Mi pregunta le sorprendió.
—Es un yate.
—Lo que quiero decir —proseguí— es si puede moverse o debe permanecer aquí quieto. Si debe permanecer quieto, dígamelo con franqueza y traeremos algunas macetas de hiedra para que crezca sobre los ojos de buey, pondremos flores y un toldo en la cubierta y haremos que esto quede bien bonito. Si, por el contrario, puede moverse…
—¿Moverse? —interrumpió el capitán Goyles—. Si tenemos el viento adecuado y favorable detrás del Pícaro…
—¿Y cuál es el viento favorable? —le pregunté. El capitán Goyles se mostró confuso—. Durante esta semana —proseguí—, hemos tenido viento del norte, del sur, del este y del oeste… con variaciones. Si conoce algún otro punto de la brújula desde donde pueda soplar, dígamelo y esperaré. De lo contrario y si el ancla no ha echado raíces en el fondo del océano, zarparemos hoy y veremos qué pasa.
Comprendió la firmeza de mi determinación.
—Muy bien, señor —respondió—. Usted es el amo y yo estoy aquí para obedecerle. Solo tengo un hijo que aún depende de mí, gracias a Dios, y no dudo de que sus albaceas testamentarios cumplirán su cometido y se ocuparán de mi parienta.
Aquella solemnidad me impresionó.
—Señor Goyles —dije—, sea sincero conmigo. ¿Hay alguna esperanza de que el clima sea el adecuado para que podamos salir de este condenado agujero?
El capitán recobró su habitual cordialidad.
—Verá usted, señor, estas costas son muy características. Todo irá bien si conseguimos alejarnos de ellas, pero zarpar en un cascarón como este…, bueno, para serle sincero, señor, hay que pensárselo un poco.
Dejé al capitán Goyles con la seguridad de que observaría el clima como una madre vigila el sueño de su bebé; el símil fue suyo y me llegó al alma. A las doce lo vi de nuevo: contemplaba el cielo desde la ventana del pub Ancla y Cadena.
A las cinco en punto de la tarde tuve un golpe de suerte: en medio de High Street me encontré con un par de amigos navegantes que estaban en tierra por culpa de una avería en el timón. Les conté mi aventura y parecieron menos sorprendidos que divertidos. El capitán Goyles y los dos marineros continuaban observando el clima. Corrí al King’s Heady avisé a Ethelbertha. Los cuatro nos fuimos tranquilamente al embarcadero, donde encontramos el yate. A bordo solo estaba el muchacho. Mis dos amigos se hicieron cargo del Pícaro y a eso de las seis navegábamos rápida y alegremente costa arriba.
Aquella noche fondeamos en Aldborough y al día siguiente alcanzamos Yarmouth, donde, como mis amigos tenían que quedarse, decidí abandonar el yate. Por la mañana, temprano, vendimos los suministros en subasta pública en la playa de Yarmouth. Perdí dinero, pero tuve la satisfacción de fastidiar al capitán Goyles. Dejé el Pícaro a cargo de un marinero local que por un par de soberanos se comprometió a gobernarlo de vuelta a Harwich y nosotros regresamos a Londres en tren. Seguro que hay yates distintos al Pícaro y patrones que no se parecen al señor Goyles, pero aquella experiencia me provocó prejuicios contra unos y otros.
George también pensó que un yate nos acarrearía una buena cantidad de responsabilidades, así que desechamos la idea.
—¿Y qué tal el río? —sugirió Harris—. Hemos pasado momentos muy agradables.
George dio una calada a su cigarro en silencio y yo casqué otra nuez.
—El río ya no es lo que era —dije—. No sé exactamente qué pasa, pero hay algo en el río, quizá sea la humedad, que me provoca lumbago.
—A mí me pasa lo mismo —agregó George—. No sé por qué, pero ahora ya nunca duermo bien en la cercanía del río. En primavera pasé una semana en casa de Joe, y cada tarde me despertaba a las siete y ya no podía pegar ojo.
