Estos hechos espirituales que se han desarrollado en el hombre históricamente y a los que el uso común del lenguaje conoce con el nombre de ciencias del hombre, de la historia, de la sociedad, constituyen la realidad que nosotros tratamos, no de dominar, sino de comprender previamente. El método empírico exige que la cuestión del valor de los diversos procedimientos de que el pensamiento se sirve para resolver sus tareas se decida histórico-críticamente dentro del cuerpo de esas mismas ciencias, y que se esclarezca mediante la consideración de ese gran proceso cuyo sujeto es la humanidad misma, la naturaleza del saber y el conocer en ese dominio. Semejante método se halla en oposición con otro que recientemente se practica con excesiva frecuencia por los llamados positivistas, y que consiste en deducir el concepto de ciencia de la determinación conceptual obtenida en el trabajo de las ciencias de la naturaleza, resolviendo luego con ese patrón qué actividades intelectuales merecen el nombre y rango de ciencia (1978: 13).
Más adelante expone con mayor precisión su punto de vista:
La fundación honda de la posición autónoma de las ciencias del espíritu frente a las ciencias de la naturaleza, posición que constituye el centro de la construcción de las ciencias del espíritu que ofrece esta obra, se lleva a cabo en ella paso a paso al verificarse el análisis de la vivencia total del mundo espiritual en su carácter incomparable con toda experiencia sensible acerca de la naturaleza. No hago más que aclarar un poco el problema al referirme al doble sentido en el cual se pueda afirmar la incompatibilidad de ambos grupos de hechos: y, a este tenor, el concepto de los límites del conocimiento natural cobra también un significado doble (1978: 17).
En su Historia de la hermenéutica, Maurizio Ferraris sintetiza de manera muy lograda la argumentación de Dilthey:
Dilthey tematiza aquí la distinción entre las ciencias del espíritu y las ciencias de la naturaleza, que se funda ya sobre la diferencia entre los objetos de estudio de los dos tipos de saber (las ciencias de la naturaleza se ocupan de fenómenos externos al hombre, mientras las ciencias del espíritu estudian un campo del cual el hombre forma parte) o sobre las diferentes modalidades cognoscitivas, por las cuales, mientras el saber de las ciencias naturales viene de la observación del mundo externo, el de las ciencias del espíritu es extraído de una vivencia (Erlebnis), en la cual el acto de conocer no es distinto del objeto conocido. Mientras en las Naturwissenschaften, la observación del fenómeno se separa de las propiedades específicas del fenómeno mismo, en las Geisteswissenschaften, el conocimiento vital de un sentimiento interno se identifica con (o mejor es) aquel sentimiento. Asimismo, mientras las primeras se avalan con explicaciones causales, las segundas utilizan categorías axiológicas o teleológicas diferentes, tales como significado, fin, valor (y mientras la explicación causal no modifica la sustancia del fenómeno, la comprensión de los significados asume y transforma el “objeto” estudiado) (Ferraris, 2002: 132; véase Dilthey, 1978: 13-120).
Faltaría, sin embargo, para matizar en profundidad la afirmación de Dilthey, desde un punto de vista hermenéutico, constatar que la perspectiva epistémica de las ciencias naturales no puede pensarse fuera del tiempo, fuera de la historia, fuera del horizonte de pensamiento propio de su época. Toda ciencia refleja el modo propio de pensar de una época, el cual, subrepticiamente, se infiltra en su discurso. Es de esta manera que Heidegger lo muestra: “La situación de una ciencia en cada momento responde al estatuto concreto de las cosas. El mostrarse de éstas puede que resulte ser un aspecto tan asentado por la tradición que ni siquiera sea posible reconocer lo que de impropio tiene, y se lo tenga por verdadero” (Heidegger, 2000 [1988]: 99; véase también Dilthey, 1978: 333-384). De ahí que proponga: “Hay que desmontar la tradición. Sólo de esa manera resultará posible un planteamiento original del asunto” (Heidegger, 2000: 99).
