Hoy fue madam Fisher la primera en decirme el nombre inglés del fenómeno meteorológico del día. En seguida entablamos un diálogo, que reproduzco por curiosidad. Más o menos, es el mismo diálogo de todos los días, que unas veces se refiere a la lluvia, otras al viento, otras a la nieve o al granizo, otras al frío, y que hoy versó acerca de la niebla.
—Fog. Esto se llama fog en inglés.
—¡Ah! Fog. En español se llama niebla.
—¿A usted le gusta la niebla?
—Según. Yo no había visto nunca un verdadero día de niebla en Londres.
—¿Es que en España no hay niebla?
El salón de mi casa tiene un gran balcón casi al nivel de la calle. Madam Fisher no quiso asomarse, porque dijo que se le iba a poner la cara negra. Yo la hice un cumplimiento con este motivo y me asomé solo. Las casas de enfrente se veían de un modo muy vago, como una cosa lejana. Hacia cada lado, el espacio visible no pasaba de diez metros. Algunos hombres iban encendiendo faroles, que quedaban luego en la sombra como manchas encarnadas. Figúrese el lector uno de esos cartones fotográficos que se les muestran a los chicos en una linterna, Roma de noche, por ejemplo. En el lugar correspondiente a cada ventana, el cartón está taladrado, y por detrás hay un papelito rojo. Pues lo que yo veía era una cosa así como esos cartones, pero fuera de la linterna. De cuando en cuando, a dos pasos del balcón, aparecía un hombre o un coche, surgidos de la bruma, e inmediatamente desaparecían entre ella. De la sombra espesa e impenetrable que me rodeaba llegaba el rumor confuso de la gran ciudad.
Después del medio día, la niebla ha ido haciéndose cada vez más opaca. La circulación se interrumpió en gran parte de Londres. Yo salí a la calle con mister Fane, y me lancé con él a un paseo verdaderamente fantástico. No le veía, así es que me parecía ir dialogando con un espectro. A veces tropezábamos con algún transeúnte.
—Excuse-me.
—Excuse-me.
—¡Y aunque no nos excusáramos! ¿Quién le pide explicaciones a una sombra? Se siente el tropezón, se oye la voz, y ya no se ve nada.
—Gran país éste —le dije yo a mister Fane— para los asesinos, para los místicos y para los folletinistas.
Hubo un momento en que nos perdimos. A duras penas encontramos un guardia, que nos indicó la latitud a que nos encontrábamos:
—Charing Cross Road, en el ángulo de Oxford Street. Uno de los sitios más céntricos de Londres.
—¿Me ve usted? —me preguntaba mister Fane.
—No. Además, me duelen mucho los ojos.
—Alargue usted su mano, ¿la ve usted?
—No.
—Es éste un día bien londinense. Ya podrá usted dedicarle un artículo.
Volvimos a casa. Yo estaba negro, húmedo y frío. Me di un baño. Cuando terminé, parecía que en la pila habían estado lavando calamares. Me puse una camisa muy blanca y bajé al salón. Miss Wheatcroff ejecutaba al piano un vals melancólico.
Yo encendí una pipa de tabaco rubio y me acerqué a la chimenea, en torno de la cual se habían congregado buena parte de los huéspedes.
—¿Qué, madam Fisher? ¿Echamos un parrafito en inglés? Madam Fisher me pareció un poco fatigada.
—¿Ha tenido usted ensayo esta mañana?
—No.
—¿Entonces?
—Spleen. El spleen…
Lo inglés… como calificativo
¿Cómo se europeiza uno?
En Les Rois en Exil, de Alfonso Daudet, aparece un tipo inglés, que es el inglés tradicional. Se llama mister J. Tom Lévis, y se dedica a los negocios. Todo el París de la época conoce su cab a dos ruedas, que un cochero de uniforme guía desde un alto sillón, colocado en la parte de atrás. Mister J. Tom Lévis tiene patillas, polainas y chistera. Es audaz, impasible y ejecutivo, y no pronuncia las erres. Su francés resulta ya por sí solo bastante británico; pero para darle aún más realidad inglesa, mister J. Tom Lévis lo salpica frecuentemente de palabras exóticas.
