Se sonrojó ligeramente y Edward, aunque estaba un poco desilusionado, la miró con un anhelo singular, como si fuera un erudito confrontado con un jeroglífico dudoso, el cual podía ser maravilloso por completo o de lo más común y corriente. En la casa de al lado los niños jugaban en el jardín, estridentes, riendo, gritando, peleando, corriendo de un lado a otro. De pronto, una voz nítida, agradable, se oyó desde una ventana de arriba.
—¡Enid! ¡Charles! ¡Suban a mi cuarto cuanto antes!
Se hizo un silencio instantáneo y repentino. Las voces de los niños se apagaron.
—La señora Parker supuestamente tiene a sus niños en orden —dijo Mary—. Alice me estaba contado el otro día. Estuvo hablando con la sirvienta de la señora Parker. La escuché sin hacer ningún comentario, pues no me parece que esté bien alentar el chismorreo de la servidumbre; siempre exageran todo. Y apuesto a que los niños a menudo necesitan ser corregidos.
Los niños se habían quedado en silencio como si un terror pavoroso se hubiera apoderado de ellos.
A Darnell le pareció oír una especie de grito extraño proveniente del interior de la casa, pero no podía estar seguro. Se volvió hacia el otro lado, donde un hombre mayor, común y corriente, de bigote gris, caminaba de ida y vuelta del lado más apartado de su jardín. Le llamó la atención a Darnell y la señora Darnell volteaba hacia allá en el mismo momento, y el señor saludó, muy cortés, levantando su gorra de tweed. Darnell se sorprendió al ver que su esposa se sonrojaba con intensidad.
—Sayce y yo a menudo tomamos el mismo autobús para ir a la Ciudad —dijo él—, y da la casualidad de que últimamente nos hemos sentado juntos dos o tres veces. Creo que es agente de una compañía que vende cuero en Bermondsey. Me pareció un hombre agradable. ¿No son ellos los que tienen una sirvienta bastante guapa?
—Alice me ha platicado de ella… y de los Sayce —dijo la señora Darnell—. Según entiendo, no los ven con muy buenos ojos en el barrio. Pero tengo que entrar a ver si ya está el té. Alice querrá irse cuanto antes.
Darnell siguió con la mirada a su esposa mientras se alejaba caminando con rapidez. Apenas alcanzaba a entender, aunque podía ver el encanto de su figura, el deleite de los rizos castaños agolpados alrededor de su cuello, y otra vez tuvo la sensación del erudito confrontado con el jeroglífico. No habría podido expresar sus emociones, pero se preguntaba si algún día encontraría la llave, y algo le dijo que antes de que ella pudiera hablarle los labios de él debían dejar de estar cerrados. Ella había entrado a la casa por la puerta trasera de la cocina, dejándola abierta, y la oyó decirle a la muchacha algo del agua “de veras hirviendo”. Estaba asombrado, casi indignado consigo mismo, pero el sonido de las palabras llegaba hasta sus oídos como una música extraña y conmovedora, tonos de otra esfera, maravillosa. Y sin embargo él era su marido y llevaban casi un año de casados, si bien cuando ella hablaba él tenía que escuchar atento para hacerse una idea de lo que le estaba diciendo, conteniéndose, para no pensar que ella era una criatura mágica, conocedora de los secretos de un deleite inconmensurable.
Miró por entre las hojas del árbol de moras. El señor Sayce había desaparecido, aunque veía el humo azulado de su puro flotar a través del aire lleno de sombras. Se preguntaba por el gesto de su esposa cuando se mencionó el nombre de Sayce, intrigado sobre qué podría andar mal en la casa de un personaje tan respetable, cuando su esposa apareció en la ventana del comedor y lo llamó a tomar el té. Ella sonrió cuando él alzó la vista y él se levantó deprisa y entró, preguntándose si no andaría un poco “raro”; tan extrañas eran las tenues emociones y los aún más tenues impulsos que surgían en su interior.
