La vuelta a España del Corto Maltés. Álvaro González de Aledo Linos. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Álvaro González de Aledo Linos
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги о Путешествиях
Год издания: 0
isbn: 9788494202735
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debajo del pasadizo de madera construido para que no se pisen las dunas y empezamos la visita a la isla. Los pasos nos llevaron al faro de Monteagudo, un paseíto de unos 5 kilómetros entre bosques preciosos de pinos, eucaliptos y vistas extraordinarias sobre los acantilados y las calas que rodean la isla. En los acantilados y en las mismas orillas de la pista, había nidos de gaviotas patiamarillas, que ya conocemos de la isla de Mouro, en Santander, donde todos los años llevamos a los niños del hospital a descubrir estos anidamientos. A la vuelta del faro paramos a comer en una zona de recreo entre los pinos. Tuvimos que hacer otro viaje al barco en la tabla de surf para recoger los bocadillos. El equilibrio en la tabla era muy precario, y el peso añadido de la mochila no hacía sino empeorarlo al levantar el centro de gravedad, por lo que a punto estuvo de terminar en el agua con la comida de los ocho. Afortunadamente todo salió bien, y tras comer y echar una siestecita en la playa bajo un sol de justicia, nos tomamos un café en el restaurante de la playa. Allí pudimos comprobar lo nefasto de la presencia humana para la fauna salvaje, pues las gaviotas se posaban en el tejadillo de la terraza y bajaban a las mesas a comerse la tarta de los platos en nuestras propias narices. Con su gran envergadura algunos clientes se llevaron buenos sustos porque, además, si las espantabas protestaban con unos chillidos escandalosos. También nos amenizó el café un colegio de niñas portuguesas que estaban visitando las islas, que no habían traído bañador y se estaban bañando vestidas.

      Por la tarde nos dirigimos a la isla de San Martín. El trayecto hasta esta última es de menos de 2 millas y lo hicimos solo con el génova. Fondeamos junto a dos barcos extranjeros en la playa de San Martín, un pequeño arenal de 500 metros en su costa Este con una casa particular a pocos metros de la orilla, al parecer donada por un paciente agradecido a un médico de Vigo. En la isla no se puede desembarcar, así que nos conformamos con fondear y también algunos con darse un baño, muy rápido pues el agua estaba helada. Volvimos a Vigo al atardecer, llegando casi de noche pues el escaso viento decayó y tuvimos que acabar a motor.

      El día siguiente llovió como solo sabe hacerlo el cielo de Galicia, parecía mentira que estuviéramos en el mismo escenario. Visitamos la ciudad y aprovechamos para cambiar una de las baterías del Corto Maltés que daba ya señales de desfallecer. No nos apetecía afrontar las largas etapas de Portugal, un país que no conocíamos por mar, con pocos puertos de abrigo y una meteorología inclemente, con el riesgo de que fallase el plotter. Igualmente para terminar de reparar el espí localizamos una velería que nos puso el ollao que le faltaba tras la reparación de Navia, que había dejado el puño de driza rematado con una pieza de cuero. Fue la reparación definitiva pues no solo no falló en todo el resto de la vuelta a España sino que ha quedado más sólido que los ollaos originales. Finalmente adquirimos un compás de marcaciones náutico, pues el que teníamos era uno militar menos exacto, compás que, por cierto, nos prestó un extraordinario servicio para identificar zonas de la costa que no conocíamos.

      El siguiente día amaneció nublado pero no llovía, así que decidimos aprovechar una oportunidad única que brinda la Asociación de Marineros Artesanos de San Miguel de Bouzas (Vigo) de conocer la navegación en este tipo de veleros clásicos. Tienen una pequeña flota de “dornas” en la que permiten salir a navegar una vez a la semana a cualquiera que tenga interés en conocerlas. La dorna es la embarcación tradicional emblemática de las Rías Bajas. Originalmente era una barca de pesca de aproximadamente 4,50 metros de eslora y 1,50 de manga, con proa redonda que sobresale de la cubierta, la popa chata y la quilla pronunciada. Posteriormente se han construido dornas de mayor eslora, hasta de 8-9 metros, pero siempre sin cabina, manteniendo su carácter de embarcación abierta. Lleva una única vela latina y dos remos para cuando no hay viento. Generalmente la manejaban dos tripulantes a bordo, el patrón a la caña y el marinero que se ocupa del izado de la vela. Es de procedencia vikinga, totalmente fabricada en madera, construida en tingladillo con las tablas yuxtapuestas, montando unas sobre otras. Las cuadernas sobresalen de la cubierta formando los apoyos de los remos. Nos llamó mucho la atención el timón. Es una pieza enorme y muy pesada que, además, actúa como orza, prolongándose hacia delante más abajo de la quilla, gobernado mediante una caña de una sola pieza. El timón se guarda en cubierta y hay que conseguir envergarlo en los herrajes que lleva bajo el agua (y por tanto a ciegas) utilizando unos cabitos que lo guían hacia ellos. Pero esto que dicho así suena tan fácil, en la práctica cuesta varios intentos hasta que se da por bien armado. Con la introducción del motor se modificó el espejo de popa para acoplar un fueraborda, si bien algunas dornas lo instalan en un costado.

