Cartas a Thyrsá. La isla. Ricardo Reina Martel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ricardo Reina Martel
Издательство: Bookwire
Серия: Libro
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417334307
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que perfilaba el brujo con pequeños cristales de luz rojiza.

      Al anochecer tocaba relatar historias, y entonces Dewa se sentaba junto al fuego y se transfiguraba. El niño Ixhian recordaba esos instantes con infinita dulzura y añoranza, percibiendo como la luz del fuego iluminaba la mitad del rostro de Dewa; provocando mil fantasías, y en donde la fealdad del brujo lo convertía en un ser asombroso. Tras finalizar el relato o «la historia de fe», les hacía arrodillar y mirar hacia arriba, en dirección a las estrellas…

      —Si se ilumina toda la plaza, se nos puede observar desde lo alto. No estamos tan solos como creéis, somos filamentos extendidos de un inmenso océano misterioso…

      El siguiente paso del loco de la Nanda consistió en enseñarlos a intimar con los «ojos de Espíritu» para así poder entender que existía otra realidad fuera de la Sidonia. Ocurrió entonces que el rostro de los niños comenzó a cambiar, ya que se fueron colmando de una nueva complacencia y frescura, resaltando matices de satisfacción y contento. Con Dewa, les llegó la esperanza.

      Latia, la llegada de la media Luna

      Luego sucedió el gran milagro que lo cambió todo, ya que antes de cumplir los diez años apareció ella. Cogiéndolos desprevenidos, pues los niños desconocían que pudiese existir un ser semejante sobre la faz de la tierra. Ella, sin duda era la encarnación de una diosa que personificaba la bondad y ternura.

      Se llamaba Latia y a partir de entonces, los niños nunca más carecieron de atenciones. Se duplicaron los alimentos y el cuidado hacia cada uno de ellos. La dama, junto a un numeroso séquito de aldeanas, remodeló la enfermería, la cocina y la atención directa hacia los más pequeños, separándolos de los mayores, haciendo que abandonasen las cavernas y agrupándolos en dos naves subterráneas, muy limpias y amplias. Mandó fabricar a los carpinteros y leñadores, una cama de madera para cada uno de ellos. Edificó una zona destinada para los baños y aseos, reformó el comedor y de una manera u otra, contuvo el ímpetu bárbaro y salvaje que imperaba entre los mayores; pues su presencia causaba tal respeto que ninguno de ellos se atrevía a contradecirle y ni tan siquiera replicarle. A Latia, jamás se le vio exteriorizar ningún tipo de severidad ni rudeza con los niños, más bien se podría decir todo lo contrario.

      Se contaban muchas cosas de ella, pero la más cierta de todas era que debiera ser una gran dama del lejano país de Casalún, por lo que su presencia representaba el misterio y la lejanía. Solía sentar al niño Ixhian en su regazo, mientras le alisaba el cabello y lo mimaba. Sin saber, cuándo ni cómo, la palabra madre irrumpió por primera vez en el alma del niño.

      —Mi madre debió ser como Latia —se decía, inocentemente el pequeño, cuando se acostaba y cerraba sus ojos vencidos por el sueño.

      Bajo su amparo y protección, al fin halló Ixhian un lugar entre los demás. Aunque sea justo el confesar, que no hubo manera de enmendar ni modificar su vicio, convertido en adicción, de escabullirse y ocultarse en busca de cierto aislamiento.

      Sucedió en un día a finales de verano, habían pasado más de cuatro años desde su salida de las cavernas, cuando volvió a toparse con el caballero elegante y con ojos de búho que le hallase y atendiese de pequeño. Llegaba por el sendero que se alejaba de los cerros amarillos, montando sobre un majestuoso caballo azabache.

      —Vaya, nos encontramos de nuevo ¡Qué caprichoso es el destino! ¿Hacia dónde se dirige el joven Ixhian?

