las aulas la tradición constitucional de la UC.
Por eso, José Francisco alude, con razón, a “la mayor contribución del profesor Cea a la tradición constitucional de la UC, más allá del refinamiento técnico de aquellas ideas e instituciones que conforman su núcleo esencial, así como también la manera en que pensamos el constitucionalismo en general, ha sido, sobre todo, constituirse en un faro acerca de qué significa enseñar derecho constitucional; en qué consiste la práctica de la abogacía en relación a la disciplina, pero también en los compromisos que ella envuelve al involucrarse en el plano académico; el trabajo de los académicos en una Facultad de Derecho; la construcción intergeneracional de una práctica dirigida a la búsqueda de la verdad, y la responsabilidad de Estado de quienes nos desempeñamos como profesores y académicos en una democracia constitucional”.
Peña
Tiene razón el autor cuando advierte que “parece prematuro evaluar un legado aún en construcción desde la perspectiva dogmática”, como es el que se encuentra hilvanando la profesora Marisol Peña. Y también tiene mucha razón cuando constata que “es macizo el que dejó la profesora Marisol Peña como ministra del Tribunal Constitucional; la segunda en la historia, la primera Presidenta del mismo. Como espero haber demostrado, se trata de un legado jurisprudencial consistente con el núcleo de la tradición constitucional de la UC en los temas esenciales. Lo ha hecho, forjando un ideal de juez constitucional –sobre los pasos del ministro Valenzuela Somarriva–, por un lado, y en cuanto a los contenidos, avanzando los pasos de sus maestros, y de los maestros de sus maestros, sin solución de continuidad, por el otro”.
Sin embargo, es indudable que, más que mirar su trayectoria y contribución –que, sin duda, la hay, es valiosa y ya permite, con justicia, situarla en la saga de Evans, Guzmán, Silva y Cea– la profesora Peña tiene que ser posicionada en el presente y de cara al futuro porque “tiene muchos años por delante para seguir aportando a la dogmática constitucional. Con la tradición constitucional de la UC tiene un especial deber de cuidado y tutela; un rol de liderazgo y dirección, de proyección. Esta proyección tiene una doble dimensión. Primero, a pensar acerca de la evolución de la misma, siguiendo los senderos recorridos de sus antecesores, aquellos que son parte de su ethos. Segundo, está también asociada a su capacidad de formar a nuevas generaciones de alumnos, ayudantes, a dar testimonio en la sala de clases y fuera de ellas, en las tareas de investigación, entre los profesores jóvenes y ayudantes del Departamento de Derecho Público, de un testimonio experiencial profundo, en primera persona, de una forma de vivir y pensar el constitucionalismo” sobre la base, siempre, de “su eclecticismo y su apertura a los nuevos desarrollados dogmáticos y jurisprudenciales, tanto nacionales como comparados. Esta apertura es fundamental para anticipar lo único anticipable: nuevas tesis, ideas y la revitalización de sus actuales enfoques”.
UNA NOTA IMPORTANTE, LA TRADICION Y EL PORVENIR
No solo sería una apreciación injusta, sino gravemente incompleta, sostener que el libro de José Francisco García se refiere y agota en describir la obra, trayectoria y aporte de los profesores que, con cuidado, pero sinceramente, presenta y evalúa en los dos volúmenes de su libro, como savia que corre por los pasillos de la Universidad Católica, primero en la Casa Central, luego en el Campus Oriente y de vuelta en Casa Central.
Para evitar este error, una nota a la obra del profesor García, que ya es también parte de esa tradición en lo que viene, como una constante de pasado y futuro, que solo se escinden dependiendo del momento desde el que los miramos pero que reflejan un continuo en la secuencia de las personas y de las instituciones.
El volumen que prologo, junto al análisis de los cinco profesores, incluye también una contribución significativa en los párrafos de entrada –podríamos decir, sin pretender aludir a eventos actuales con este término– al comienzo de cada uno de los capítulos que se dedican a ellos sobre el contexto histórico en que comienzan su actividad académica, y lo mismo en los párrafos de salida –ya siendo inevitable la alusión al momento constitucional– donde va delineando, precisamente, esa tradición que él