La Sra. Jessup dijo con alegría: “¡Vaya, Dormouse! Ese obispo no es un fascista para nada; solo el típico radical rojo. Pero, ¿realmente significa algo este anuncio suyo?”
¡Bah!, reflexionó Doremus, había vivido con Emma durante treinta y cuatro años y no había querido asesinarla más de una o dos veces al año, lo cual estaba bastante bien. Contestó suavemente: “Bueno, no mucho. Excepto que en un par de años, bajo el pretexto de protegernos, la dictadura de Buzz Windrip reglamentará todo, desde el lugar donde podemos rezar hasta qué historias de detectives podemos leer.”
“¡No cabe duda! ¡A veces me dan ganas de hacerme comunista! Gracioso, ¿no? ¡Yo, con mis estúpidos antepasados holandeses del valle del río Hudson!”, se sorprendió Julian Falck.
“¡Qué buena idea! ¡Salir de la Guatemala de Windrip y Hitler para meterse en la Guatepeor del Daily Worker neoyorquino, Stalin y los autómatas! Y ese plan quinquenal: ¡supongo que me informarían de que el comisario político ha decidido que cada una de mis yeguas debe dar a luz a seis potros al año!”, gruñó Buck Titus mientras el Dr. Fowler Greenhill se burlaba:
“¡Anda ya, papá! ¡Y tú también, Julian, pequeño paranoico! ¡Estáis los dos obsesionados! ¿Dictadura? Será mejor que vengáis a mi consulta para examinaros la cabeza. ¡Pero si Estados Unidos es la única nación libre de la tierra! Además, este país es demasiado grande para una revolución. ¡No, no! ¡Eso no podría pasar aquí!”
Notas al pie
1 Hace referencia a las dos últimas líneas del poema “The old vicarage, Grantchester”, de Rupert Brooke (1887-1915), poeta ingles, conocido por sus crisis nerviosas, su romanticismo, su bisexualidad, relacionado con el grupo de Bloomsbury, murió en el Egeo, a causa de una picadura de mosquito, mientas se dirigía a la batalla de Gallipoli.
2 Literalmente, “los zalameros”, pedantes y atildados en el vestir. N.T.
Si supusiera la introducción de más pan de maíz, judías y patatas en la humilde cabaña del estadounidense medio, preferiría seguir a una anarquista con ojos de loca, como Em Goldman, que a un estadista de veinticuatro quilates, ex-ministro, licenciado universitario y solo interesado en producir más limusinas. Podéis llamarme socialista o cualquier otra cosa que queráis, siempre y cuando agarréis el otro extremo de la sierra y me ayudéis a cortar en pedazos los grandes troncos de la pobreza y la intolerancia.
La hora cero, Berzelius Windrip.
SU FAMILIA (al menos su esposa, la Sra. Candy, Sissy, Mary y la Sra. Fowler Greenhill) creía que Doremus tenía una salud débil; que cualquier resfriado podía convertirse rápidamente en una pulmonía; y que debía llevar sus botas de goma, comerse las gachas, fumar menos cigarrillos y nunca “pasarse”. Él protestaba con furia; sabía que, aunque se cansaba mucho después de una crisis en la redacción, tras una noche de sueño reparador, se convertía de nuevo en un pequeño generador y podía sacar copias más rápido que su reportero joven más dinámico.
Les ocultaba sus caprichos como haría cualquier niño con los adultos; mentía sin escrúpulos sobre cuántos cigarrillos había fumado; tenía escondida una petaca de whisky americano de la que solía tomar un trago, solo uno, antes de irse a la cama de puntillas; y cuando prometía que se iría a dormir pronto, apagaba la luz hasta que estaba seguro de que Emma dormía profundamente, luego la encendía y leía feliz hasta las dos de la madrugada, acurrucado bajo sus adoradas mantas tejidas a mano en un telar del monte Terror y sacudiendo las piernas, como un setter que sueña, cuando el jefe de inspectores del Departamento de Investigación Criminal entraba, solo y desarmado, a la guarida de los falsificadores. Aproximadamente una vez al mes bajaba a hurtadillas a la cocina a las tres de la madrugada, se preparaba un café y limpiaba todo para que Emma y la Sra. Candy no se dieran cuenta... ¡Y pensaba que nunca se enteraban!
