III
Es alto Monsieur Goggins incluso con la leve inclinación de la espalda de alguien que debe haber entrado en la vejez sin querer del todo renunciar a ella. Lo he visto llegar sentado yo en una mesa no lejos de la puerta, caminando lentamente él directamente hacia mí, como si lo guiara una voz, o las señas dadas por la muchacha del parque de Batignolles. Al ponerme de pie para darle la mano me llama la atención su sobria chaqueta de cuadrados grises estilo Príncipe de Galles por encima de una impecable camisa azul cielo. Con una calvicie Monsieur Goggins que luce elegante porque al verlo uno no lo imagina de otra forma; calvo y con unos ojos azules y despiertos, movedizos detrás de los lentes de sus gafas.
Habla despacio y en español, con un acento que trato en vano de ubicar, tal vez porque el eco de muchos orígenes llega como una arena dispersa a la sonoridad de las palabras, a sus cadencias. De vez en cuando, al interrumpir con una sonrisa cada frase, da la impresión de estar repitiendo una convicción. La manera en que deja en suspenso sus frases (mirando alrededor como un depredador que acaba de devorar a su presa, o agregando algún que otro insólito paréntesis) evita el aburrimiento y la monotonía que a veces provoca la madurez, y deja un espacio abierto, un respiro, a quien lo escucha y ya se siente invitado a un diálogo que no llega sin embargo a producirse.
“Debo comenzar confesándole lo que pudiera ser el tema final de esta cita; ninguna conjetura nos convence que el tal Sr. Cornelius Monteagudo esté muerto. Le digo esto porque (detuvo la frase anticipando mi sorpresa) tuve la ocasión de conocer al susodicho (en esta caso el paréntesis y el asombro estuvieron de mi lado como si necesitara al fin la prueba de la verdadera existencia física de Cornelius), y he podido averiguar bastante sobre él, su vida llena de espacios en blanco, y sobre lo que escribiera, o supusiera haber querido escribir.
Lo conocí hace ya tiempo (como todas las cosas fascinantes que me han ocurrido, ahora sólo sé repetirme) en las afueras de París en la casa del pintor y coleccionista alemán Robert Altmann. Le digo esto porque al conocerlo se revelaron ante mí cosas curiosas de su personalidad. Parecía a la vez perdido y apasionado, pero con un temor que no podía ser discreto, a que se intentara saber más de algo que ocultaba. Su ocultación me convence que no llegó a resolver ese desequilibrio, antes ocultaba algo a los otros, ahora quiso hacer igual con él mismo: desaparecerse. Repito: no creo que esté muerto porque no era un suicida, digamos que ha pasado a una dimensión más cómoda para él. Algo así como ser irreconocible. De tal modo que su muerte cuando llegue no sea una noticia, sino la continuación del misterio de su evasión, ¿me hago entender?”
Mi sorpresa, que estaba comenzando a ceder probablemente ante el carismático encanto de Monsieur Goggins, no me impidió hacer un gesto positivo de aprobación con la cabeza. Me doy cuenta ahora que describo este recuento, que ni la sombra de una disculpa por haberme hecho esperar en tantos puntos cardinales por gusto, apareció en el monólogo de mi interlocutor. Pensé que por allí debería haber estado la introducción a nuestra cita. Pero no. Me dio la impresión que para él su presencia bastaba para borrar toda fracasada expectativa anterior, por el mérito ajeno, supongo, de poder tenerlo por fin delante.
Recobrándome del embeleso, le iba a interrumpir preguntándole por los manuscritos, cuando él se adelantó. Con una ligera inclinación extrajo de su portafolio una gruesa carpeta y la puso sobre la mesa.
“Ambos sabemos para qué estamos aquí. Aunque yo conozco más sus motivaciones que usted las mías. Ahí tiene todo lo que he ido adquiriendo del Sr. Monteagudo. Me refiero a cartas, cuadernos de apuntes, varias agendas, recortes de artículos dispersos publicados en sitios diferentes y, lo más importante, manuscritos. Con respecto a sus relaciones con los objetos y al dinero, un hombre como yo pasa por varias etapas. La primera es hacerse de ellos, adquirirlos, más tarde conservarlos, no perderlos. Y uno termina después por donarlos a quienes les hagan más falta, a quienes les darán vida.
