V. La lucha de la peseta con el escudo
VIII. Una botellita de Océano Atlántico
LONDRES
Impresiones de un español
(1916)
El guardia objetivamente considerado
El primer guardia inglés lo vi en la aduana de New Haven al salir del barco. No eran todavía las cinco de la mañana. Hacía un frío terrible y llovía. Debía llover en toda Inglaterra, porque unas horas más tarde, fue cuando tuve que comprarme unos chanclos en Oxford Street.
El guardia, situado a la puerta de la aduana, ofrecía un aspecto imponente. Era inflexible, majestuoso y formidable. La lluvia resbalaba por él como por un edificio. En la aduana de New Haven, a la entrada de Inglaterra, aquel guardia parecía unas de esas figuras alegóricas y decorativas que en el pórtico de un palacio nos imponen, antes de entrar, una actitud de respeto y de acatamiento.
Con esta actitud entre yo en Inglaterra. Después de ver aquel guardia, ¿cómo dudar de la fuerza que tiene aquí el principio de autoridad? Yo hice una vez un artículo acerca de los ingleses fuera de Inglaterra: «Los ingleses —decía yo— les pegan a los guardias extraños, pero respetan a los suyos». ¡Ya lo creo que los respetan! ¡Como que son muy grandes! Y los guardias tienen que ser grandes y estar bien alimentados. Si no imponen su prestigio materialmente, ¿cómo van a imponerlo moralmente? En un país donde los señoritos les pegan a los guardias, se puede asegurar que el principio de autoridad no tiene eficacia ninguna.
A mí, el guardia inglés me parece algo sobrehumano, que está por encima de nuestras pasiones y de nuestra sensibilidad. Alguna vez he tenido precisión de preguntarle a un guardia por una calle; me he acercado a él y he mirado hacia arriba. El guardia tenía la cabeza levantada y no me veía. Le he llamado y he formulado mi pregunta. Entonces el guardia, sin mover la cabeza para mirarme, me ha contestado minuciosamente, y, cuando yo me he ido, se ha quedado en la misma actitud, inmóvil e impasible. Y es que, cuando uno le pregunta a un guardia inglés, el guardia inglés no le contesta a uno, le contesta a la sociedad. No hay cuidado de que uno influya en su espíritu según vaya mejor o peor vestido y según sea más o menos simpático. Ya he dicho que el guardia inglés es sobrehumano. Su espíritu es el espíritu del deber. Usted, yo, cualquiera, al acercarnos a él, somos la sociedad que le llama. El guardia responde, y nada más.
Además, el guardia inglés debe ser impermeable. Aquí todo es impermeable: los gabanes, las gorras, los sombreros, el calzado, el suelo… Pues yo creo que los guardias también están hechos de una substancia impermeable. No me lo explico de otro modo. ¡Hay que ver lo que llueve sobre ellos! Un guardia español se ablandaría. El guardia inglés no. Deja la guardia, se va a su casa y está seco. La lluvia le moja, los coches lo salpican, y el guardia sigue tan impasible como los edificios contiguos.
Mi admiración se colmó la otra tarde. Me dirigí a un guardia para preguntarle una dirección, y el guardia no sé qué me dijo, que yo no le entendí:
—Ya que no habla usted en cristiano —le dije entonces en español—, bien podía usted hacer señales. Se hace así —alargando la mano—; se cuentan con los dedos una, dos, tres, las calles transversales que tengo que encontrar en el camino, y luego se me hace así o así, con la mano, según deba tomar, a la derecha o a la izquierda.
El guardia no me miraba; pero de pronto alargó un brazo tremendo, un brazo como una grúa. Me cogió del cuello de la americana, por detrás; giró sobre los talones, y me dejó a seis o siete pies de distancia, mientras decía:
—¡Camelon!
Miré el nombre de la calle a cuya entrada me había situado el guardia, y vi que era precisamente la calle que yo buscaba.
¡Ay, estos guardias ingleses no son como esos guardias de Madrid, que dialogan en chulo y salen a los escenarios de los teatros por horas! Estos son imponentes y formidables. Tan formidables, que sostienen sobre sus hombros a toda Inglaterra.
Cómo comen los ingleses
Yo no comprendo bien a la gente mientras no la veo comer. «Dime lo que comes y te diré quién eres». Si comes carnes asadas y legumbres cocidas, eres un inglés; si comes platitos bien condimentados, regodeante en las salsas, eres un francés; si no comes, eres un español. Yo cogería a todos estos ingleses tan fuertes y tan coloradotes, y los pondría a pensión en una casa de huéspedas de la calle de Jacometrezo, en la seguridad de que, al cabo de quince días, los majaba a la box.
«Allí donde el soldado español está mejor alimentado —ha dicho un gran militar inglés—, el francés está a media ración, y el inglés se muere de hambre».
El inglés es un hombre que come por necesidad, mientras que el francés come por placer. El francés es un epicúreo. Para él la comida es un fin, y no un medio, como lo es para el inglés. A mí, todos los franceses me dan la idea, un poco repugnante, de tener los bigotes impregnados en una salsa de cocina. Francia ama las salsas, las gelatinas, los rellenos. Como es un pueblo muy académico, ha hecho un virtuosismo de la cocina, que es en Francia un arte mucho más ideal que la música. Un español va unos días a París, y vuelve a España con la misma impresión de un hambriento que se hubiese pasado una hora frente al escaparate de Lhardy. «Con respecto a España — escribí yo una vez desde Francia—, éste es un pueblo que come». Pero Francia le da demasiada importancia a la comida. Es como esos hombres que, después de una vida muy dura, han resuelto su situación y se han aburguesado, han echado tripa y se pasan la vida en su casa con unas zapatillas de orillo. Si por azar les sobreviene un revés de fortuna y tienen que volver a luchar, están perdidos irremisiblemente.
Inglaterra, no. Éste es un pueblo que come sin salsa ni gelatinas. Aquí no existe el placer de la mesa, y, al mediodía, la ciudad de Londres come de pie. De las once de la mañana a las tres de la tarde, los luncheon-bars se llenan de hombres de negocios, que toman sobre el mostrador un trozo de carne con