—Yo que usted —le dije a mister Bell mientras llegaban los Reyes—, me sacaría del bolsillo el puño del bastón y me entretendría haciendo con él juegos malabares.
—No es necesario —me contestó mister Bell—. Yo no me aburro.
Por fin llegaron los Reyes. Hubo un gran rumor entre la multitud. Mister Bell se levantó, sacó la tablita que le había adosado al bastón y la substituyó por el puño.
—¡Hip! ¡Hip! ¡Hurrah…!
—¡Hurrah! —exclamaba mister Bell a grito pelado.
Terminó el espectáculo, y mister Bell, este hombre tan paciente, se metió el bastón debajo del brazo y echó a andar muy de prisa. Yo le seguía dificultosamente.
—Amaine usted un poco, mister Bell.
—¿Es que quiere usted que vayamos como dos papanatas?
—¡Hombre! Después de haber estado más de dos horas sentado encima de su bastón, no querrá usted hacerme creer que es usted un hombre muy activo.
—¿Y qué tiene que ver lo uno con lo otro? ¿Qué actividad iba yo a desarrollar esperando al Rey? Allí yo no podía hacer más que aguardar, y aguardé tranquilamente. Ahora necesito llegar a casa y voy de prisa. En obsequio a usted amainaré un poco, sin embargo.
Y como yo no cesaba de hablarle del bastón, mister Bell me dijo:
—¿Pero es que en España no usan ustedes estos bastones para ir a las manifestaciones y a los teatros?
—No, mister Bell. Estos son los bastones de un pueblo disciplinado, y España es una anarquía. Allí los bastones tienen una filosofía completamente revolucionaria. En los teatros, golpean las obras que se estrenan, y en las manifestaciones, dan garrotazos.
—Es que —me respondió mister Bell—, si hace un momento, alguien se hubiera permitido un grito o un ademán contra los Reyes, yo no hubiese vacilado en darle en la cabeza con este sólido bastón de orden y de respeto.
Una reunión en Caxton-Hall
Lo que enciende la sangre.
En Caxton-Hall se ha celebrado un mitin contra la pornografía. Un mitin contra la pornografía tiene en Londres todo el carácter de un mitin contra el extranjero. Los ingleses no se avienen a reconocer que en Londres haya pornografía ninguna, puesto que la pornografía carece aquí de existencia legal. Hablar contra la pornografía es hablar contra el Continente y contra su influencia en Inglaterra.
Por lo demás, ya se puede imaginar el lector la gente que acudió al mitin de Caxton-Hall: inglesas viejas, altas, flacas, horribles; puritanos vestidos de negro, maridos divorciados… Yo recuerdo una reunión antipornográfica en París, donde se dijeron cosas monstruosas. En París nunca se deja ir a las reuniones antipornográficas a una muchacha «como es debido», y se la envía de preferencia a un music-hall. No hay escritores más inmorales que los moralistas, ni asambleas más escandalosas que los mitines antipornográficos. En honor de la verdad debo decir, no obstante, que el mitin antipornográfico de Caxton-Hall fue de lo menos pornográfico que yo he visto.
Organizaron el acto catorce Sociedades, y pronunció un gran discurso miss Clarck. El Matin, de París, que acoge en sus columnas un gran extracto del mitin para su campaña contra la pornografía del Journal, le llama simpática a miss Clarck. Este adjetivo no es, sin embargo, el más adecuado para una oradora antipornográfica. Yo creo que resultaría más moral decir: «La antipática miss Tal».
