Esas palabras lo eran todo. Todo lo que llevaba queriendo tanto tiempo y todo lo que no podía tener. Piper y él no eran amantes. Nunca lo serían. Era una certeza que había asumido hacía ya mucho tiempo.
Ahora toda la ciudad podría verlo. Todos podrían cuchichear sobre la persona tan horrible que era, y ahora arrastrarían el nombre de Piper por el barro junto al suyo, haciéndose cruces porque una respetada psicóloga se pudiera liar con un exconvicto.
Quien hubiera tomado la fotografía, había calculado el momento a la perfección para que encajase con aquel titular sensacionalista.
–¿Estás seguro de que no fue ella?
Stone se volvió como un rayo a mirar al hombre que estaba dos pasos por detrás de Mitchell.
–¿Qué has dicho?
Aquel tío o era idiota, o tenía ganas de morir.
–Ya me has oído. ¿Podría haberlo preparado ella?
Gray le apretó con fuerza el brazo.
–¿Con qué fin? –preguntó.
–Quizás para vengarse de ti por su hermanastro. Igual quería hacértelo pagar un poco más en los medios. O puede que haya vendido la historia por dinero.
Stone se rio.
–Piper no necesita dinero.
–¿Estás seguro? Corrígeme si me equivoco, pero el que tiene el dinero es su padrastro, ¿no? Ella vive en su finca.
–Es una psicóloga con consulta propia –respondió entre dientes.
–Una psicóloga que no gana mucho dinero, teniendo en cuenta el estilo de vida al que estaba acostumbrada. Además, suele admitir casos pro-bono.
Sí, eso era propio de Piper.
–Déjame adivinar. La mayoría son víctimas de asalto.
–¿Cómo lo has sabido? –preguntó, sorprendido–. Trabaja como voluntaria en varios grupos de asistencia a las víctimas.
–Te aseguro que no necesita dinero.
–Su cuenta bancaria parece sugerir otra cosa.
El tío no se daba por vencido.
Stone iba a contestar, pero Gray se interpuso entre ellos.
–Hace diez años que no la ves, tío –le reconvino, mirándolo con el ceño fruncido–. ¿Cómo puedes estar tan seguro? La gente cambia.
¿Acaso no era él mismo el ejemplo perfecto de lo acertado de aquella sentencia? ¿Podía haber vendido Piper la historia a la prensa amarilla? Las tripas le decían que no, pero el tiempo pasado en la cárcel le había enseñado a no fiarse de nadie, excepto de Gray y Finn.
Volvió a cruzar la habitación y recogió su teléfono del suelo para leer el artículo que acompañaba a la fotografía. Se hablaba de la relación que Piper y él habían tenido de jóvenes, pero su amistad no había sido un secreto. Lo que sí le llamó la atención era que se especulase con la razón por la que había cortado todo contacto con ella mientras estuvo en la cárcel, un detalle que solo unas pocas personas conocían. Y la primera en esa lista era ella, Piper.
Cada latido del corazón le reverberaba en la cabeza. Era como si alguien tuviese un martillo neumático horadándole el cerebro. Estaba claro que no debería haberse acabado la botella de vino que Carina había dejado a medias cuando se fue.
Abrió solo un ojo y miró a las ventanas. Se le había olvidado echar las cortinas. No era exactamente así como tenía pensado pasar el domingo.
Tenía el móvil en la mesilla y lo oyó vibrar. La palabra mamá apareció en la pantalla, y no estaba de humor para hablar con ella en aquel momento, de modo que se levantó por el otro lado de la cama. En cuanto puso los pies en el suelo, notó el dolor de cabeza.
Ah, no. Que no era la cabeza. Alguien aporreaba la puerta de su casa. ¿Quién demonios iba de visita a aquella hora?
Se puso la bata y al pasar por delante de la cómoda, vio el reflejo que le devolvía el espejo. Qué cara de muerta.
Bajó la escalera a trompicones y abrió de golpe.
–Deja de aporrear la…
La última persona en el mundo que esperaba encontrarse estaba allí. Stone. Tenía el ceño fruncido y las piernas abiertas como si fuera un pirata que aguantara la tormenta en la cubierta de su navío, y el puño a media altura, dispuesto a descargar sobre un panel de madera que ya no estaba allí.
Parecía tan poco contento como ella.
–¿Pero qué…?
Ni siquiera esperó a que lo invitara a pasar. Algo que no iba a hacer.
–¿Lo hiciste tú?
Piper cerró la puerta y se quedó mirándola unos segundos. No podía ignorarlo, ni llamar a los de seguridad de su padre para que lo acompañasen a la puerta exterior, aunque la tentación era grande.
Se dio la vuelta y lo miró. Mejor no llamar a nadie. Stone parecía un fardo de pólvora a punto de estallar. Su propia seguridad no le preocupaba. Sabía de sobra que no le tocaría ni un pelo.
Aunque, en el fondo, deseaba que lo hiciera.
–¿Que si he hecho qué?
–Vender la foto. Hablar con alguien de los detalles de nuestra relación.
–¿Qué relación? Hace mucho tiempo que no somos amigos.
Bajo la soflama de la ira, le vio palidecer. Esa fue la única prueba de que con sus palabras le había llegado a un punto doloroso que no pretendía.
Stone sacó un móvil del bolsillo y se lo puso delante de la cara. Una fotografía que no conocía llenaba la pantalla. En ella aparecían los dos, y ella llevaba puesto el vestido de la noche anterior.
–Dios mío…
–O has desarrollado unas dotes de interpretación que no conocía, o no tienes nada que ver con esto.
Piper lo miró pretendiendo encontrar en él algo más que aquella acusación, porque en aquel momento estaba conteniendo una necesidad acuciante de tocarlo, de rozar su mejilla sombreada por la barba, de tirar de él y llevarlo a la cama de la que acababa de levantarse y hacer que se arrugaran las sábanas, y no de dar vueltas toda la noche.
Qué idiotez. Igual seguía medio borracha.
Volvió a mirar la fotografía.
–Déjame en paz.
Le quitó el teléfono de la mano para poder leer el artículo. Era corto y estaba lleno de insinuaciones y con muy pocos hechos.
–Dado que has aparecido en mi puerta, doy por hecho que no tienes ni idea de quién es responsable de esto –le dijo.
–No –contestó, y un músculo le tembló en la línea de la mandíbula–. El equipo de seguridad está revisando las grabaciones mientras hablamos. Aparece una persona en el balcón del segundo piso mientras nosotros estábamos en la biblioteca, pero apenas se distingue. Ni siquiera podemos decir si es hombre o mujer, pero parecía saber exactamente dónde estaban las cámaras.
–Qué bien. Me estás diciendo que podría ser cualquiera, ¿no? Un empleado de la casa, un invitado…
–Tengo un amigo que está probando con otra táctica. Estamos intentando ir de la fotografía hacia atrás para tratar de adivinar dónde se originó, y puede que descubramos quién se la vendió al medio que la ha publicado.
–¿Puedes hacer eso?
Compuso una media sonrisa, un gesto bastardo de la hermosa sonrisa que antes solía regalar con frecuencia.
–Yo no puedo, pero conocemos