Sobre el modo de darse de la interpretación científica, Lluís Duch desarrolla un planteamiento que es afín a los de Dilthey, Heidegger y Gadamer y, a su vez, crítico respecto de los positivismos y racionalismos ingenuos; afirma que “La objetividad y la neutralidad absolutas no existen en las ciencias humanas (las Geisteswissenschaften de la terminología alemana) y muchos investigadores mantienen la opinión de que tampoco se encuentran al margen de la implicación del sujeto cognoscente en el objeto que se quiere conocer en las llamadas ‘ciencias duras’ (Naturwissenschaften)” (Duch, 2008a: 171).
Para completar la argumentación que permite distinguir a un tipo de ciencia de la otra, vuelvo a la reflexión de Gadamer sobre el asunto. Ahí, es claro que “el verdadero problema que plantean las ciencias del espíritu al pensamiento es que su esencia no queda correctamente aprehendida si se las mide según el patrón del conocimiento progresivo de leyes. La experiencia del mundo sociohistórico no se eleva a ciencia por el procedimiento inductivo de las ciencias naturales” (1999: 32). Concluye:
Su idea es más bien comprender el fenómeno mismo en su concreción histórica y única. Por mucho que opere en esto la experiencia general, el objetivo no es confirmar y ampliar las experiencias generales para alcanzar el conocimiento de una ley del tipo de cómo se desarrollan los hombres, los pueblos, los estados, sino comprender cómo es tal hombre, tal pueblo, tal estado, qué se ha hecho de él, o formulado muy generalmente, cómo ha podido ocurrir que sea así (Gadamer, 1999: 33).
En esta distinción entre las ciencias naturales y las del espíritu y, a su vez, de la especificación de lo que es propio de las últimas, desde la perspectiva de la antropología simbólica Clifford Geertz coincide con los planteamientos de Dilthey, Heidegger y Gadamer cuando, siguiendo a Weber, afirma que “el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido” y que “la cultura es esa urdimbre”, por lo cual “el análisis de la cultura ha de ser […] no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones” (Geertz, 1997 [1973]: 20). Diez años más tarde, Geertz afirmará que después de la obra de autores como Heidegger, Wittgenstein, Gadamer y Ricoeur, entre otros, resulta imposible volver al viejo paradigma de las ciencias sociales, fundado en el concepto de cientificidad de las ciencias naturales (2000 [1983]).
Nuestra exposición de este asunto puede completarse con una breve reflexión crítica sobre el positivismo y sus antecedentes cartesianos.
Heidegger y los fundamentos de la crítica del positivismo y el cartesianismo
Auguste Comte buscaba la construcción de una filosofía positiva, realista, según él: una filosofía sustentada en la ciencia, en cuya base estarían las matemáticas y en cuya cúspide, la sociología. Ya sostenía en su Curso que el carácter fundamental de la filosofía positiva radicaba en considerar a todos los fenómenos como sujetos a leyes naturales invariables y cuyo descubrimiento y reducción al menor número posible constituían su finalidad (Comte, 2004 [1842]: 30). “Ahora que el espíritu humano ha fundado la física celeste, la física terrestre mecánica o química, la física orgánica, vegetal o animal, le falta completar el sistema de las ciencias de la observación fundando la física social. Ésta es la más grande y apremiante necesidad de nuestra inteligencia” (2004: 37). La física social consuma el proyecto de la filosofía positiva: “la constitución de la física social, completando al fin el sistema de las ciencias naturales, hace posible, e incluso necesario, poder resumir los diversos conocimientos adquiridos, alcanzando ahora un estado fijo y homogéneo, para coordinarlos, mostrándolos como ramas diversas de un sistema único” (2004: 39).
Diremos, sin embargo, que el origen de una intención de cientificidad como la de Comte puede rastrearse aún más atrás. La hallamos en la manera de concebir la mathesis universalis por René Descartes, esbozada en sus Reglas para la dirección del espíritu (1971 [1701]), así como en su célebre Discurso del método (1993 [1637]), tal como queda enunciado con toda claridad en la segunda regla: “Debemos ocuparnos solamente de aquellos objetos que pueden ser conocidos por nuestro espíritu de un modo cierto e indubitable” (1971: 110). Para Descartes, este conocimiento radica, precisamente,