En general, casi todos los oradores afirmaron que en Londres no existe la pornografía más que como un producto extranjero, que si hay ingleses pornográficos es de la misma manera que hay ingleses afrancesados, y que el temperamento inglés es antipornográfico por razón del clima, etc. Esto podría ser objeto de una larga discusión. Por razón del clima, el temperamento inglés es frío; pero se puede ser frío y ser vicioso. La pornografía y el vicio no son nunca cosas de temperamento, sino desviaciones de temperamento. El que un español sea más ardiente que un inglés no quiere decir que sea más pornográfico, sino que es más ardiente. Tal vez lo que en el hombre ardiente no constituye vicio, lo constituya las más de las veces en el hombre frío e inglés. Un joven de veinte años suele hacer muchísimo más de lo que hace un viejo libidinoso, y, a pesar de ello, el libidinoso es el viejo. Los ingleses están, por naturaleza, a la misma temperatura sensual de ese viejo hipotético.
Como de costumbre, en el mitin de Caxton-Hall se pidieron leyes contra los escritores pornográficos. Sobre este punto yo puedo ofrecerle también al lector una cuantas ideas, que, si no son completamente nuevas, están todavía en buen uso y pueden hacer un gran papel en Madrid. Yo creo que los escritores más peligrosos para la juventud no son, precisamente, los escritores pornográficos, sino más bien esos tiernos y lánguidos escritores sentimentales, cuyos libros entran en todas las casas. El corazón de una virgen, pongo por caso; Las infamias del adulterio, El conde Rigoberto o La honesta pastorcilla; ésos son los libros que desvelan a las cándidas muchachas y que excitan su imaginación. Mucho más, no les quepa a ustedes duda, que el execrado No mascar cebollas.
Un escritor francés decía, no hace mucho, que los moralizadores piden siempre leyes contra los literatos y nunca contra los músicos, y citaba ciertos pasajes musicales de una pornografía patente. Yo recogí la teoría en un artículo y pedí el procesamiento del Sr. Lleó, en virtud de las mismas razones que otros alegan para solicitar el del Sr. Paso. Evidentemente, el señor Lleó es un músico pornográfico; pero en música sucede lo mismo que en literatura, esto es: que la música pornográfica no es, en realidad, la más condenable. El babilonio puede exaltar a los bailarines de la Bombilla; pero no me parece que sea en la Bombilla donde hay que velar por la inocencia de los adolescentes. Los valses lánguidos, melancólicos y las romanzas sentimentales; eso es lo malo. Yo me aterro al pensar en las imaginaciones que habrá trastornado el Vals de las olas. ¡Cuántas muchachas no se habrán perdido por su culpa! ¡Cuántos raptos hubieran sido irrealizables sin su concurso!
Para acabar con la pornografía lo primero es acabar con la hipocresía. Hay que facilitar, antes que nada, el contacto entre el hombre y la mujer, porque mientras los sentimientos humanos no se puedan desenvolver libremente, es indudable que se desenvolverán de una manera pornográfica. Con libros de Felipe Trigo o con libros del padre Coloma; con música de Lleó o del organista de San Francisco el Grande, ellos se desenvolverán. Yo soy un gran enemigo de la pornografía, que considera eminentemente pornográficas todas las leyes antipornográficas.
La escultura en Londres
Lloyd George y los caseros.
Hace algún tiempo se decía que lo mejor de Londres es la niebla.
—¿Por qué? —preguntaba uno cándidamente.
—Pues porque impide ver todo lo demás. Ahora, un londinense que acaba de llegar a Londres, después de una larga ausencia, se manifiesta maravillado ante las suntuosas decoraciones exteriores de los edificios modernos. «No se construye actualmente en Londres ningún edificio de importancia —dice— sin su correspondiente grupo de figuras alegóricas». En este renacimiento de la escultura es probable que no haya dejado de ejercer cierta influencia la política de Lloyd George. Hasta ahora, todo era provisional en Londres. Ya saben ustedes que el que compraba en Londres un solar debía reintegrarlo al cabo de cien años a los lores que se lo habían vendido, dándoles de propina cuanto hubiese puesto o edificado en él. ¿Así quién iba a perder su dinero edificando edificios magníficos, ni cómo iba a desarrollarse la escultura en esas condiciones? La escultura es tal vez la más noble de todas las artes, porque su idea inicial es la idea de la eternidad.