–No están transgrediendo la ley… exactamente.
Piper compuso una mueca rara.
–Qué alivio –se burló–. ¿Es que quieres que vuelvan a meterte en la cárcel?
–No soy yo el que va a transitar por la zona gris de la ley.
Qué bien. Cuánto le gustaría poder meter algo de buen juicio en esa cabezota suya.
–Es un consuelo, sí.
La sonrisa que le dedicó entonces sí que le provocó una tormenta de energía en la piel. Sí, tenía que irse. Sus defensas y su cerebro seguían afectados por el vino de la noche anterior.
–Bueno, gracias por venir a despertarme. Siento no poder ayudarte más, pero ya es hora de que te vayas.
Y en dos pasos se plantó ante la puerta y la abrió.
Stone permaneció inmóvil unos segundos, en los que la miró de arriba abajo.
Le costó Dios y ayuda morderse la lengua y no llenar el silencio espeso que se había instalado entre ellos, pero es que eso era lo que él quería, razón de más para que no lo hiciera.
Despacio, Stone dio varios pasos. Y no, ella no estaba siendo consciente de cómo se movía su cuerpo, o cómo se marcaban sus cuádriceps en la tela envejecida de sus vaqueros. Parándose junto a ella, le apartó un mechón de pelo que le rozaba la mejilla, y un estremecimiento le corrió por la espalda. Se le había puesto la carne de gallina. Stone no se detuvo ahí, sino que con el dorso de la mano recorrió la línea del hombro y el brazo hasta llegar a la mano. Por un momento pensó que iba a entrelazar los dedos con los suyos, hasta que… hasta que se dio cuenta de que lo quería era el teléfono.
–Mejor me lo llevo –dijo en voz baja.
Lo soltó de inmediato. Si él no hubiera estado preparado para recogerlo, habría caído al suelo.
Pero a Piper le daba igual. Cualquier cosa valía para cortar aquella conexión, que llevaba acompañándola desde los seis años, desde el día mismo en que conoció a Stone. Había sido su mundo, su amigo del alma, hasta que a los quince dejó de serlo. Pensó que diez años sin contacto habrían roto la conexión, pero al parecer no había sido así, al menos para ella, y ahora no sabía qué hacer.
Una sonrisa cargada de ironía afloró a los labios de Stone. Dios, cómo desearía abofetearle…
–Ya te contaré lo que encontremos.
–No te molestes, que no me importa.
–Puede, pero a mí, sí.
Genial. Pues sí, le importaba, pero no estaba dispuesta a admitirlo delante de él, y desde luego no quería que se preocupara por ella.
–Estoy bien, Stone. Vete y vive tu vida. Disfruta de tu libertad, y déjame vivir la mía.
En aquel momento era eso, y no otra cosa, lo que quería, tanto para él como para sí misma, pero por desgracia no iba a bastar con desearlo para que se hiciera realidad.
El puño de Stone se estrelló contra la piel suave del saco de boxeo, y el impacto reverberó por su brazo. Era una sensación reconfortante y familiar. Los brazos y los hombros le dolían del ejercicio, y el sudor le caía por la cara y le entraba en los ojos.
El escozor no solo le recordaba que estaba vivo, sino que le ayudaba a quitarse del pensamiento la imagen de Piper, recién levantada de la cama y con los ojos adormilados, que no había modo de sacarse de la cabeza porque su cuerpo se había empecinado en que tuviera que soportar una erección permanente y la sensación de que no iba a poder hacer nada al respecto.
–Tío, puede que tú tengas energía para veinte asaltos más, pero yo no –protestó Gray, que sujetaba el saco mientras Stone volvía a golpearlo.
–Dos más –le pidió, jadeando.
–Da igual que te pases el día dándole al saco, que no vas a conseguir solucionar tu problema así.
–¿Ah, no? ¿Y qué problema es ese?
–Que no consigues que haga lo que tú quieres que haga.
–¿Y qué quiero que haga?
Gray soltó el saco y se acomodó en una vieja silla plegable que había en un rincón, vació media botella de agua y, después, contestó.
–Preferirías que estuviera encerrada en una torre sin ventanas ni puertas.
–Me parece a mí que ves demasiado cine infantil, tío. Igual deberías probar algo un poco más duro.
–Es curioso que no hayas sugerido que estoy equivocado. Solo has atacado mi elección de entretenimiento.
–En serio. Deberías probar con algo de porno. A lo mejor te ayudaba a encontrar tus testículos y a darle al saco como un hombre.
Gray agarró lo primero que encontró, que resultó ser una toalla sudada, y se la lanzó.
–Insultarme no va a conseguir que lo que te he dicho sea menos acertado. No puedes conseguir que haga lo que tú quieres, y eso te cabrea. No es la niña que te seguía a todas partes como un perrito.
–Ella no hacía eso.
Gray lo miró con sorna.
–¡Vale! Puede que cuando era pequeña estuviera un poco deslumbrada por el héroe que creía que era yo.
–Y ahora también. La otra noche te estuvo observando.
–¿Qué?
–En la fiesta. Me di cuenta.
Stone tenía una botella de plástico en la mano y la apretó con tanta fuerza que salió un chorro por la boca.
–Cálmate, que no me refiero a eso. Bueno, que está tremenda es cierto.
–Ve al grano.
–Yo andaba por ahí, sin meterme en el meollo de la fiesta, porque no conocía a nadie ni pertenezco a ese grupo. Estaba claro que ella sí, aunque tampoco se la veía muy metida en la fiesta. Era educada con la gente, charlaba, pero permanecía distante, y me pregunté por qué habría ido, estando tan claro que no deseaba estar allí.
Gray se recostó en la silla, relajado, algo que nunca se había imaginado que podría ver. La gente lo consideraba intenso e intimidante, y podía serlo. En su grupo, Finn era el amante de la juerga al que todo el mundo quería y que hacía reír a cualquiera, mientras que la cabeza de Gray nunca paraba. Siempre estaba calculando, ajustando, observando.
–Entonces me di cuenta de que estaba allí porque te observaba, aunque manteniendo la distancia, y eso me mosqueó.
En el lugar en el que habían estado, o estabas siempre alerta o podías recibir una cuchillada por la espalda cuando menos te lo esperases, y de manos de quien menos te lo imaginabas.
–En un primer momento, me pregunté si estaría cabreada, o si querría vengarse de alguna manera, pero luego me fijé en cómo te miraba… estaba enfadada contigo, sí, pero había más. Y algo me dice que siempre lo ha habido.
Stone movió la cabeza. No necesitaba oírle decir eso precisamente en aquel momento, después de haber ido a casa de Piper aquella mañana.
–No importa. Quiero mantenerme alejado de ella. Haré cuanto pueda por desviar la atención de los medios, y los dos seguiremos adelante con nuestras vidas.
Gray respiró hondo.
–Pues buena suerte, tío.
Capítulo Cinco
Piper equilibró la bandeja con los cafés que acababa de comprar. El asa del bolso se le deslizó hasta el final del hombro, amenazando