Estos pequeños engaños significaban para él una satisfacción pura en una vida dedicada al servicio público, a intentar que Shad Ledue recortara los parterres y a escribir febrilmente editoriales que lograban agitar al 3% de sus lectores desde el desayuno hasta el mediodía, aunque a las seis de la tarde ya los habían olvidado para siempre.
A veces, cuando Emma iba a holgazanear junto a él en la cama, algún domingo por la mañana, colocando su cómodo brazo alrededor de sus delgados omóplatos, se angustiaba al darse cuenta de que él estaba envejeciendo y debilitándose cada vez más. Sus hombros, pensaba ella, eran tan conmovedores como los de un bebé anémico... Esa tristeza en su interior, Doremus nunca la imaginó siquiera.
Doremus nunca se irritaba (excepto, quizá, entre la hora de despertar y la primera taza de café que le salvaba la vida), ni siquiera antes del cierre de la edición del periódico, ni cuando Shad Ledue se fumaba dos horas y le cobraba dos dólares para que le afilaran el cortacésped, en lugar de hacerlo él mismo, ni cuando Sissy y su pandilla tocaban el piano, abajo, hasta las dos de la mañana, en las noches que no quería quedarse despierto.
Emma era lista y se alegraba cuando su marido estaba irascible antes del desayuno. Eso significaba que estaba lleno de energía y tenía multitud de ideas buenas saltando en su cabeza.
Emma estuvo inquieta después de que el obispo Prang coronara al senador Windrip, mientras el verano renqueaba nerviosamente hacia la fecha de las convenciones políticas nacionales. La razón era que Doremus estaba callado antes del desayuno y tenía los ojos llenos de legañas, como si estuviera preocupado y hubiera dormido mal. Nunca estaba de mal humor. Ella echaba de menos sus quejas roncas: “¿Cuándo va a traer el café esa maldita Sra. Candy? ¡Supongo que estará allí tan tranquila leyendo su Biblia! ¿Y tendrías la amabilidad de explicarme, querida esposa, por qué Sissy nunca se levanta para el desayuno, incluso después de las noches excepcionales en que se va a la cama antes de la una de la madrugada? ¡Y mira el sendero! Está cubierto de flores muertas. Ese cerdo de Shad no lo ha barrido en una semana. ¡Te juro que le voy a despedir ya! ¡Esta misma mañana!”
Emma se hubiera alegrado de escuchar estos gruñidos familiares y hubiera respondido chasqueando la lengua: “¡Dios mío! ¡Es terrible! ¡Voy a decirle a la Sra. Candy que se dé prisa con el café!”
Sin embargo, él se sentaba allí, callado y pálido, y abría su Daily Informer como si tuviera miedo de ver qué noticias habían llegado desde que salió de la redacción a las diez.
Cuando Doremus había defendido el reconocimiento de Rusia en la década de 1920, Fort Beulah se había inquietado ante la posibilidad de que se estuviera convirtiendo en un comunista acérrimo.
Él, que se conocía a sí mismo de un modo anormal, sabía que, lejos de ser un radical de izquierdas, era, como mucho, un liberal moderado, algo indolente y bastante sentimental, al que no le gustaba la pomposidad, el humor pesado de los personajes públicos ni el ansia de fama que movía a los predicadores populares, los educadores elocuentes, los directores teatrales aficionados, las señoras ricas reformistas, las señoras ricas deportistas y casi a cualquier tipo de señora rica a entrar pavoneándose en los despachos de los directores de los periódicos, con fotografías bajo el brazo y una sonrisa tonta de falsa humildad en el rostro. Pero no es que le disgustara, sino que simplemente sentía un odio profundo hacia toda aquella crueldad e intolerancia, todo aquel desprecio que mostraban los afortunados hacia los desgraciados.
Había alarmado a todos sus colegas directores de periódicos del norte de Nueva Inglaterra al reivindicar la inocencia de Tom Mooney, cuestionar la culpabilidad de Sacco y Vanzetti, condenar la invasión estadounidense de Haití y Nicaragua, abogar por un aumento del impuesto sobre la renta, escribir en la campaña de 1932 un artículo favorable al candidato socialista Norman Thomas (para luego, todo hay que decirlo, votar a Franklin Roosevelt) y armar un pequeño lío local y poco eficaz con el asunto de la servidumbre de los aparceros del sur y los recolectores de fruta de California. Incluso, llegó