—El otro día estaba en la calle Fleet —respondió Edward— y vi las estufas de patente Bliss. Queman menos combustible que cualquiera del mercado. Eso afirman los fabricantes.
La abrazó de la cintura con suavidad. Ella no lo rechazó y murmuró en voz muy queda:
—Creo que la señora Parker está en su ventana —y él retiró su brazo con lentitud.
—Ya hablaremos del tema —dijo él—. No hay prisa. Yo puedo ir a ver algunos lugares cerca de la Ciudad y tú puedes hacer lo mismo en las calles Oxford y Regent, y en Piccadilly. Luego podemos comparar notas.
Mary estaba feliz por el buen carácter de su esposo. Era tan lindo de su parte no encontrarle fallas a su plan. “Es tan bueno conmigo”, pensó, y eso era lo que a menudo le decía a su hermano, que no le tenía mayor simpatía a Darnell. Se sentaron en el lugar bajo el moral, muy juntos, y ella dejó que Darnell le tomara la mano, y cuando sintió sus dedos tímidos, titubeantes, tocarla en las sombras, los apretó con mucha suavidad, y mientras él le acariciaba la mano ella sentía su aliento sobre su cuello y oyó su apasionado y titubeante susurro —“Mi amor, mi amor”— cuando sus labios le tocaron la mejilla. Ella tembló un poco y esperó. Darnell la besó con delicadeza en la mejilla y retiró su mano, y cuando habló estaba casi sin aliento:
—Será mejor que entremos —dijo—. Hay una humedad muy fuerte y te puedes resfriar.
Un vendaval cálido y fragante les llegó de más allá de los muros. Él anhelaba pedirle que se quedara afuera con él toda la noche debajo del árbol para poder susurrarse cosas y que el aroma de su cabellera lo embriagara y sentir su vestido rozándole los tobillos. Pero no podía encontrar las palabras, y era absurdo, y ella era tan buena que haría cualquier cosa que él le pidiera, por ridícula que fuera, sólo porque él se la pedía. No era digno de besar sus labios; se agachó y besó su corpiño de seda y otra vez la sintió temblar, y se avergonzó, temiendo haberla asustado.
Entraron a la casa con tranquilidad, hombro con hombro, y Darnell encendió la lámpara de gas en la sala, donde siempre se sentaban los domingos en la noche. La señora Darnell se sentía un poco cansada y se acostó en el sofá, y Darnell se acomodó en el sillón de enfrente. Estuvieron un rato en silencio y luego Darnell dijo de repente:
—¿Qué pasa con los Sayce? Me pareció que piensas que hay algo un poco extraño con ellos. Su sirvienta se ve bastante tranquila.
—Ay, no sé si una debería hacerles caso a los chismes de la servidumbre. No siempre son muy ciertos.
—Alice fue la que te dijo, ¿verdad?
—Sí. El otro día me estuvo contando, una tarde en que yo estaba en la cocina.
—Pero ¿qué era?
—Ay, preferiría no decírtelo, Edward. No es agradable. Y regañé a Alice por venir a repetirlo conmigo.
Darnell se levantó y se acomodó en una sillita frágil cerca del sofá.
—Cuéntame —insistió, con una extraña perversidad.
En realidad no le interesaba saber sobre la casa de al lado, pero recordaba cómo se habían sonrojado las mejillas de su esposa en la tarde y ahora la estaba mirando a los ojos.
—Ay, de verdad que no podría decírtelo, querido. Me daría vergüenza.
—Pero eres mi esposa.
—Sí, y eso no cambia nada. A una mujer no le gusta hablar de esas cosas.
Darnell inclinó la cabeza. Su corazón latía deprisa; puso su oreja junto a la boca de ella y dijo:
—Susurra.
Mary le bajó la cabeza aún más con su mano suave y sus mejillas se encendieron mientras susurraba:
—Alice dice que… arriba… sólo tienen… un cuarto amueblado. La sirvienta… se lo contó.
Con un gesto inconsciente, ella pegó a su pecho la cabeza de él, que a su vez doblaba los rojos labios de ella contra los suyos, cuando un violento tintineo resonó por la casa silenciosa. Se enderezaron y la señora Darnell se apresuró hacia la puerta.
