Tenía catorce años recién cumplidos, era un día de mercado a principios de primavera, cuando le vi por primera vez. Vestía pantalones rojos y una amplia camisa amarilla que le colgaba por fuera. Se quedó observándome por encima del tenderete, permaneciendo detenido, absorto delante de mí… y en cuanto coincidía nuestra mirada, este la desviaba apresuradamente. Decidida y sin mediar palabra alguna, cedí al impulso de ofrecerle un pastelillo. Desde ese momento algo irrumpió súbitamente, una novedosa sensación que envolvió todo mi ser, saturándome de un apasionamiento que prevalecía, ante todo cuanto había conocido.
Cada nuevo día de mercado esperaba con desazón, la vuelta del joven de camisa amarilla y pelo despeinado; sumergiéndome de lleno en este misterioso descubrimiento que significa la confluencia y el contacto.
Así se dio el comienzo de mi historia de amor y puede que la única pasión indiscutible de mi vida. En ese mercado se inició una batalla, cuya encrucijada final consistió en el intento de unión, con el hombre que he amado durante toda mi vida. Comenzamos cruzando pequeñas palabras en principio, para pasar posteriormente a una mutua y correspondida entrega de obsequios que recopilábamos durante la semana. No debí disimular mucho mi estado de exaltación y contento, ya que el abuelo descubrió mi secreto pidiéndome que invitase a mi misterioso amigo a casa, si era ese mi deseo.
Así que en cuanto tuve oportunidad, le propuse que se acercase una tarde a merendar, y él aceptó, limitándose a hacer un gesto nervioso que en principio no sabía si tomarlo como afirmación o negativa. Entonces una señora hermosísima, como salida de una fábula le zarandeó por los hombros. Su belleza superaba cuanto había conocido, vestía una túnica verde que resaltaba sobre la muchedumbre de la plaza y entonces, fui yo quien no se atrevió a levantar la mirada. Avergonzada le ofrecí mi mano inclinándome, y ella… salvando el carromato, me envolvió entre sus brazos.
—¿Cómo te encuentras Thyrsá? —sin responderle, me limité a saludarla con un ligero gesto, inclinando mi cabeza en señal afirmativa.
—¿Usted es de Casalún, verdad que sí? —Esta se sorprendió ante mi pregunta—. ¿Y Celeste? ¿Conoce usted a mi hermana, verdad? —pregunté con un hilo de voz.
—Precisamente se encuentra en Casalún, aprendiendo mucho, hija —contestó la dama—. No debes preocuparte por ella, es feliz. Nos vemos pronto Thyrsá, ahora tenemos prisa, hemos de volver a casa y el tiempo parece que no acompaña. —Dándose media vuelta la dama, se perdió entre el gentío.
Algún día seré como ella, me dije mientras la observaba marcharse, bajo una suave e inesperada llovizna. Lo recuerdo como si fuese hoy, impresionada tras el encuentro, llegué a la conclusión de que aún no había visto nada, manteniéndome vegetando como una hiedra más de las ruinas de Vania. Los bosques de Hersia se me hicieron pequeños, el mundo había vuelto a girar abriendo sus fronteras. Con verdadera ilusión aguardé mi primera cita, diseñando mi ropa y decorando la casa con flores y hojas balsámicas del bosque. Limpié con verdadero ahínco la casita del altozano, mi morada debería de convertirse en un palacio limpio y transparente como el cristal.
Cabalgando sobre un precioso potrillo blanco, hizo aparición por el camino que llegaba desde Jissiel, reluciendo bajo los primeros rayos de la tarde.
Mis lágrimas vuelven a brotar cuando evoco dicha escena; ¡Qué inocencia, cuán dulce inocencia…!
A mis catorce años, mi vida cambiaba por completo. El abuelo no se hallaba en casa, había desaparecido, como era de esperar. Pasamos la tarde conversando y riendo; él me contaba sobre sus sueños y sus pequeñas aventuras, detallándome sus enormes deseos de convertirse en soldado comandador. Yo no sabía que contestarle, pues carecía de aspiración alguna, conocía algunas hierbas, me gustaban las ocas y dibujar sobre sus huevos. Eso sí, deseaba más que nada en el mundo, ir algún día a Casalún para encontrarme con mi hermana Celeste. Entonces él prometió llevarme, y sin poderlo evitar, le respondí dándole un inocente beso en la mejilla. Así fuimos pasando nuestra primera velada juntos, bajo la influencia del gran Ciclo de las Flores[13] , en una recién entrada primavera.