Alice era toda morado brillante y fuerte aroma cuando trajo la tetera y la jarra de agua caliente. Al parecer una visita a la cocina había inspirado a la señora Darnell, a su vez, con un nuevo plan para disponer de las famosas diez libras. La estufa siempre había sido un problema para ella, y cuando a veces entraba en la cocina y encontraba, como ella decía, el fuego “rugiendo y a media chimenea”, resultaba vano reprender a la criada por su extravagante desperdicio de carbón. Alice era la primera en reconocer que era absurdo hacer un fuego tan enorme sólo para cocer —ellas decían “rostizar”— un poco de res o carnero y para hervir las papas y la col, si bien logró mostrarle a la señora Darnell que la culpa era del mecanismo defectuoso de la estufa, con un horno que “no calentaba”. Era casi el mismo problema hasta para hacer una chuleta o un filete: el calor parecía escaparse por la chimenea o hacia la cocina, y Mary había hablado varias veces con su marido sobre el apabullante desperdicio de carbón, y el carbón más barato que podía conseguirse nunca bajaba de dieciocho chelines por montón. El señor Darnell le había escrito al casero, un constructor, que había respondido en un comunicado iletrado pero ofensivo, reiterando la excelencia de la estufa y atribuyendo las fallas a “su apreciable señora”, lo cual en realidad implicaba que los Darnell no tenían servidumbre y la señora Darnell hacía todo. Por lo tanto, la estufa se quedó, y seguía siendo una molestia y un gasto. Cada mañana, decía Alice, pasaba enormes dificultades para encender el fuego, y una vez encendido “parecía que se escapaba por la chimenea”. Hacía unas cuantas noches la señora Darnell había hablado con su marido del tema con seriedad; le había pedido a Alice que pesara el carbón usado para hacer un pastel de carne, el platillo para esa noche, deduciendo lo que quedara en el bote después de que el pastel estuviera listo, y al parecer la maldita cosa había consumido casi el doble de combustible que la cantidad normal.
—¿Recuerdas lo que te dije la otra noche sobre la estufa?—preguntó la señora Darnell, mientras servía el té y les echaba agua a las hojas.
Le pareció que ésa era una buena introducción pues, a pesar de que su marido era un hombre de lo más afable, suponía que quizá estaba un poco herido porque ella no había apoyado su plan de amueblar el cuarto.
—¿La estufa? —dijo Darnell, que hizo una pausa para servirse mermelada y pensarlo un momento—. No, no me acuerdo. ¿Qué noche fue?
—El martes. ¿No te acuerdas? Tuviste “horas extra” y llegaste a casa bastante tarde.
Ella se detuvo un momento, un poco sonrojada, y luego empezó a recapitular las fechorías de la estufa y el dispendio escandaloso de carbón para la preparación del pastel de carne.
—Ah, ya lo recuerdo. Ésa fue la noche que me pareció oír al ruiseñor (la gente dice que hay ruiseñores en Bedford Park), y el cielo era de un maravilloso azul profundo.
Recordó cómo había caminado desde la estación de la calle Uxbridge, donde el autobús verde paraba, y a pesar de los hornos humeantes debajo de Acton un delicado aroma de bosques y campos veraniegos flotaba misteriosamente en el aire, y le había parecido oler rosas rojas silvestres colgando del seto. Al llegar a su reja había visto a su esposa parada en la puerta, con una lámpara en la mano, y él la había abrazado con ímpetu cuando ella lo recibía y le susurró algo al oído, besando su fragante cabello. Se había sentido bastante avergonzado unos momentos después y temía haberla asustado con sus tonterías; ella parecía temblorosa y confundida. Y luego ella le había contado cómo habían pesado el carbón.
—Sí, ya lo recuerdo —dijo él—. Qué fastidio, ¿verdad? Odio tirar el dinero de esa manera.
—Bueno, ¿qué piensas? ¿Qué tal si compramos una muy buena estufa con el dinero de la tía? Nos ahorraría mucho y me imagino que las cosas sabrían mucho mejor.
Darnell le pasó la mermelada y dijo que la idea era brillante.
—Es mucho mejor que mi idea, Mary —dijo con franqueza—. Qué bueno que se te ocurrió, pero hay que hablarlo bien; no es bueno comprar a las carreras. Hay tantas marcas.
Cada uno había visto estufas que parecían inventos milagrosos; él por los rumbos de la Ciudad; ella en las calles Oxford y Regent, cuando iba al dentista. Abordaron el tema a la hora del té y después lo siguieron discutiendo mientras caminaban dando vueltas y vueltas alrededor del jardín,