La casa de las almas. Arthur Machen. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arthur Machen
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079889920
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ver —dijo Darnell, distraído—. Ah, sí, claro… me quedé el día entero sentado bajo el árbol de moras, y ahí servimos las comidas: fue todo un día de campo. Las orugas fueron una molestia, pero disfruté mucho de esa ocasión —sus oídos estaban encantados, arrebatados por la grave y celestial melodía, como de canción antigua, o más bien del primer mundo recién creado donde toda habla era canto y toda palabra, un sacramento de poderío que le hablaba no a la mente, sino al corazón. Volvió a reclinarse en su silla y preguntó:

      —Bueno, ¿y qué les pasó?

      —Querido, ¿pues creerás que la despreciable vieja se portó peor que nunca? Se vieron, como habían acordado, en el puente de Kew, y se desplazaron, con enorme dificultad, en uno de esos carros que llaman charabanes, y Alice pensó que se iba a divertir muchísimo. Nada de eso. Apenas se habían dado los “buenos días” cuando la vieja señora Murry empezó a hablar de los Jardines de Kew y lo bonitos que debían ser, y que era mucho más práctico que ir hasta Hampton sin necesidad de gastar nada, sólo la molestia de cruzar el puente caminando. Después siguió diciendo, mientras esperaban el charabán, que siempre había oído decir que no había nada que ver en Hampton más que un montón de cuadros indecentes y mugrientos, y algunos que no eran aptos para ninguna mujer decente, mucho menos para una joven, y se preguntaba por qué la reina permitía que se exhibieran semejantes cosas, que llenaban de toda clase de ideas las cabezas ya de por sí ligeras de las muchachas. Y al decir esto la vieja odiosa miró tan feo a Alice que, como me contó después, le habría dado una bofetada si no hubiera sido una mujer mayor y la mamá de George. Luego se puso a hablar otra vez de Kew, diciendo lo maravillosos que eran los invernaderos, con palmeras y toda clase de maravillas, y una azucena del tamaño de una mesa de centro y la vista hacia el otro lado del río. George se portó muy bien, me contó Alice. Al principio estaba desconcertado, pues la anciana le había prometido fielmente que sería lo más linda del mundo, pero luego le dijo, amable pero firme: “Bueno, madre, pues habrá que ir a Kew otro día, porque a Alice le hace ilusión ir a Hampton el día de hoy, ¡y yo también lo quiero ver!”. Lo único que hizo la señora Murry fue resoplar y mirar a la muchacha con expresión avinagrada, y justo en eso llegó el charabán y tuvieron que subirse y encontrar lugar. La señora Murry se fue mascullando todo el camino hasta Hampton Court. Alice no podía entender muy bien lo que decía, aunque de pronto le parecía escuchar fragmentos de frases como: “Triste hacerse vieja con hijos sinvergüenzas” y “Honrarás a tu padre y a tu madre” y “Quédate en la repisa, le dijo la señora al zapato viejo y el hijo malvado a su madre” y “Yo te di leche y tú me das la espalda”. Alice pensó que debían de ser refranes (excepto el mandamiento, por supuesto), pues George siempre le había contado lo anticuada que es su mamá, pero dice que eran tantos, y todos dirigidos contra ella y George, que ahora piensa que la señora Murry de seguro los inventó mientras iban en el carro. Dice que sería típico de ella, por anticuada y también por mala gente, y más habladora que un carnicero el sábado en la noche. Bueno, pues al fin llegaron a Hampton y Alice pensó que tal vez el lugar le agradaría a la mujer y lo disfrutarían un poco. Sin embargo, se la pasó refunfuñando en voz alta, y la gente los volteaba a ver y una mujer dijo, para que la oyeran: “Pues bueno, ellos también serán viejos algún día”, y Alice se enojó mucho porque, como me dijo, ellos no estaban haciendo nada. Cuando le mostraron la avenida de castaños en el parque Bushey, dijo que era tan larga y recta que le resultaba muy aburrido verla y que le parecía que los venados (y ya sabes lo bonitos que son, en realidad) se veían flacos y deprimidos, como si les faltara que les dieran suficiente bazofia con mucho grano. Dijo que sabía que no estaban contentos por la expresión de sus ojos, lo cual parecía indicar que los cuidadores les pegaban. Fue igual con todo: dijo que recordaba mercados de plantas en Hammersmith y Gunnersbury que tenían una mejor selección de flores, y cuando la llevaron al lugar donde pasa el agua, debajo de los árboles, estalló diciendo que era muy duro que la hicieran caminar tanto para enseñarle un canal común y corriente, sin siquiera una barca para alegrarlo un poco. Así siguió todo el día, y Alice me contó que dio gracias cuando llegó a la casa y se libró de ella. ¿No te parece espantoso para la chica?