[12] Primera luna de la primavera y cuarta del año.
[13] Segunda luna de la primavera y quinta del año.
V - Ixhian
La casita del cruce de caminos
Como era de esperar, todo diera un vuelco el día en que se instalaron en el cruce de caminos, pues la vida comenzó a forjarse para el joven Ixhian, bajo el encantamiento y la erudición que le proporcionaban sus dos nuevos tutores. La cabaña era algo destartalada, aunque con espacio suficiente para vivir holgadamente los tres. Arón se llamaba, el elegante y distinguido señor que le condujera a caballo hasta su nuevo hogar. Acomodándose en una pequeña habitación junto a la puerta de entrada, mientras Latia y él, lo hicieron en la parte trasera de la casa. Quedando nuestro joven gratamente sorprendido y satisfecho, al comprobar que disponía de un habitáculo propio, al igual que en los tiempos de las cavernas; siendo bastante espacioso y disponiendo incluso de una mesa, varias estanterías y una luminosa ventana por la que entraba abundantemente la luz.
Pasó su primer año alejado de la Sidonia, y en apenas un abrir y cerrar de ojos se hizo hombre. Durante las mañanas de verano y cuando el buen tiempo lo permitía, se dedicaba al pastoreo, ya que el abuelo, como pasó a llamar familiarmente al elegante señor, le proporcionó un pequeño rebaño de cabras. En las largas tardes, pasaba la mayor parte del tiempo dedicado a la limpieza del establo, adecentando los caballos. Todo sucedía muy lánguidamente, pero intenso a su vez.
Al principio, y sobre todo a eso del atardecer, solía coincidir con el abuelo en el exterior. Se sentaban sobre un escalón adherido al tabique de la casa, en donde absortos y en silencio contemplaban la sinuosa y retorcida senda que llevaba hacia el interior del bosque. Ya más tarde, acababan la jornada junto al fuego, con el abuelo hablándole de la isla, de su geografía y naciones. Mientras Latia se mantenía hilvanando tejidos y atenta a cuanto este decía. Motivado por las palabras del abuelo, fantaseaba nuestro niño imaginando que algún día partiría lejos y recorrería los territorios del norte; donde según le contaba que habitaban la mayoría de las viejas razas de Erde[14] , que era uno de los nombres con los que se conocía la isla.
Todo se mantenía en un aletargado sosiego, hasta cierto día que tuvieron una visita inesperada, pues una gran dama de la lejana Casalún, se detuvo a pernoctar en la casa. Era una mujer voluminosa, ancha de caderas, no muy alta aunque con cierto aspecto de distinguida cortesana. Llamaba la atención el estampado de su vestido, haciendo juego con su enrevesado cabello pelirrojo. Sus mejillas sonrosadas y una amplia sonrisa le dividían su rostro de luna, en dos particiones perfectas. Llegaba acompañada de una agraciada damisela con el cabello rapado y una larga trenza oscura que le caía dividiéndole la espalda, pareciendo una princesa.
Hablaron mucho esa noche de cosas que él no entendía, y se enfadó cuando Latia le mandó retirarse temprano a su improvisado aposento, que no era otro más que el cobertizo. Madre Latia le acondicionó un lecho de paja y heno para esa noche, y ni que decir tiene, el tremendo disgusto que supuso dicha exclusión para el joven. Aunque debido a la cantidad de emociones recibidas no le duró mucho el enfado, ya que cayó rápidamente vencido por el sueño. Al levantarse a la mañana siguiente, comprobó con cierto desánimo que habían partido la dama y el abuelo, junto a la atractiva asistenta con cara de niña. ¡Le hubiese gustado tanto acompañarles! Latia le contó que marcharon muy temprano, con objeto de asistir y sanar a una dama enferma en Jissiel.
Latia era una mujer más bien reservada, y cuando le hablaba solía hacerlo preferentemente sobre las costumbres de Casalún y el Valle.