—Yes… Goodman. Shochking…
Un día, por cuestión de unos dineros, mister J. Tom Lévis tiene una riña con un empleado. Mister Lévis no quiere pagar, y el empleado le amenaza. Entonces, el impasible mister Lévis le coge por la muñeca y —«con un acento del más puro faubourg Antoine» —dice Daudet— pronuncia estas palabras:
—Pas de ça Lisate…, ou je cogne.
Lo que en el lenguaje de nuestros barrios bajos vendría a ser una cosa así:
—Eso no. Andóval, o te endiño.
El empleado se queda atónito ante la extraordinaria revelación. Al cabo de un rato, su asombro se manifiesta en estas frases, que yo no me atrevo a traducir, porque no encuentro para ellas en español una equivalencia bastante gráfica:
—¡Oh! Sacré blagueur…, sacré blagueur… j’aurais du m’en douter… ¡On n’est pas si anglais que ça!…
Yo les he dicho a ustedes lo que es un inglés, pero no les dije todavía lo que es lo inglés. Conocen ustedes el sustantivo, pero no el adjetivo. Saben ustedes lo que es ser inglés, pero ignoran lo que es ser más o menos inglés. ¡Ah! Es preciso que yo me apresure a llenar estas lagunas importantísimas de mi información cerca de Inglaterra. Desde luego, por el episodio de Les Rois en Exil, se darán ustedes cuenta de que, si para ser inglés se hace indispensable haber nacido en las islas británicas, para ser un poco inglés o para ser tan inglés como mister J. Tom Lévis, esa condición pasa a segundo término. Es más. Yo creo que en el faubourg Antoine se puede fabricar un inglés con mucho más carácter que todos los del Reino Unido. Aquí no se preocupan de darle carácter a los ingleses, de igual modo que en España no se preocupan de dárselo a las españolas. En cambio, cuando una francesa quiere hacerse española, no omite ni un detalle de españolismo: el pelo negro, la tez obscura, los ojos ardientes y la navaja en la liga. Una española de España puede tener el pelo rubio o castaño, los ojos pardos o azules, la tez blanca… Y esta española será siempre española; pero nunca será muy española. La francesa, por el contrario, resultará españolísima. On est espagnóle que ça? No. No se es jamás tan española como las españolas de Montmartre, ni se es tan inglés como mister J. Tom Lévis.
En honor de la verdad, debo añadir, sin embargo, que los ingleses suelen ser bastante ingleses. Por lo común, entran muy bien dentro del adjetivo, que es lo que tiene importancia. ¿Qué importa el sustantivo? ¿Qué más da haber nacido en España o haber nacido en Inglaterra? Lo que no da lo mimo es ser muy inglés o ser muy español. El adjetivo representa el espíritu.
Con las ideas que yo tengo acerca del asunto, podría hacer un artículo verdaderamente trascendental si no temiera que me saliese demasiado conceptuoso. Diría, por de pronto, que la fuerza de las razas está en el adjetivo. En cuanto un pueblo pierde el adjetivo, está en vísperas de perder la sustantividad. Por fortuna para ellos, los ingleses no la han perdido. Han sabido civilizarse y hacerse europeos sin dejar de ser completamente ingleses. Claro que ningún inglés es tan inglés como mister J. Tom Lévis. Mister Lévis es un personaje de novela. En la vida se hubiera descubierto muy pronto su burda falsificación. Era un inglés sin medida, y «nadie es inglés hasta ése punto».
Los ingleses son lo suficientemente ingleses, y nada más. Éste es un pueblo que ha conservado todo su carácter, y así ha logrado imponerle su adjetivo al mundo. En París se dice:
—Monsieur Fulano. Muy smart. Muy