A todo ello –que no es poco– se añadirá “la figura del profesor carismático, impecable en sus clases magistrales, la estética y la elegancia de sus clases, la escuela que bajo dichas formas nos lega. Todo eso es cierto”.
Pero y de ahí la calificación que el autor atribuye al profesor Evans, “sin esa independencia y libertad de espíritu características, quizás acompañadas de un poco de altanería y rebeldía, y mucho sentido de inconformismo, no podríamos llegar a comprender hoy aquel mundo plagado de autoridades y profesores de la Facultad acomodándose en el nuevo estado de cosas, los silencios cómplices en los salones de la misma, aquiescentes, cómodos en la Universidad vigilada, en la feliz expresión de Jorge Millas”.
Por eso, un demócrata en medio del autoritarismo.
Guzmán
En el caso de Jaime Guzmán Errázuriz e, indudablemente, por el tiempo en que le toca realizar su aporte, este será de una manera diversa, aunque igualmente conectando academia y quehacer, esta vez, en la política, pues “no será en tratados o manuales donde encontraremos el pensamiento constitucional del profesor Guzmán, sino más bien en las actas de la CENC o en documentos complementarios, por ejemplo, conferencias o columnas de opinión de la época. En otras palabras, para adentrarse en el pensamiento constitucional de Guzmán se requiere un proceso de reconstrucción de un ideario no sistematizado, sino fragmentado, disperso en fuentes no académicas”.
Sin embargo, nuestro autor acierta al detectar y poner en contexto los tres artículos de Jaime Guzmán que, a su juicio, reflejan de manera nítida, con mirada retrospectiva, el proyecto político–constitucional que buscó perfilar en la Carta de 1980: “Aspectos fundamentales del anteproyecto de Constitución Política”, “El camino político” y “La definición constitucional”, los cuales, “leídos en conjunto, estos tres textos entregan un cuadro completo del sentido más profundo de la Carta de 1980 en la lógica refundacional de Guzmán, la que, como vimos, fue delineada en los primeros meses tras el golpe”. En todos ellos se va trazando el camino que busca “corregir males preexistentes” y la “creación nueva” que abra “una nueva etapa en la historia nacional”.
Al fin y al cabo, Jaime Guzmán es también un profesor –que es quien ejerce o enseña una ciencia o arte–, cuya “condición de académico de la Facultad lo acompañará por el resto de sus días hasta su asesinato al término de su clase de Derecho Constitucional, el 1 de abril de 1991, a la salida del Campus Oriente de la Universidad (donde se encontraba entonces la Facultad)”, pues “Guzmán tampoco veía problemas en que un profesor universitario participara activamente en política, mientras respete la ‘naturaleza’ de la tarea académica. Pero, más importante aún que su idea de Universidad o del profesor universitario en abstracto, tanto para él como para sus cercanos y exalumnos, lo más relevante será el rol formativo que tiene el profesor en el plano de los valores morales por sobre el de la técnica o la mera instrucción”.
Sea como fuere, concluye José Francisco, “no hay duda de que el profesor Guzmán dejó un legado significativo en Derecho UC, en el constitucionalismo y en la historia política chilena. No hay duda tampoco de que este legado es controversial y divisivo. Es difícil encontrar posiciones matizadas respecto de su persona y obra”. Ese legado significativo, lo sitúa José Francisco, en “tres aspectos centrales: la interpretación del principio de subsidiariedad en la tradición intelectual de la Doctrina Social de la Iglesia, la aproximación a la democracia y su constitucionalismo revolucionario” porque “rompe abiertamente con la tradición constitucional chilena de cambio gradualista”.
Silva Bascuñán
Llego al tercer capítulo, dedicado a don Alejandro Silva Bascuñán –“Maestro de todos”– en su segunda etapa, pues ya formó parte del primer volumen (1934–1967), dejando en evidencia que, en términos de tiempo y participación académica y profesional, es quien cruza y vincula uno y otro momento en la tradición constitucional de nuestra Universidad, sobre lo que volveré hacia el final, a raíz de la opción que José Francisco hace para enfrentar el futuro constitucional inmediato en nuestro país.
