El reverendo Dr. Egerton Schlemil, deán de la catedral de Santa Inés, en la tejana San Antonio, afirmó (una vez en un sermón, otra en los folletos mimeografiados, algo diferentes los unos de los otros, que se distribuían para la misa, y siete veces en entrevistas) que el ascenso al poder de Buzz sería “como la lluvia revitalizadora y bendecida por el Cielo que cae sobre una tierra reseca y sedienta”. El Dr. Schlemil no dijo nada sobre lo que ocurría cuando la lluvia bendecida caía sin parar durante cuatro años.
Nadie, ni entre los corresponsales de Washington, parecía saber exactamente qué parte de la carrera del senador Windrip dependía de su secretario, Lee Sarason. Cuando Windrip se hizo con el poder por primera vez en su estado, Sarason era el director ejecutivo del periódico de más tirada en aquella zona del país. El origen de Sarason era un misterio y seguiría siéndolo.
Se decía que había nacido en Georgia, en Minnesota, en el lado este de Nueva York o en Siria; que era norteño puro, judío o hugonote de Charleston. Se sabía que había sido un teniente de ametralladoras especialmente temerario de joven, durante la Gran Guerra, y que se había quedado en Europa durante tres o cuatro años recorriendo el continente; que había trabajado en la edición parisina del Herald neoyorquino y coqueteado con la pintura y la magia negra en Florencia y Munich; que había estudiado varios meses de sociología en la Escuela de Economía de Londres y se había relacionado con gente bastante extraña en los restaurantes bohemios de la noche berlinesa. Al regresar a casa, Sarason se había convertido con decisión en un reportero duro de la tradición directa e informal; afirmaba que prefería el calificativo “prostituta”, a una palabra tan afeminada como “periodista”. Aun así, se sospechaba que conservaba la capacidad para leer.
Había sido socialista y anarquista en varias épocas de su vida. Incluso, en 1936, había ricos que afirmaban que era “demasiado radical”, aunque realmente había perdido su confianza en las masas (si es que la tuvo en algún momento) durante la época de voraz nacionalismo posterior a la guerra; hoy en día, creía únicamente en un control firme, ejercido por una pequeña oligarquía. Para eso estaba un Hitler, un Mussolini.
Sarason era desgarbado y flojo, con un cabello fino y rubísimo, así como labios gruesos en una cara huesuda. Sus ojos eran como chispas en el fondo de dos pozos oscuros. En sus largas manos poseía una fuerza incruenta. Solía sorprender a la gente a la que iba a dar la mano, doblándoles repentinamente los dedos hacia atrás, hasta que casi se los rompía. A la mayoría de la gente no le gustaba mucho. Como reportero era un experto del más alto nivel. Podía detectar rápidamente el asesinato de una esposa, los chanchullos de un político (siempre y cuando fuera uno de un partido al que se opusiera su diario) o la tortura de animales o niños. Le gustaba escribir este último tipo de historias a él mismo, en lugar de pasárselas a un reportero; cuando el público las leía podía visualizar el sótano mohoso, escuchar el látigo y sentir la sangre viscosa.
Comparar al pequeño Doremus Jessup de Fort Beulah con Lee Sarason como periodista equivaldría a enfrentar a un párroco rural con el pastor de un templo institucional neoyorquino de veinte plantas, con conexiones en el mundo de la radio y que gana veinte mil dólares al año.
El senador Windrip había nombrado oficialmente a Sarason como su secretario, pero se sabía que desempeñaba muchos más papeles: guardaespaldas, redactor de discursos, agente de prensa y asesor económico. Además, en Washington se convirtió en el hombre más consultado y odiado por los corresponsales de prensa que trabajaban en el edificio de oficinas del Senado.
En 1936, Windrip era un joven de cuarenta y ocho años; Sarason, un hombre avejentado de cuarenta y un años con las mejillas caídas.
Aunque probablemente se basó en notas dictadas por Windrip (y eso que no era ningún tonto en materia de ficción), sin duda Sarason había redactado el único libro de Windrip, la biblia de sus seguidores, una especie de biografía con un programa económico y numerosos alardes exhibicionistas, llamado La hora cero: sin moderación.
