Estaba amaneciendo en La Habana. Las luces del alba que parecen venir más del horizonte a esa hora que del cielo, se extendían por una ciudad donde pocos transeúntes vagaban y algún que otro ciclista, siempre con algo voluminoso, envuelto en sogas, nylon o sacos de yute, atado a la parte trasera de sus bicicletas chinas, pedaleaba con dificultad a pesar del todavía reciente comienzo del día.
Es verdad que respiré con alivio, lo consiento, cuando bajándome del camión reconocí la esquina, a esa hora desierta, de la calle donde había pasado tantos años de mi vida antes de irme a vivir bajo el agua.
No sé qué tiempo había pasado ni quisiera saberlo. Tuve que tirar con fuerza e insistir un buen rato para romper la cadena de plata y sacar las llaves, bastante oxidadas, que había atado a mi pie derecho, antes de entrar a mi casa.
Todo parecía haberse conservado intacto desde el anochecer de mi partida. Las capas de polvo y alguna que otra tela de araña, así como la oscuridad al fin mitigada al encender la luz y, sobre todo, al abrir el ventanal que daba a la cercana costa, no me impidieron reconocer el antiguo orden impuesto por la presencia de mi sillón, el sofá raído, los libros dispersos que sobrevivieron a las ventas por sus irrelevantes valores. Esta paz congelada al parecer por la ausencia total de visitantes se vería perturbada al abrir la puerta del único cuarto de mi casa.
Extendido, diríamos que acostado a todo lo largo de mi ancha cama, estaba Delfín. Por un tiempo que supongo de varios minutos, no me moví y hasta en mi perplejidad imaginé que él no quería tampoco moverse. Como el primer día en que nos conocimos, me dije, allá, bajo el agua.
Me quedé un rato esperando en vano las respuestas a mi mirada fija en sus ojos abiertos. Conté los orificios y hasta toqué su piel aún grasosa y ahora extrañamente fría en ese habanero verano de julio. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, era el número de huecos, de toda evidencia, provocados por balas, que se extendían por su cuerpo inerte.
Abrí la ventana del cuarto que se iluminó un poco más con el sol del final de la mañana. La luz que daba de frente en este lado de la casa me obligó a cerrar mis pupilas encandiladas.
Salí del cuarto. Antes de ir a la sala empujé la puerta del baño, comprobé que había agua, puse el tapón a la bañadera que me pareció haber acentuado el desgaste del remoto color marfil de su mármol, y dejé que el agua comenzara a llenarla. En la cocina, después de enjuagar un jarro, puse a hervir agua.
El ruido intermitente del gorjeo del chorro, que por su debilidad insinuaba extenso el tiempo de espera para llenar la bañadera, siguieron a los de mis pasos cuando volví a la sala.
Levanté la sábana azul con la que había cubierto mi sillón antes de irme, y me senté a balancearme mirando a través del ventanal hacia el horizonte como antes, cuando leía y soñaba día tras día con irme a mirar de cerca a los peces bajo el agua.
Las dos copas de nerval
Hubo un rey en Thule,
Quien fue fiel hasta la tumba
A quien su amante, muriendo,
Una copa de oro entregó
(Der Köning un Thule,)
Goethe, Fausto, Parte 2 (2759-2782)
A veces pienso que nunca soy tan libre como durante ese par de horas
en las que troto por el sendero fuera de las verjas y doy vueltas alrededor
de ese roble pelado y barrigón que hay al final.
A mi alrededor todo está muerto, pero para bien,
porque está muerto antes de cobrar vida siquiera,
no muerto tras haber estado vivo. Así es como lo veo yo.
