Por otra parte, la filología se sustenta, en el medio alemán, de asuntos teológicos y de hermenéutica religiosa con una intensidad superior a la que pudo alcanzar en las culturas latinas, de modo que los estudios humanistas terminan por convertirse en el presupuesto y el órgano de una transformación religiosa (el centro principal de la Reforma, la universidad de Wittemberg, es también un centro filológico de primera importancia, en el cual se concede un valor preponderante al estudio de los clásicos en sus textos originales, y en consecuencia, al estudio de las lenguas sagradas –latín, griego y hebreo) (Ferraris, 2000: 33).
La Reforma eliminará la necesidad de la mediación de la Iglesia entre el creyente y el texto sagrado y liberará la posibilidad de la interpretación de la Escritura de la tutela eclesiástica. De tal suerte, Lutero afirmará que el creyente debe dirigirse a la Escritura, que es clara y comprensible, y no a la jerarquía eclesiástica. Así, se dirá que “la Biblia es intérprete de sí misma, no tiene necesidad de la tradición para ser comprendida, sino, al contrario, es la tradición la que debe medirse constantemente con la Escritura para verificar su validez propia” (Ferraris, 2000: 35 [cursivas en el original]). En función de esta perspectiva, los cánones de interpretación se vuelven decisivos. La mística alemana y la tradición platónica que adjudican una “inspiración divina” a los poetas, servirán de orientación a la hermenéutica bíblica reformadora para dotar al texto de la Biblia del carácter de una inspiración divina (Ferraris, 2000: 34).
Aunque ingenuo, en cuanto a la idea de la claridad del texto bíblico en sí mismo, el punto de vista reformador será de gran trascendencia al abrir y multiplicar las posibilidades interpretativas de la Escritura, de cara al cerrado dogmatismo, autoritario e intolerante de la Iglesia romana, obsesionada con ejercer un riguroso control doctrinal sobre los fieles. Obsesión acrecentada a partir de la Contrarreforma. Sin embargo, resulta importante destacar que “los protestantes no llegaron a emanciparse enteramente de las tradiciones que, lógicamente, hubieran debido rechazar. Tampoco se liberaron completamente de la escolástica” (Guignebert, 1993: 208).
Sobre esta hermenéutica teológica o exégesis de los textos sagrados, Grondin hace referencia a la manera en la cual fue acuñado el término hermenéutica por primera vez; como se verá, alude, inmediatamente, al problema de interpretación que suscitan, de suyo, las Escrituras sagradas:
El término hermenéutica vio la luz por vez primera en el siglo xvii cuando el teólogo de Estrasburgo Johann Conrad Dannhauer lo inventó para denominar lo que anteriormente se llamaba Auslegungslehre (Auslegekunst) o arte de la interpretación. Dannhauer fue de ese modo el primero en utilizar el término en el título de una obra suya, Hermeneutica sacra sive methodus exponendarum sacrarum litterarum, de 1654, título que resume por sí solo el sentido clásico de la disciplina: hermenéutica sagrada, es decir, el método para interpretar (exponere: exponer, explicar) los textos sagrados. Si hay necesidad de recurrir a ese método, es porque el sentido de las Escrituras no goza siempre de la claridad de la luz del día (2008: 21).
La hermenéutica islámica medieval fue muy clara en definir los problemas de interpretación que plantea la lectura de su libro sagrado, el Corán. Los estudiosos del islam, Richard Bell y William Montgomery Watt, sostienen que su interpretación requiere “un estudio serio, porque no es en absoluto un libro fácil de entender. No es un tratado de teología, ni un código de leyes, ni una colección de sermones, sino que participa de los tres aspectos, junto a otros más” (1987 [1970]: 11). Siguiendo lo expresado por Ignaz Goldziher en su estudio sobre las exégesis del Corán, Bell y Watt señalan que cada obra sobre el texto envuelve una forma de interpretación y que esta idea se funde con la interpretación “tradicional”. “El Corán está lleno de alusiones, claras en el tiempo de su revelación, que se irían oscureciendo para las generaciones posteriores” (Bell y Watt, 1987: 163).