El autor nos detalla la participación de don Alejandro en el “Grupo de los 24”, para quien constituye –ni más ni menos– que “una de las expresiones iniciales en la evolución del proceso cívico que se orienta a la búsqueda del restablecimiento efectivo de la democracia”, y “que habrá de repercutir, sin duda de modo relevante, en los acontecimientos posteriores”, hasta su incesante trabajo en la segunda edición del Tratado de Derecho Constitucional que comienza en 1997 y culminará en 2010.
Pero, sobre todo, el autor nos revela aquí la visión de don Alejandro acerca del profesor universitario y, más específicamente, de un profesor universitario en la UC, quien “debe estar al servicio del cumplimiento esencial de la misión de la Universidad”, lo cual, en sus propias palabras, “debe traslucir su convicción de que hay normas jurídicas superiores al querer de la sociedad política, y de que existen exigencias éticas que no derivan simplemente de la apreciación subjetiva, acogida por cada individuo o por la mayoría o por la multitud o envuelta en las costumbres y en los hábitos colectivos”.
Así, nuestro autor no duda en sostener que don Alejandro “ha jugado un papel decisivo a la hora de armonizar los textos constitucionales y la dogmática constitucional con las enseñanzas de la Doctrina Social de la Iglesia”, donde “siempre buscó un equilibrio virtuoso entre los componentes orgánicos y procedimentales de la Constitución, aquellos que habilitan al Estado a cumplir su finalidad de bien común, y estar al servicio de la persona humana y su dignidad. Se trata de la dimensión habilitante del constitucionalismo, aquella que pone énfasis en la capacidad del Estado de actuar constructivamente a favor del interés general. Sin embargo, junto con esta capacidad habilitante y transformativa, cree el profesor Silva Bascuñán que debe ponerse especial atención a los límites a estas atribuciones, echando mano al principio de separación de funciones y órganos, al de responsabilidad, nulidad, etc., todo ello en atención a la capacidad estatal de infringir los derechos y libertades de las personas. Lo relevante es buscar este equilibrio”.
Un jurista, un constitucionalista, un profesor, un ser humano de “estatura monumental”.
Cea
Mi primera clase en la Facultad de Derecho fue un miércoles a mediados de marzo de 1986, Sala N7 en el Campus Oriente, y fue en Derecho Político con don Alejandro Silva Bascuñán. Desde ese mismo momento, probablemente sin alcanzar a comprenderlo del todo, percibí una especial cercanía con esta materia del derecho. ¿Habría ocurrido lo mismo de haber sido otra esa primera clase?
Ser el primer universitario en mi familia (tal vez, el primero en terminar la educación escolar completa), habiendo salido esa mañana desde la panadería del papá en Peñaflor –venido desde Galicia en 1957– para llegar a un mundo que me causó profunda fascinación, ya desde el Liceo Alemán de Santiago, fundado en 1910 por la Congregación del Verbo Divino por razones muy parecidas a las que llevaron a la creación de la Universidad Católica unas décadas antes, seguramente tuvo mucho que ver. También tuvo mucho que ver, como lo fui confirmando clase a clase, el estilo, el tono, la mirada de don Alejandro.
Pero un año después, al iniciar el curso de Derecho Constitucional, que don Alejandro entonces no dictaba, como nos cuenta José Francisco en este volumen, la cadencia, la parsimonia, la tradición –diría nuestro autor– se transformó en vértigo, desafío y renovación, con las clases de José Luis Cea –“don José Luis”, mi guía, como ya he dicho, de toda una vida– porque a la mirada de don Alejandro le agregó el aporte del constitucionalismo norteamericano (“founding fathers”), las sentencias de la Suprema Corte de Estados Unidos, la cita de libros publicados en el último mes en España, Italia, Francia, Inglaterra y Alemania, lo que había decidido nuestra Corte Suprema el día anterior o el comentario a la noticia constitucional