Se trataba de un libro mordaz con más sugerencias para cambiar el mundo que todas las novelas de H. G. Wells y los tres volúmenes de Karl Marx juntos.
Quizá el párrafo más familiar y citado de La hora cero, adorado por la prensa provincial gracias a su franca llaneza (y redactado por un iniciado en la sabiduría de los rosacrucianos llamado Sarason), fuera:
“Cuando era un mozalbete en los campos de maíz, nosotros, los chavales, solíamos sujetarnos los pantalones con una correa. Los llamábamos, ‘los tiradores de nuestras calzas’, pero nos las sujetaban y guardaban el pudor igual que si hubiéramos fingido tener un elegante acento inglés hablado de ‘tirantes y pantalones’. Así es cómo funciona el mundo de la llamada ‘economía científica’. Los marxistas creen que al escribir sobre los tiradores como tirantes consiguen dejar las ideas tradicionales de Washington, Jefferson y Alexander Hamilton para el arrastre. En general, creo fervientemente que debemos usar todos los descubrimientos económicos nuevos, como los que han surgido en los países llamados fascistas, como Italia, Alemania, Hungría, Polonia e incluso (¿por qué no?) Japón; probablemente, algún día tengamos que dar una paliza a esos hombrecitos amarillos, para evitar que nos despojen de nuestros derechos adquiridos y legítimos en China, ¡pero, no por ello vamos a dejar de apropiarnos de cualquier idea inteligente que se les haya ocurrido a esos pillines, que no tienen un pelo de tontos!
Quiero dar la cara y no solo admitir, sino proclamar con toda sinceridad, a voz en grito, que tenemos que cambiar mucho nuestro sistema, quizá incluso cambiar toda la Constitución (pero hacerlo legalmente y no mediante la violencia), para conseguir adaptarla de la época de los caballos y los senderos rurales al período actual de los automóviles y las autopistas de cemento. El poder ejecutivo tiene que tener carta blanca y estar dotado de la capacidad para moverse más rápido en caso de emergencia, en lugar de estar atado de pies y manos por una banda de estúpidos congresistas picapleitos, que tardan meses en llegar a algo en los debates. Sin embargo (y se trata de un pero tan grande como el silo del diácono Checkerboard en mi pueblo), estos nuevos cambios económicos constituyen solo el medio para alcanzar un Fin; y, ¡dicho Fin es y debe estar basado en los mismos principios de Libertad, Igualdad y Justicia que defendieron los padres fundadores de este gran país en 1776!”
Lo más confuso de la campaña de 1936 fue la relación que existía entre los dos partidos principales. Los republicanos de la vieja guardia se quejaban de que su orgulloso partido estaba mendigando el cargo con el sombrero en la mano; los demócratas veteranos protestaban porque sus carromatos tradicionales estaban atestados de profesores universitarios, sofisticados urbanitas y dueños de yates.
En términos de la veneración del público, el rival del senador Windrip era un titán político que no parecía interesado en el cargo: el reverendo Paul Peter Prang de Persépolis (Indiana), obispo de la iglesia metodista episcopal y un hombre quizá diez años mayor que Windrip. Su discurso radiofónico semanal, todos los sábados a las 14 horas, era el mismísimo oráculo divino para millones de personas. Esta voz de las ondas era tan sobrenatural que, para escucharla, los hombres retrasaban su partido de golf y las mujeres incluso aplazaban su partida de bridge de los sábados por la tarde.
El padre Charles Coughlin, de Detroit, fue quien ideó por primera vez el recurso de evitar cualquier tipo de censura en sus sermones políticos del monte, “comprando su propio tiempo en las ondas” pues, solo en el siglo XX podía la humanidad comprar tiempo como si comprara jabón o gasolina. En cuanto a las consecuencias que tuvo para la vida y el pensamiento americanos, esta invención fue casi igual a la idea pionera de Henry Ford, que consistió en vender coches baratos a millones de personas, en lugar de vender unos pocos como productos de lujo.
Sin embargo, comparado con el pionero padre Coughlin, el obispo Paul Peter Prang era como un Ford V-8 frente a un Modelo A.
Prang era más sentimental que Coughlin; gritaba más, se rompía más la cabeza, vilipendiaba a sus enemigos por su nombre (de forma bastante escandalosa)