En lo que respecta a distinguir diferentes niveles de significado propios del libro sagrado del islam, el Corán, se nos dice:
El libro de Dios –explica el vi Imán– comprende cuatro cosas: la expresión enunciada (‘ibárat); la intención alusiva (isárat); los sentidos ocultos, relativos al mundo suprasensible (latá’if), y las supremas doctrinas espirituales (hagá’iq). La expresión literal está dirigida al común de los fieles (awamm). La intención alusiva concierne a la elite (jawáss). Los significados ocultos corresponden a los Amigos de Dios (awliyá), y, las supremas doctrinas espirituales, a los profetas (anbiya, plural de nabi) (Corbin, 1977: 238).
La proposición se apoya en un hadith del Profeta que dice así: “El Corán tiene una apariencia externa y una profundidad oculta, un sentido exotérico y otro esotérico (cada nivel contiene otro nivel, a imagen de las Esferas celestes, embutidas unas en otras); y así sucesivamente hasta siete sentidos esotéricos (siete niveles de profundidad oculta)” (Corbin, 1977: 238). La estructura comprensiva se repite a lo largo de todas sus imágenes explicativas, muestra lo inagotable de su verdad en la pluralidad de los sentidos.
Tal como hemos podido ver hasta ahora, desde la Antigüedad la hermenéutica se planteó el problema de establecer las diversas dimensiones de significado de los textos sagrados. Ya sea desde una perspectiva clásica o una moderna, estamos frente a un sistema semántico complejo, en el cual el enunciado de un plano sirve de punto de partida para introducirse en el significado del nivel siguiente y, así, sucesivamente.
En particular sobre la tradición bíblica y su interpretación, Ricoeur pone de manifiesto el carácter histórico de la tradición hermenéutica (2003: 31-60). Para mostrar las bondades de una fenomenología hermenéutica, cuya primacía se sitúa en la dimensión diacrónica –en lo que Gadamer (1999) llamaría la “historicidad de la interpretación”– Ricoeur (2003) sigue la extraordinaria exégesis de Gerhard von Rad (2005) del Antiguo Testamento, demostrando que, en ese caso particular, es posible hablar de una primacía de la historia. “El trabajo teológico sobre estos acontecimientos [bíblicos] es, en efecto, una historia ordenada, una tradición que interpreta. Para cada generación, la reinterpretación del fondo de las tradiciones confiere un carácter histórico a esta comprensión de la historia, y suscita un desarrollo cuya unidad significante es imposible de proyectar en un sistema” (2003: 47-48). Concluye: “Así se encadenan las tres historicidades: después de la historicidad de los acontecimientos fundadores –o tiempo oculto– y de la historicidad de la interpretación viva por parte de los escritores sagrados –que constituye la tradición–, tenemos ahora la historicidad de la comprensión, la historicidad de la hermenéutica” (Ricoeur, 2003: 48). Se hace referencia, así, a tres temporalidades: el tiempo originario, narrado en el texto de las Escrituras, el tiempo de los autores y compiladores de las Escrituras y, finalmente, el tiempo de las sucesivas interpretaciones de las Escrituras. Queda claro que la hermenéutica bíblica, junto con la tradición grecolatina, constituyen los pilares fundamentales de la tradición occidental y han suscitado una diversidad, sumamente variada y extensa, de interpretaciones posibles.
La semiología de Roland Barthes y la interpretación del mito
Aun la semiología francesa de Roland Barthes, inspirada en algunas de las ideas expuestas por el fundador de la lingüística estructural, Ferdinand de Saussure (1979 [1916]: 60), reconoce, a pesar de sus limitaciones, la pluralidad de dimensiones de significado de la cual son portadores los mitos. “En efecto, como estudio de un habla la mitología no es más que un fragmento de esa vasta ciencia de los signos que Saussure postuló hace unos cuarenta años bajo el nombre de semiología” (Barthes, 1980 [1957]: 201). Su manera de plantear el asunto me parece significativa porque, de entrada, el análisis semiológico reconoce, ya sea implícita o explícitamente, la existencia de un problema hermenéutico: el mito no es transparente, requiere de un proceso de interpretación que haga posible desplegar las distintas dimensiones de significado contenidas en su discurso. Esto se da, a pesar de su enfoque reductivo que limita el estudio semiológico del mito al concepto saussureano de signo, compuesto por un significante y un significado,