Pero incluso cuando alcanzamos nuestros anhelos, estos nunca llegan de la manera en que deseamos. Para empezar, Ethelbertha pareció no darse cuenta de que yo estaba irritable. Tuve que hacérselo notar.
—Ya me perdonarás, pero esta noche no me encuentro muy bien.
—¡Ah! —dijo ella—. No te he notado distinto. ¿Qué te ocurre?
—No sabría decir qué es —respondí—. Pero hace semanas que lo veo venir.
—Es el whisky —señaló Ethelbertha—. Nunca bebes whisky excepto cuando vamos a casa de Harris. Ya sabes que no te sienta bien. No tienes una cabeza muy resistente.
—No es el whisky —repliqué—. Es más profundo que eso. Creo que es algo más mental que físico.
—Has vuelto a leer esas críticas —dijo Ethelbertha más comprensivamente—. ¿Por qué no sigues mis consejos y las quemas en la chimenea?
—Y tampoco son las críticas —respondí—. Últimamente son bastante halagadoras, al menos una o dos.
—Entonces, ¿qué es? —preguntó— Debe de haber algo que…
—No, no lo hay —repliqué—, y eso es lo más destacable. Solo puedo describirlo como si una extraña sensación de inquietud se hubiera apoderado de mí.
Tuve la impresión de que Ethelbertha me miraba con expresión de curiosidad, pero no dijo nada y yo continué hablando.
—Esta dolorosa monotonía de la vida, estos días de pacífica felicidad, sin novedad alguna, me consternan.
—Yo no me quejaría mucho —dijo ella—. Puede que vengan días peores y nos gusten aún menos.
—No estoy seguro de eso —repliqué—. En una vida de continua alegría puedo imaginar el dolor como un cambio agradable. En ocasiones me pregunto si los santos del cielo no sienten la continua serenidad como una carga. Para mí, una vida de dicha eterna, sin que la interrumpiera contraste alguno, sería, me da la impresión, verdaderamente irritante. Supongo que soy un hombre extraño —continué—. A veces no acabo de entenderme. Hay momentos en que me odio a mí mismo.
Habitualmente, un discursito como aquel, aludiendo a profundidades ocultas de indescriptible emoción, conmueven a Ethelbertha, pero aquella noche estaba extrañamente indolente. En lo que respecta al paraíso y sus posibles efectos sobre mí, me sugirió que no me preocupara, remarcando que era de tontos ir al encuentro de un problema que podía no darse, y por lo que se refería a ser un hombre extraño, eso, suponía ella, no era algo que yo pudiera evitar, y que si había gente dispuesta a soportarme, pues entonces eso zanjaba la cuestión. La monotonía de la vida, añadió, era una experiencia compartida, así que simpatizaba conmigo al respecto.
—No puedes imaginarte cómo me gustaría marcharme a veces incluso de tí —dijo Ethelbertha—. Pero sé que no puede ser, así que no le doy más vueltas.
Nunca le había oído decir algo parecido. Aquello me sorprendió y me apenó sin medida.
—No es una observación muy amable —le dije—, muy poco propia de una esposa.
—Ya lo sé —replicó—, por eso nunca te lo había dicho. Vosotros, los hombres —continuó—, no comprendéis que por mucho que os queramos, hay momentos en que nos empalagáis. No sabes cuántas veces desearía ponerme el sombrero y salir, sin que nadie me preguntara a dónde voy, qué voy a hacer, cuánto tiempo estaré fuera y cuándo estaré de vuelta. No sabes cuántas veces me gustaría pedir una comida que me gusta a mí y que les gusta a los niños, pero que haría que te levantaras de la mesa, te pusieras el sombrero y te marcharas al club. No sabes cuántas veces tengo ganas de invitar a casa a algunas amigas que yo adoro y que sé que tú detestas, y de visitar a personas que yo quiero ver; y de acostarme cuando estoy cansada yo, y de levantarme cuando me plazca. Dos personas que viven juntas se ven obligadas a sacrificar constantemente sus propios deseos en beneficio mutuo. A veces es bueno aflojar un poco la tensión.