—Es Alice —dijo—. Siempre llega a tiempo. Acaban de sonar las diez.
Darnell se estremeció a causa de la molestia. Sus propios labios, él lo sabía, por poco se habían abierto. El bonito pañuelo de Mary, delicadamente perfumado con una anforita que le había regalado una amiga de la escuela, estaba tirado en el piso, y él lo recogió, lo besó y luego lo escondió.
El asunto de la estufa los tuvo ocupados todo junio y hasta muy entrado julio. La señora Darnell aprovechaba cualquier oportunidad para ir al West End a investigar la capacidad de los últimos modelos, revisando con seriedad las últimas mejorías y oyendo lo que tenían que decir los vendedores, mientras que Darnell, como dijo, se puso a “echar ojo” en la Ciudad. Acumularon bastante literatura sobre el tema, salían con folletos ilustrados y en las noches se divertían mirando los dibujos. Vieron con reverencia e interés las ilustraciones de grandes estufas para hoteles e instituciones públicas; poderosos aparatos equipados con una serie de hornos para distintos usos, con un dispositivo maravilloso para asar, y una batería de accesorios que parecían investir al cocinero casi con la dignidad de un ingeniero en jefe. Sin embargo, cuando en alguna de las listas encontraban las imágenes de las estufitas “rústicas” de cuatro libras, y hasta de tres libras con diez, las desdeñaban, confiados del artículo de ocho o diez libras que pensaban comprar… en cuanto los méritos de las diversas patentes se hubieran discutido hasta el cansancio.
La Cuervo fue por mucho tiempo la favorita de Mary. Prometía la máxima economía con la mayor eficiencia y muchas veces estuvieron a punto de hacer el pedido. No obstante, la Resplandor parecía igual de seductora y sólo costaba ocho libras con cinco chelines, comparada con las nueve libras con siete chelines y seis centavos, y aunque la Cuervo era proveedora de la cocina real, la Resplandor contaba con más testimonios fervientes de potentados continentales.
Parecía un debate sin fin y continuó día tras día hasta esa mañana, cuando Darnell despertó del sueño de un bosque antiguo, de las fuentes elevándose en veladura gris bajo el calor del sol. Mientras se vestía, le vino una idea y la presentó con gran impacto en su apurado desayuno, preocupado por el autobús para la Ciudad que pasaba por la esquina de su calle a las 9:15.
—Tengo una mejoría a tu plan, Mary —dijo, triunfal—. Mira esto —lanzó un cuadernillo a la mesa y rio—. Es mucho mejor que tu idea. Después de todo, el gran gasto es el carbón. No es la estufa… por lo menos no es lo más grave. El carbón es lo que sale caro. Pero ve esto. Mira estas estufas de aceite. No queman carbón, sino el combustible más barato del mundo: aceite; y por dos libras con diez puedes conseguir una estufa que haga todo lo que quieras.
—Dame el folleto —dijo Mary—, y lo hablamos en la noche, cuando regreses. ¿Ya tienes que irte?
Darnell lanzó una mirada ansiosa al reloj.
—Adiós —se besaron de modo serio y cumplido, y los ojos de Mary le recordaron a Darnell aquellos solitarios estanques, ocultos en la sombra de un bosque antiguo.
Así, día tras día, vivía en el mundo gris y fantasmal, parecido a la muerte, que de alguna manera, con la mayoría de nosotros, ha logrado su cometido de hacerse llamar “vida”. Para Darnell la auténtica vida habría parecido una locura y cuando, en forma ocasional, las sombras y vagas imágenes reflejadas de su esplendor caían en su camino, le daba miedo y se refugiaba en lo que habría llamado la “realidad” cuerda de los incidentes e intereses comunes y corrientes. Lo absurdo de su caso era, quizá, tanto más evidente en la medida que para él la “realidad” era una cuestión de estufas de cocina, de ahorrar unos chelines. Sin embargo, en verdad el sinsentido habría sido mayor si se hubiera