Como puede imaginar no soy crítico de arte ni especialista, sólo puedo suponer el valor de esos papeles. Haberlos encontrado, poder adquirirlos y poder ponerlos ahora en manos suyas y de Caroline Ziegler, quizás permitan precisar ciertas justezas. Eso sí, una vez leídos con calma, creo que lo más trascendente de ese individuo es él mismo, más bien, su propia vida. Hasta donde sé, lamentablemente, él no la narró como hubiera debido hacer. Si en vez de haberse dispersado escribiendo monografías, poemas, y cuentos elípticos, hubiera escrito su vida, tendríamos un material insólito. No fue así. Ah, claro, puede publicar esos manuscritos si lo desea (dentro hay una carta firmada por mí donde le cedo todos los derechos), pero dedíquese más bien a su proyecto más reciente: escriba la biografía del Sr. Cornelius Monteagudo. Otro detalle que no debo obviar, he dejado dentro la dirección y los datos de una oficina en París donde usted debe pasar a buscar parte de la colección de Cornelius, está todo ordenado en un catálogo que he editado, eso facilitará su trabajo y el de Mademoiselle Ziegler. Créame, y para serle sincero, le va a llevar mucho tiempo tener los detalles reales de una persona sobre la cual se escribe su vida. Si al principio le afirmé que no se puede concluir que el susodicho esté muerto, ahora agrego que no va a sacar muchas certezas de esos papeles. Tiempo al tiempo”.
La camarera - para mi sorpresa bastante mayor – vino a preguntar qué queríamos tomar. Le iba a decir que otro café con leche pero Monsieur Goggins se adelantó y con un gesto de su dedo índice derecho punteando hacia el techo pidió un Negroni con dos cubos de hielo. Recordé una costumbre aprendida con un viejo amigo cubano y me uní a su pedido, pero marcando una ligera diferencia: un whisky con tres hielos para mí, por favor.
Se hace un silencio entre nosotros. En el fondo se escucha el ruido de las copas que se retiran de las mesas y de las tazas de café. El olor a café con leche hirviente es uno de los encantos que me hacen recordar que estoy en España. Monsieur Goggins, toma un sorbo de su Negroni, y escruta los alrededores de nuestra mesa mientras sólo se escucha el tintineo de los cuadrados de hielo. ¿Qué tiempo dura este receso silencioso? Lo tengo al fin ante mí y basta con que haga una pausa en su monólogo para que yo me quede sin saber qué hacer. Atino a hojear lentamente el contenido de la carpeta y ese gesto lo hace volver a la realidad de nuestras presencias mirándome a los ojos.
“No sé si ha tenido conocimiento de la pasión de Cornelius por los mapas”, interpreté que pronunció esta frase a la vez de una manera interrogativa y de ruptura del silencio, por lo que me limité a una escueta negación para no interrumpirlo. “Por los mapas y por los espías, aunque eso de espía no está muy claro en su vida, es como si esa ambigüedad de ser doble y clandestino, le viniera bien a su propia personalidad, razón que explica sus múltiples seudónimos”.
“Lo de los mapas me desconcertó un poco al principio. Más tarde traté de entenderlo como esa obsesión por los espacios que suelen tener los vagabundos. (Porque sepa que ante todo este Sr. fue un vagabundo, eh. Andar de un lado para otro es como cambiar de nombre, de lengua, de personalidad. En parte es por esa razón que estamos aquí usted y yo, frente a frente). No lo voy a cansar con la historia de los mapas. Pude seguir, gracias a los apuntes de sus cuadernos y agendas, los trazos de los mapas que le fascinaron. No sería elegante agregar –viniendo de alguien como yo, por supuesto- que él no pudo adquirir casi ninguno de ellos. Eso sí, se las arregló para consultar casi todos los originales que le interesaban ver en bibliotecas y colecciones particulares, y se hizo con reproducciones de mucha calidad. Sigo pensando que no fue únicamente un problema de dinero, sino que uno le importaba más que los otros, y ése sí lo quiso tener consigo…¿Le aburro? Discúlpeme entonces si no le interesa esta historia de mapas…”
Más desconcertado que aburrido le comenté que no, con una voz baja que intentaba no interrumpirlo. Y aunque no viene al caso debo decir que pensé en Opicinus, un amigo de allá, de ese allá que por estas tierras mis amigos y yo sabemos que se nombra Cuba.
“Cuando lea los manuscritos entenderá lo que le digo. El mapa que le interesaba era el de Cuba y el Caribe que aparece en el libro L’isola piu famose del mondo de Tommaso Porcacchi con grabados de un tal Giromalo Porro. Es un mapa a precio módico, la verdad, hasta llegué a comprar un ejemplar del libro donde se encuentra después