Yo hice un viaje de París a Dieppe, bajo la etiqueta de no fumadores, y, sin embargo, encendí un pitillo. Ningún francés protestó; pero un inglés que estaba enfrente de mí, me llamó la atención. Yo no tuve más remedio que arrojar el pitillo por la ventanilla. El inglés, muy contento, se arrellenó y se puso a dormitar. A la media hora roncaba. ¡Con qué satisfacción le di una palmadita en el hombro!
—Perdone usted. Está usted roncando.
—Es que tengo un perfecto derecho a dormir.
—Tiene usted derecho a dormir, pero no lo tiene usted a roncar. Váyase usted a un departamento de roncadores.
—Yo no molesto a nadie.
—Molesta usted a todo el mundo.
Los franceses se pusieron de mi parte. El inglés dijo que no roncaría, pero que dormiría. Cinco minutos después roncaba como un elefante.
—Espece d’artiste —le dije—. Acaba usted de soltar un do de pecho.
El inglés se moría de sueño, pero no pudo dormir. Seguramente, el acto de roncar le producía a él un placer mucho más intenso del que me hubiera producido a mí el acto de fumar. Sin embargo, dejó de roncar para que yo no fumase. Llegamos a Dieppe y nos embarcamos. Yo instalé mis bártulos en un camarote y subí a cubierta. El inglés, despejado con los aires del mar, estaba allí fumando una pipa. El humo del tabaco no le molestaba absolutamente nada. Si había protestado de mi pitillo no había sido por él, sino por el no fumador hipotético. Ante todo, la observancia de las leyes.
El autor del artículo a que he aludido antes protesta contra la prohibición de fumar que existe para los viajeros no sólo en los coches, sino en las salas de espera, en las cantinas de las estaciones y en todas partes. A mí un inglés que protesta me parece siempre muy original. ¡Poor lady Nicotine! —dice el articulista—. Y el caso es que el tabaco es un gran estimulante del idealismo, y que en este sentido convendría mucho protegerlo aquí.
Lady Nicotina, como otras muchas ladys, no menos voluptuosas, tiene infinidad de adoradores en Inglaterra; pero legalmente se supone que no. Con que no se fume de un modo oficial, para los ingleses es como si no se fumara. Y así sucesivamente.
Restrepo el infatigable
El último modernista.
Estaba yo leyendo un periódico de Madrid, donde se pedía el premio Nobel para Galdós, cuando me anunciaron la visita de mister Restrepo. Este Restrepo ha sido un personaje extraordinario en la vida literaria madrileña. Sus aventuras le valieron el sobrenombre de Infatigable, con el que ha pasado a la Historia.
Un día, Restrepo desapareció de Madrid. «Probablemente —decía un cronista recordándolo—, Restrepo estará ahora en un pequeño pueblo de provincias, almorzará todos los días y llevará las botas perfectamente remendadas». Cuando se publicó este artículo, Restrepo se encontraba en París, y su indignación fue espantosa.
—¡Ese imbécil! —me decía, hablando de su biógrafo—. ¡Que yo llevo las botas remendadas! ¡Que yo almuerzo todos los días…!
Y en su ira, Restrepo, que había puesto los pies sobre una silla, accionaba con ambos dedos gordos.
—¡Que yo estoy en un pueblo de provincias…! Le he puesto una cartita que le va a escocer. ¡Una cartita fechada en París! ¡¡En París!!
Me vine a Londres, y un día, en una librería española que hay aquí, unos hombres con muchos bigotes hablaban de Marcos Zapata. Yo entraba en el momento preciso en que Restrepo decía:
—¡Ese Zapata es un majadero!
—¡Hombre! ¡Restrepo! ¿Usted por aquí?
—¡Psch! Para que diga aquel imbécil que yo estoy en un pueblo de provincias…
—¿Y dónde vive usted?
Con cierto rubor, Restrepo me confesó que vivía en casa de una señora malagueña que tiene un boarding house en Brunswick Square. Allí Restrepo decía todas las noches:
—Yo les aseguro a ustedes que ese Canalejas…
Y éste es el personaje cuya visita me anunció la criada de mi casa cuando yo leía en un periódico de Madrid lo del premio Nobel para Galdós.
—Acabo de tener una discusión terrible —me dijo Restrepo.
—¿Pues…?
—Figúrese usted que un alemán que hay en mi casa se puso a decir que en España teníamos una gran figura literaria. Yo le pregunté cuál era, y él me dijo que era Echegaray. Me eché a reír: «Echegaray es un idiota», le contesté. Me quisieron comer. ¿Usted no se acuerda de un tratante en granos que viene conmigo, un tío muy pequeño, con una barba partida? ¡Pues habrá usted de haberlo visto! Que parecía mentira. Que yo era un mal español y un renegado. Que tenían que venir los alemanes a descubrir nuestras glorias y que todavía nosotros protestábamos. Ese tratante — añadió Restrepo con un gesto definitivo— es el español prehistórico. Yo salí de mis casillas y les hablé de Villaespesa. Villaespesa sí que es un poeta —les dije—, y no esa porquería de Echegaray. ¿Sabe usted lo que hicieron entonces? Mirar en un diccionario enciclopédico a ver si encontraban a Villaespesa. En fin, que si no me voy de allí, me lío a golpes con todos. He tomado un berrenchín terrible. Claro que la culpa me la tengo yo por meterme a hablar de literatura con esos bárbaros. No lo volveré a hacer en mi vida.
—Sí, Restrepo. Lo volverá usted a hacer. Usted es el Infatigable.
Restrepo estaba fuera de sí. Restrepo es, tal vez, la única persona en quien subsisten aún las ideas literarias de la antigua tertulia de Candelas, cuando Rubén Darío acababa de llegar a Madrid y Orts Ramos hablaba del desdoblamiento, y otro catalán, que se llamaba Cuenca, decía que había que vivir la vida vivida. Todas aquellas ideas han evolucionado en todos aquellos hombres, menos en Restrepo. Restrepo salió de Madrid, y hoy, en Londres, sigue hablando contra «esos congrios que lo ocupan todo». Esos congrios son Sellés, que no ocupa nada, y Ossorio y Bernard, que se ha muerto, y Troyano, que está retirado, etc. Otras veces habla del público rutinario que no entiende a Benavente, porque Restrepo no se ha enterado de que Benavente llena hoy todos los teatros de Madrid.
Restrepo es el Infatigable. Dentro de treinta años, cuando eso del modernismo sea una de las antiguallas mayores de España, Restrepo seguirá declarándose modernista y diciendo:
—Nosotros los de la novísima generación…
No sólo Galdós, el mismo Benavente habrá recibido el premio Nobel, y Restrepo seguirá combatiendo en contra de «esos viejos que lo acaparan todo y no le hacen plaza a un muchacho del talento de Benavente».
—¡El gran Restrepo! ¡Restrepo el Infatigable!
El «pudding» de las navidades
La fiesta británica.
En todas las casas de Londres, unas muchachas muy rubias están a estas horas abriendo pasas con un cuchillo y echando fuera las pepitas. De vez en cuando, se comen una de las pasas.
—Este año va a salir bueno el Christmas pudding —dicen.
—A mí me gusta mucho.
—A mí lo que me gusta es la presentación, cuando se apagan las luces y aparece el pudding lleno de llamas. Es exciting. Very exciting.
—Yo me pongo muy nerviosa. El año pasado no pude contenerme y empegó a dar gritos.
Según un magazine, Londres hará estas Navidades diez millones de libras de pudding. Los ingleses son muy aficionados a estos cálculos, en los que ejercitan su ingenio. ¡Diez millones de libras