Más tarde, al reflexionar sobre las palabras de Ethelbertha, comprendí su sabiduría, pero debo admitir que en aquel momento me dolieron e indignaron.
—Si tu deseo es deshacerte de mí…
—¡No seas ganso! —exclamó Ethelbertha—. Solo quiero pasar sin ti un poquito de tiempo, justo el suficiente para olvidar que tienes uno o dos defectos que hacen que no seas perfecto, justo el suficiente para recordar qué buen compañero eres en otros aspectos, y desear tu regreso, como solía hacer en los viejos tiempos, cuando no te veía tan a menudo y no podía sentirme, quizá, un poco indiferente, del mismo modo en que uno acaba siendo indiferente a la bendición del sol simplemente porque amanece a diario.
No me gustaba el tono que había adoptado Ethelbertha. Me daba la impresión de que había en ella cierta frivolidad, inadecuada para el asunto que estábamos tratando. Que una mujer contemplara alegremente una ausencia de su marido de dos o tres semanas no me parecía ni bonito ni femenino, no era propio de Ethelbertha. Estaba preocupado, ya no tenía ningún deseo de emprender aquel viaje. Si no hubiera sido por Harris y George, habría abandonado. Tal como estaban las cosas, no veía el modo de excusarme con dignidad.
—Muy bien, Ethelbertha —repliqué—, como desees. Si quieres unas vacaciones de mí, podrás disfrutarlas. No obstante, espero que no te parezca una curiosidad impertinente por mi parte saber qué te propones hacer en mi ausencia.
—Alquilaremos aquella casa de Folkestone y me iré allí con Kate —respondió ella, y añadió—: Y si quieres hacerle un favor a Clara Harris, convence a Harris para que se vaya contigo, y así Clara puede venir con nosotras. Las tres pasábamos muy buenos ratos antes de que aparecierais vosotros y será delicioso repetirlos. ¿Crees —continuó— que puedes persuadir al señor Harris para que vaya contigo?
Le dije que lo intentaría.
—Este es mi chico. Inténtalo. Quizá también logres que se os una George.
Le contesté que no encontraba ninguna ventaja en que George viniera, pues al ser soltero nadie se beneficiaría de su ausencia. Pero una mujer nunca comprende el sarcasmo. Ethelbertha simplemente señaló que le parecía poco amable no incluirlo. Prometí que se lo diría.
Por la tarde vi a Harris en el club y le pregunté cómo le había ido.
—¡Oh, muy bien! —contestó—. No hay inconveniente en que me vaya. —Pero algo en su voz sugería una satisfacción incompleta, así que le insistí en que me explicara más—. Estuvo suave como la seda —continuó—. Dijo que la idea de George era excelente y que estaba segura de que me haría bien.
—Parece estupendo —dije—. Entonces, ¿qué hay de malo?
—No hay nada de malo —respondió—, pero eso no fue todo. Siguió hablando de otras cosas.
—Comprendo —dije.
—Ya sabes que tiene esa manía del cuarto de baño —continuó.
—Algo he oído —respondí—. Le ha metido la idea en la cabeza a Ethelbertha.
—Pues bien, he tenido que acceder a que se pongan manos a la obra de una vez. No podía negarme más cuando ella ha sido tan comprensiva con lo del viaje. Me costará cien libras, por lo menos.
—¿Tanto? —pregunté.
—Penique sobre penique —dijo Harris—. El presupuesto, por ahora, ya asciende a sesenta libras.
Sentí mucho oírle decir aquello.
—Luego está la cuestión de los fogones de la cocina —continuó Harris—. Todo lo que ha ido mal en casa durante los dos últimos años ha sido por culpa de esa cocina.
—Lo