ALAN SILLITOE
La soledad del corredor de fondo
I
La imagen de Melusina saliendo desnuda del agua entre él y la luna, la madrugada en que celebraban en la costa la invitación de Georges a viajar a Bélgica, le confirmó a Sinesio el presentimiento de cuando la conoció en casa de El Argonauta. Ella tenía que ser quien lo ayudaría a escapar de aquel callejón sin salida en que La Habana se había convertido para un tipo como él, destinado a correr un día los principales maratones del mundo y a vivir otra vida diferente a la de aquella isla, donde se había visto incluso obligado a compartir la mujer que le gustaba con tal de cambiar las estrategias salvadoras de su fuga. Fue Aquiles quien después de mucha insistencia había aceptado darle la dirección y la hora de consulta de El Argonauta a Sinesio.
—Habrá que acostumbrarse a la idea de que tú también te vas, le dijo.
Muchos amigos de Aquiles se habían ido gracias a El Argonauta, el último, La serpiente emplumada, era la pareja de Aquiles y vivía con él y el maratonista. La Serpiente enseguida llamó a su amante para decirle que, en cuatro horas había llegado al norte brutal y revuelto, el vuelo por México fue según lo convenido, las plumas me sirvieron para algo, volveré con ellas de Moctezuma conquistador, querido, digo, de Quetzalcóatl reivindicado...
El Argonauta se había convertido en alguien secretamente famoso por organizar a cambio de dólares escapadas marítimas hasta Miami. Sinesio y Melusina esperaban una tarde en la sala de su casa, cuando un resplandor aurífico – según él providencial – que emanaba del pelo de ella y de los músculos bronceados de las piernas, lo impulsaron a la conversación.
Él, que todavía no poseía el tiempo de confianza necesario para contarle que su sueño más urgente era correr el maratón de Nueva York como su amigo Carvajal, le vio, en un gesto de descuido de su pelo sobre el rostro, los ojos verdes y un perfil de casi griega o insular suavidad mediterránea –esto imagino yo, como narrador de la historia, y no Georges, como personaje, por ejemplo, a quien ese tipo de belleza en pleno trópico le llevó a establecer paralelos con las célebres modelos de los Flandres belgas–, le hizo perder su seguridad de seductor callejero.
Ella no le diría hasta una noche en que se encontrarían solos, traicionados por apurados navegantes que se habían tirado al mar sin prevenirlos, que el dinero para intentar irse en un barco lo había reunido tratando de complacer a una selecta colección de amantes; un italiano bombero en Milán, un vasco oficinista en una empresa de cosméticos, un holandés antiguo marinero mercante, y sobre todo Douglas, un fotógrafo canadiense que era el que más corría tras ella. Que no era de La Habana, sino de Santa Clara, que había venido a estudiar danza a la Escuela de Artes donde un novio actor la entusiasmó con el teatro, y decidió probar suerte en los grupos de danza-teatro que florecían en la capital. Tampoco le contaría ese primer día a Sinesio de la traición de su novio César. Durante meses él anduvo con una mexicana y preparó en secreto su partida. Cuando él se fue ella tuvo que arreglárselas para pagar el alquiler que compartían, dejó la danza y el teatro, y a la idea de salir a luchar por cualquier medio los dólares, le siguió la de querer irse.
Poco después, en tardes de jogging y baños en la playa, los dos se fueron revelando entre lenguas entrelazadas y explicaciones prácticas de ejercicios de elasticidad, el secreto de él de vivir en casa de un amigo maricón, de buscar clientes extranjeros para venderles antigüedades, de haber perdido toda esperanza de viajar a otro país con el Equipo Nacional desde que su amigo Carvajal pidiera asilo en Nicaragua y se fuera después a Nueva York, y él pasara a integrar la lista negra de los deportistas aspirantes a quedarse por no haber denunciado las intenciones de su amigo. Ella su quimérico sueño de asistir un día a un concierto de Madonna y verla cantar y bailar “Material Girls”, con el traje rosado y los largos guantes hasta los codos, y un montón de bailarines asediándola, según el video en colores que vio en casa de una amiga cuando aprendía el estilo y los modales de su nuevo oficio.
Hasta que una tarde en la costa, con el sentido práctico que el momento exigía, ella le anunció que estarían quince días