Stone estaba mirando por el ventanal del despacho de su padre. Abajo varios camiones salían cargados de acero y, a su espalda, se oían los ruidos de una oficina en horario de trabajo, a pesar de estar cerrada la puerta. Si se acercara al siguiente edificio, oiría el golpeteo de una industria a pleno rendimiento, gente trabajando en el negocio que su familia había erigido.
Y se sintió culpable porque, en realidad, él no deseaba estar allí.
No había nada en Anderson Steel que lo encandilase pero, diez años atrás, estaba decidido a dedicar su vida a la empresa porque era lo que se esperaba de él. Porque era su legado. Porque no quería desilusionar a sus padres.
Era increíble cómo perder la libertad podía cambiar tu perspectiva. Ya había perdido diez años de su vida y, aunque no lamentaba haberlo hecho, no estaba dispuesto a comprometer el resto de su vida haciendo algo que no le gustaba.
El problema era que no sabía qué quería hacer, con lo cual decir que no a sus padres le parecía muy egoísta.
La puerta del despacho se abrió, pero no se molestó en volverse. Ya sabía que era su padre. Venía dando instrucciones al personal que lo seguía a todas partes.
–Asegúrate de que tenga el informe de Tokio en mi mesa antes del final del día. No pienso aceptar más excusas.
Y oyó cerrase de nuevo la puerta.
Stone sintió lástima por quien se hubiera retrasado con aquel informe.
Su padre no dijo nada. Se acercó y se quedó junto a él, contemplando en silencio la actividad que se desarrollaba abajo.
–Para, hijo –dijo un momento después.
Stone se volvió despacio a mirarlo.
–¿Qué?
–Oigo tus pensamientos como si fueran un tren de mercancías, y no te he pedido que vinieras hoy aquí para obligarte a hacer algo que no quieras hacer, así que deja de preocuparte.
–No entiendo.
Su padre movió la cabeza y fue a sentarse tras su mesa.
–Eres mi hijo, Stone, y siempre he sabido que asumir el mando de Anderson Steel nunca ha estado en la lista de cosas que deseas hacer.
–¿Qué? Entonces, ¿por qué me presionaste para que estudiase en Harvard?
Su padre se encogió de hombros.
–Cuando eras más pequeño no parecías tener preferencia por nada, así que te empujé a que estudiases la carrera con la esperanza de que algo en ella despertara tu pasión… y si no era así, al menos estarías preparado para tomar las riendas de esta empresa.
–¿Y por qué me ofreciste un trabajo cuando terminé?
–Porque quería asegurarme de que sabías que no solo tenías mi apoyo, sino también el de la empresa y el consejo. ¿Crees que me habrían permitido incorporarte de saber que no valías?
Seguramente no. Dios, qué idiota había sido al no darse cuenta. Debería haber reflexionado sobre las implicaciones de la oferta, y no meterse en barrena sobre cómo responder. Otro fracaso más que añadir a la lista.
Quizás en la base de todo estaba el hecho de que no se sentía merecedor de formar parte de Anderson. Al fin y al cabo, el máster se lo había sacado en la cárcel…
–No tienes que contestarme hoy. Ni siquiera el mes que viene. La oferta está sobre la mesa, y no tengo intención de retirarla. Pero quiero que te tomes el tiempo que necesites para sentirte cómodo y saber qué es lo que quieres de verdad. Tu madre y yo solo deseamos tu felicidad, Stone.
Miró a su padre y comparó a su familia con la de Gray, que lo había desheredado a pesar de que se ratificaba en su inocencia.
Y allí estaba él, culpable de asesinato, y sus padres lo aceptaban tal y como era, aunque no había compartido con ellos las circunstancias atenuantes que rodearon la muerte de Blaine. Simplemente habían aceptado que él jamás haría algo así sin justificación.
–Te quiero, papá.
Los ojos castaños de su padre brillaron.
–Yo también te quiero, hijo.
De pronto se sintió desbordado, agotado, y se dejó caer en la silla del otro lado de la mesa de su padre. Cerró un instante los ojos. Un peso que no era consciente de llevar a cuestas disminuyó un poco.
El cómodo silencio que se había impuesto en la estancia quedó roto por el timbre de un móvil. Su padre contestó.
–Morgan, ¿cómo estás?
Stone se tensó. Su padre y el padrastro de Piper eran algo más que vecinos. Llevaban años siendo amigos, y se reunían todos los meses para jugar al póker con algunos otros miembros de la élite empresarial de Charleston. Esa amistad había continuado a pesar de la muerte de Blaine y la prisión de Stone, así que no había nada de extraño en que Morgan McMillan llamase.
Nada excepto la expresión de su padre.
–No, nuestro equipo de relaciones públicas ha contestado a todas las solicitudes, rechazándolas. Stone no se ha alejado mucho de casa precisamente para que no pudieran abordarlo. Siento mucho que Piper se haya visto involucrada.
Las manos le dolían. No era consciente de que se había agarrado al borde la mesa de su padre y que apretaba tanto que tenía los nudillos blancos. Soltó.
–No. Insisto, Morgan. Esto es responsabilidad nuestra. Sabíamos que podía haber dificultades, así que mi equipo está preparado… siento mucho que Piper esté pasando por esto, pero nos ocuparemos de que no le ocurra nada.
Su padre colgó y se recostó en su silla.
–Maldita sea…
–¿Qué pasa?
–Al parecer, como no han podido echarle el guante a nada más, los paparazzi han decidido acampar delante de la consulta de Piper, lo cual es un problema grave, teniendo en cuenta su profesión. No puede permitir que los medios graben a sus pacientes entrando y saliendo de la consulta. Es una violación de su intimidad.
Su padre empezó a hacer llamadas. Lo primero que oyó era que le pedía al jefe de seguridad de Anderson Steel que enviase un equipo a la consulta de Piper, lo cual era genial.
Pero Stone no se iba a quedar esperando de brazos cruzados.
Capítulo Seis
–Lo siento mucho –se disculpó Piper, mientras dejaba vagar la mirada por la ventana de su despacho–. Sí, claro que podemos concertar una cita para la semana que viene si te parece que lo necesitas pero, Margaret, yo creo que no va a ser así. Estás avanzando muchísimo, y confío en tu capacidad para manejar estos días por ti misma. Y además, sabes que no tienes más que marcar mi número si me necesitas.
Cuando concluyó la llamada, se levantó y se acercó a la ventana. Sí, seguían acampados ante su puerta.
Miró el reloj. Habían pasado ya tres horas desde que llamó a su padrastro. Algunos oficiales se habían presentado allí para despejar la calle, pero en cuanto se marcharon, los periodistas volvieron. Un par de guardias de seguridad no tardarían en llegar.
Se había pasado las dos últimas horas hablando con los pacientes cuya cita había tenido que retrasar, y se sentía inquieta e impaciente. Solo dos cosas dispersarían a los buitres de fuera: una historia más jugosa que seguir, o un pequeño bocado de algo que satisficiera su apetito.
Una de las periodistas le sonaba. No solo porque fuera conocida en