—Era una simple sugerencia —observó Harris—. Personalmente, tampoco creo que me siente bien, me afecta a la gota.
—Lo que a mí me conviene es el aire de la montaña —dije—. ¿Qué os parece si vamos de excursión por Escocia?
—En Escocia siempre hay humedad —dijo George—. Estuve tres semanas en Escocia y no hubo manera de que estuviera seco ni un solo día… Vaya, no en ese sentido.
—En Suiza se está bastante bien —dijo Harris.
—Ellas no nos dejarán ir a Suiza solos —objeté—. Ya sabes lo que pasó la última vez. Ha de ser un lugar donde ninguna mujer o niño criados con delicadeza sean capaces de vivir, un país de malos hoteles, incómodo para viajar, donde pasemos dificultades, nos esforcemos mucho, quizá incluso pasemos hambre…
—¡Calma! —interrumpió George—. ¡Calma, por favor! No olvidéis que yo vendré con vosotros.
—¡Ya lo tengo! —exclamó Harris—. ¡Una excursión en bicicleta!
George mostró una expresión de duda.
—En una excursión en bicicleta hay que subir muchas cuestas y el viento siempre sopla en contra —dijo.
—Pero también hay bajadas y el viento sopla a favor —señaló Harris.
—¡Pues nunca me lo ha parecido! —dijo George.
—¿No se os ocurre nada mejor que una excursión en bicicleta? —persistió Harris.
Yo me sentía inclinado a darle la razón.
—Y os diré por dónde —continuó—. Por la Selva Negra.
—¡Pero si allí todo son cuestas! —se quejó George.
—No todo —replicó Harris—. Quizá unas dos terceras partes. Y hay algo que olvidas.
Miró a su alrededor con cautela y bajó el tono hasta hablar en un susurro:
—Hay pequeños ferrocarriles que suben esas cuestas, una especie de trenes cremallera que…
La puerta se abrió y apareció la señora Harris para decirnos que Ethelbertha ya se estaba poniendo el sombrero y que Muriel, cansada de esperar, ya había recitado La fiesta del té del Sombrerero Loco sin nosotros.
—En el club. Mañana a las cuatro —me susurró Harris al levantarse, y al subir las escaleras yo se lo dije a George.
capítulo ii
Un negocio delicado. Lo que podría haber dicho Ethelbertha. Lo que dijo. Lo que dijo la señora Harris. Lo que le dijimos a George. Saldremos el miércoles. George sugiere la posibilidad de mejorar nuestra cultura. Harris y yo dudamos. ¿Quién es el que hace más esfuerzos en un tándem? La opinión del hombre de delante. La perspectiva del hombre de detrás. De cómo Harris perdió a su mujer. La cuestión del equipaje. La sabiduría de mi difunto tío Podger. Principio de una historia sobre un hombre que tenía una maleta.
Aquella misma noche desplegué mi plan ante Ethelbertha. Empecé mostrándome algo irritable a propósito. Mi idea era que Ethelbertha se fijara en ello. Yo lo admitiría y lo achacaría a mi enorme tensión nerviosa. Naturalmente, eso nos empujaría a hablar sobre mi salud en general y sobre la evidente necesidad de que tomara medidas inmediatas y rotundas. Supuse que, con un poco de tacto, incluso conseguiría que la sugerencia partiera de la propia Ethelbertha. Me la imaginaba diciendo: «No, querido, lo que necesitas es un cambio, un cambio completo. Acepta mi consejo y sal por ahí un mes. No, no me pidas que vaya contigo. Ya sé que te gustaría, pero no vendré. Lo que necesitas es la compañía de otros hombres. Trata de convencer a George y a Harris de que vayan contigo. Créeme, un cerebro privilegiado como el tuyo necesita descansar de vez en cuando de la tensión del entorno doméstico. Olvídate por unos días de que los niños necesitan lecciones de música, y botas, y bicicletas, y tintura de ruibarbo tres veces al día; olvídate de que en la vida existen cosas como cocineras