      —Debe de haberlo sido, en verdad. Pero ¿qué ocurrió el domingo pasado?

      —Eso fue lo más extraordinario de todo. Hoy en la mañana noté que Alice andaba muy rara; se tardó más de lo normal en lavar las cosas del desayuno y me contestó muy feo cuando le hablé para preguntarle cuándo estaría lista para ayudarme a lavar, y al entrar en la cocina para revisar algo, noté que estaba haciendo su trabajo un tanto malhumorada. Así que le pregunté qué le pasaba y ahí salió todo. Apenas podía creer lo que oía cuando masculló algo de que la señora Murry pensaba que le podía ir mucho mejor, pero le hice una pregunta tras otra hasta sacarle todo. Sólo demuestra lo tontas y cabezas huecas que son estas muchachas. Le dije que es como una veleta. Si lo puedes creer, la vieja horrenda se portó como una persona distinta cuando Alice fue a verla la otra noche. Por qué, no logro entenderlo, aunque así fue. Le dijo a la muchacha que es muy bonita; que tiene muy buena figura; que camina muy bien y que ha conocido a muchas muchachas ni la mitad de listas y bonitas que ella que ganan veinticinco libras al año y con buenas familias. Al parecer entró en toda clase de detalles e hizo complicados cálculos de lo que podría ahorrar “con gente decente, que no anda jorobando y pichicateando, y que en la casa no guarda todo bajo llave”, y luego empezó a decirle un montón de tonterías hipócritas sobre cuánto aprecia ella a Alice, y que ya puede irse a la tumba en paz, sabiendo lo feliz que será su querido George con una esposa tan buena, y que si ahorra con un buen sueldo eso la ayudará a poner una casita, y terminó diciendo: “Y si sigues los consejos de una anciana, cariñito, en poco tiempo escucharás las campanas nupciales”.

      —Ya veo —dijo Darnell—. Y el resultado de todo esto, supongo, es que ahora la muchacha está muy a disgusto.

      —Sí, es tan joven y tonta. Hablé con ella y le recordé lo desagradable que había sido la vieja señora Murry y le dije que podía cambiar de lugar, aunque podría ser un cambio para mal. Creo que en todo caso la convencí de pensarlo con calma. ¿Sabes qué es, Edward? Tengo una idea. Me parece que la malvada mujer trata de hacer que Alice nos deje para poder decirle a su hijo que es una inconstante, y supongo que entonces inventaría alguno de sus estúpidos refranes: “Esposa inconstante, vida penante”, o alguna tontería por el estilo. ¡Vieja horrenda!

      —Vaya, vaya —dijo Darnell—, espero que no se vaya, por ti. Sería una gran molestia que tengas que buscar otra sirvienta.

      Volvió a llenar su pipa y fumó con placidez, un tanto refrescado después del vacío y la carga del día. El ventanal francés estaba bien abierto y ahora por fin entraba un soplo de aire más enérgico que la noche había destilado de los pocos árboles aún vestidos de verde en ese árido valle. El canto que Darnell había escuchado embelesado, y ahora la brisa, que aun en ese suburbio seco y sombrío seguía trayendo noticia del bosque, habían convocado la ensoñación a sus ojos y meditaba acerca de cuestiones que sus labios no podían expresar.

      —Sin duda debe ser una anciana malévola —dijo después de un tiempo.

      —¿La vieja señora Murry? Por supuesto que sí, ¡es una vieja malvada! Tratando de sacar a la muchacha de un lugar cómodo, donde está feliz.

      —Sí, ¡y que no le guste Hampton Court! Eso demuestra lo mala que debe ser, más que ninguna otra cosa.

      —Es hermoso, ¿verdad?

      —Jamás olvidaré la primera vez que lo vi. Fue poco después de que empecé en la Ciudad, el primer año. Tenía mis vacaciones en julio, y estaba recibiendo un salario tan pequeño que era impensable ir a la costa ni nada por el estilo. Recuerdo que uno de los otros empleados quería que lo acompañara a un tour de caminatas por Kent. Eso me hubiera gustado, pero el dinero no lo permitía. ¿Y sabes qué hice? En ese entonces vivía en la calle Great College, y el primer día de vacaciones me quedé en la cama hasta después de la hora de la comida y me pasé la tarde holgazaneando en un sillón con una pipa. Había conseguido un tipo de tabaco nuevo, de un chelín con cuatro el paquete de dos onzas, mucho más caro de lo que podía permitirme fumar, y lo estaba disfrutando inmensamente. Hacía un calor espantoso, y cuando cerré la ventana y bajé la persiana