      Esa tarde, que estaba nublado, no hubo muchos voluntarios para navegar, concretamente ascendíamos a cinco, de los cuales cuatro éramos de nuestro grupo. Decidieron aparejar solo dos dornas. Luis y yo salimos en una de ocho metros de eslora con el motor fueraborda en la aleta de estribor; Silvia y Víctor en una similar de motor central. Los que debían “enseñarnos” no estaban habituados a esa dorna en concreto pues el dueño estaba de baja. Toda la navegación fue un cúmulo de intentos fallidos. Tras las dificultades iniciales en envergar el timón solo lo conseguimos al décimo intento. El fueraborda no arrancaba. Descubrimos que le faltaba el “hombre al agua”, una pieza de plástico diseñada para engancharse en la muñeca del patrón y si este se cae al agua hace que el motor se pare; sin esta pieza es imposible que el motor arranque. La sustituimos por unas vueltas de una filástica sacada de la cintura de mi pantalón de aguas, aunque al volver a puerto encontramos la piecita donde lógicamente debía estar: en la caja de herramientas. La pleamar era muy fuerte y debíamos salir del puerto por debajo de un puente de la autovía que cerraba el acceso de su dársena a la ría de Vigo. Se decidió bajar el palo. Como la vela es latina el palo es pequeño y se puede bajar sin grúa, pero era de madera maciza y costaba moverlo entre tres personas. Después de algunos intentos, pues lógicamente hacía años que no se bajaba y las cuñas de madera que le apuntalaban estaban hinchadas y encajadas, todavía era insuficiente para pasar bajo el puente y, en el último momento, nos ordenaron ponernos todos a una banda para escorar la embarcación y que perdiese altura. Pero nos situaron en el lado contrario al fueraborda, que se salió del agua y dejó de propulsar con un ruido escandaloso. Finalmente nos encontramos al otro lado del puente sin daños, pero el fueraborda, por alguna razón desconocida, ya no arrancaba. Fuera del puerto, en la ría, alzamos de nuevo el palo e izamos la mayor sin que nadie nos indicase a los nuevos de qué parte de la maniobra debíamos encargarnos cada uno, tratándose de un aparejo latino que desconocíamos. Una vez izada, comprobamos que el viento era demasiado fuerte y en lugar de avanzar nos hacía derivar hacia un espigón de piedra. La otra dorna, mejor motorizada, nos lanzó un remolque y a motor nos apartó del espigón mientras tomábamos dos rizos. Si para la maniobra de izar la mayor no nos habían asignado un reparto de tareas, para la toma de rizos no fue diferente y tirando cada uno de donde podían los rizos no se dejaban tomar. La poca vela que se iba izando solo contribuía a acercarnos más al espigón, por lo que alguien decidió suspender la navegación ese día y nos vimos remolcados de nuevo a puerto. Para no tener que bajar otra vez el palo (pues la marea seguía subiendo y la altura libre bajo el puente era cada vez menor) se decidió utilizar un atraque exterior, a donde llegamos primero a remolque y luego abarloados a la otra dorna que nos propulsaba. A duras penas acabamos amarrados en este pantalán, y arranchando todo el material desperdigado por la cubierta. Solo nos quedó imaginar la cara del dueño de la dorna, el que estaba de baja, cuando le contasen los detalles de la navegación de ese día y, al ir a revisar su barco, se encontrase su pantalán vacío. A pesar de todo nos lo pasamos fenomenal y en ningún momento faltó el buen humor y el cachondeo. Al fin y al cabo estábamos dentro de una ría y las verdaderas dificultades, para nosotros, empezarían unos días después en el Atlántico.

      Otro día queríamos dedicarle a explorar la isla de San Simón. Es una pequeña isla de algo menos de 500 metros de largo en el fondo de la ría de Vigo, cuyos edificios llegan hasta el borde mismo del agua. En realidad está constituida por dos islas (la de San Simón y la de San Antón) unidas en bajamar por un istmo de rocas sobre las que se ha construido un puente, por lo que ahora en realidad es una sola isla y todos la conocen como isla de San Simón. En la actualidad se encuentra deshabitada y está catalogada como Bien de Interés Cultural desde 1999. Pero a lo largo de su historia fue monasterio, lazareto, cárcel y hogar para niños huérfanos. En los siglos XII y XIII estuvo habitada por distintas órdenes religiosas, entre otras los pascualinos de San Simón, que fueron excomulgados