      Y a partir de ese día tuvo un nombre, invitándole a compartir el caballo con él. Aterrorizado, nuestro niño negó dicha invitación e intentó escabullirse de vuelta hacia la Sidonia. Pero el caballero lo aupó por la cintura y con una fuerza desmedida, le hizo sentar sobre el caballo, colocándolo delante de él.

      Sin más opción más que dejarse llevar, quedó atrapado y sin posibilidad de intentar la huida. El caballero azuzó el caballo dirigiéndose velozmente hacia Astry, la aldea más cercana, mientras Ixhian cerraba los ojos, muerto de miedo, dejándose llevar por el trote del caballo, hasta percibir que este se detenía. Al abrirlos, descubrió hallarse en un paraje asombroso que nunca hubiese sido capaz de imaginar, pues allí no había tierra amarilla, ni chumberas; estos eran árboles de verdad, verticales, hermosos y complacientes. Todo colmado de un verde que dañaba la vista.

      Si estos eran los colores del mundo, ¿en dónde quedaban los colores de la Sidonia?— Pensó el muchacho.

      La imagen de una cabaña de madera al margen del camino y de un riachuelo que con infinita placidez estabilizaba el lugar, desmanteló inmediatamente sus defensas. Emocionado descubrió a Latia en pie, junto a la puerta de la cabaña saludándole con la mano. De un saltó bajó del caballo y buscó refugio entre sus brazos. Entonces, a partir de ese día, y a sus doce años de edad, nuestro niño ya no volvió a la Sidonia nunca más.

      [10] Comandador, cuerpo militar que gestiona y cuida de la isla y sus habitantes.

      [11] Vagamundo, linaje muy antiguo, cuyos integrantes sueles ser considerados unos brujos estrafalarios.

      IV – Thyrsá

      La rueda de la vida

      Pasadas varias semanas desde la partida de Celeste, volvió a visitarnos el señor de pelos desaliñados y de pequeña barba rugosa. Despertando una vez más, mi asombro y curiosidad, pues pensé que no volvería a verlo de nuevo. Se mantuvo amable y sumamente cariñoso conmigo; ofreciéndome un par de vestidos, regalo de la señora Ana, aquella simpática y corpulenta dama que acompañara al caballero, en su anterior y aciago encuentro.

      El primero de ellos era un conjunto compuesto por una camisa roja y una falda amarilla, el otro era mucho más elegante; nada más y nada menos que una especie de traje enterizo de color crema y cinturón bermejo, rematado en su escote por unos finos y delicados encajes. Nunca había tenido nada semejante, ni tan siquiera me había permitido el soñar con ello, y es que en realidad no sabía mucho de recibir regalos. Aunque padre, muy de vez en cuando, me obsequiaba con alguna flor silvestre del bosque y algún bote de miel o mermelada. Se interesó bastante el señor Arón, que era como se llamaba el hombre de las barbas, por el tipo de vida que llevaba en un lugar tan apartado y solitario. Tras la comida, hablaron mucho padre y él, hasta que aburrida de no entender un ápice de cuanto decían, decidí subir y recluirme en mi cuarto. Ya bien entrada la tarde, me pidió que lo acompañase hasta el manantial, donde suspiró emocionado al comprobar cómo sobre la tumba de la yaya, habían crecido unas diminutas florecillas azules, cubriéndola por completo.

      —Ella siempre pintaba su casa de azul, era su color favorito —le conté.

      —Para Asanga el universo entero era de ese color —con esas extrañas palabras concluyó el señor Arón la conversación.

      Me prometió volver pronto y ayudarme a arreglar el viejo horno que se encontraba tras la casa, quería enseñarme algunos secretos y elaborar conmigo bollos y pastelillos.

      Luego tras su marcha, pasaron los días como si no hubiese acontecido nada extraordinario, volviendo a la tediosa rutina en el bosque, los gansos y la tremenda soledad de las piedras y sus ruinas. Un día a la semana me