Madrid, puede resistir todos los públicos y todos los climas. Este público y este clima tienen fama de fríos. Tal vez lo sean; pero nunca son bruscos ni violentos como el clima y el público de Madrid. Yo creo que los autores pateados en España debían sindicarse, tomar un teatro en Londres y hacer representar sus obras en inglés. Ganarían el dinero a espuertas.
El teléfono
El teléfono es nuestro tirano. Es un tirano arbitrario, irritable y neurasténico que nos llama con su voz gangosa en los momentos más solemnes de nuestra vida. Ha acabado uno de almorzar y se ha sentido invadido por un dulce sopor; ha subido a su cuarto, se ha aligerado de ropa y se ha echado sobre la cama; sus párpados se han entornado, su imaginación se ha perdido en un camino ideal. Inmediatamente se oye llamar a la puerta:
—Baje usted en seguida —dice la criada—; le llaman a usted por teléfono…
Ha cogido uno las manos de una señorita que le trae a uno loco. El momento es solemne, y si lo deja uno pasar, todo estará perdido. —Señorita —dice uno. Y a media declaración, la criada se presenta jadeante: —El teléfono. Vaya usted corriendo.
Hace mucho calor. Se mete uno en el cuarto de baño, gradúa la temperatura del agua, se desnuda… Ya está. Avanza uno un pie, luego el otro, y en este mismo instante la criada que golpea a la puerta: —El teléfono, señorito… Baje usted… En el acto…
¿Y cuando es uno mismo el que necesita hablar con un señor? Ha salido al aparato una persona cualquiera de la casa y le ha dicho a uno:
—¿Don Fulano? Ahora mismo estaba aquí. Aguarde usted dos minutos.
Don Fulano mientras tanto ha salido a la calle, ha comprado un periódico y se ha detenido a leerlo en una esquina. Uno vuelve a sonar: rin, rin… Don Fulano dobla su periódico y sigue andando por la calle. Tropieza con un amigo.
—¡Hola!
—¡Hola!
—¿Ha leído usted los telegramas de hoy?
Otra vuelta a la manivela. Rin… Rin, rin. Rin…
Don Fulano se despide lentamente de su amigo. Entra en un establecimiento. Pide un aperitivo.
—¿Terminó usted ya? —le pregunta a uno la telefonista.
Don Fulano paladea su aperitivo a pequeños sorbos, porque es un hombre epicúreo. Echa un párrafo con el camarero.
—¿Don Fulano? —grita uno, cargado de electricidad telefónica.
Don Fulano paga y se dirige a su casa poco a poco, gozando del espectáculo de la calle. Cuando llega le dicen que un señor le aguarda al teléfono. Don Fulano coge el auricular.
—¿Con quién hablo?
Con nadie; uno ha tenido un ataque de locura violenta y ha comenzado a golpes con el teléfono. Para sacarle de allí ha sido preciso ponerle una camisa de fuerza.
Abdul-Hamid, el ex sultán de Turquía, se había opuesto siempre a la instalación del teléfono en Constantinopla, porque temía que los revolucionarios lo utilizasen para conspirar contra él. Yo no creo gran cosa en la utilidad revolucionaria del teléfono; pero sí opino que el teléfono exacerba a los ciudadanos, que les hace irritables y violentos, y que en un país donde exista una red telefónica su Sultán no puede estar completamente tranquilo.
Ahora un sabio inglés anuncia que ha descubierto el aerófono, o sea el teléfono sin hilos. Ya no habrá cruces. Ya nunca le pedirán a uno por teléfono una remesa de camisas, ni le darán una cita amorosa, ni le revelarán un secreto de Estado. El teléfono sin hilos. ¿Qué van a hacer los saboteurs y los vaudevillistas?
Va a desaparecer la parte pintoresca del teléfono; pero no su odiosa, su implacable, su arbitraria tiranía.
La carnicería de Lerroux
Abierto en canal.
Un periódico inglés anuncia que Lerroux va a hacer uno de estos días la revolución en España. Los periódicos ingleses no le sacan a Lerroux en el apellido tantas erratas como los periódicos franceses. Por regla general, en Inglaterra se habla de nosotros con más conocimiento de causa y con menos literatura que en Francia. Sin embargo, aquí, como allí, se cree que Lerroux va a hacer la revolución.
Muchos años atrás, en un pueblo de la provincia de Pontevedra, se creía también que Lerroux iba a hacer la revolución. Al maestro de escuela no le cabía le menor duda, y mientras mi padre barajaba las cartas para continuar la diaria partida de tute, él pairaba con espanto, sobre un periódico de Madrid, la figura terrible del caudillo. Aquella figura fue mi pesadilla de toda la noche. A mí Lerroux me pareció un hombre ordinario y brutal, una especie de carnicero, y me dormí, soñando que había puesto en el pueblo una carnicería revolucionaria. En esta carnicería estaba Lerroux, desabrochada la camisa, sobre un pecho muy peludo y con los brazos remangados, que chorreaban sangre. Colgados a la entrada había tres o cuatro cerdos enormes, con el vientre rajado, que unos cuantos listones, metidos por dentro en dirección horizontal, mantenían abierto. ¿Cuál no sería mi horror al reconocer en uno de estos cerdos al bondadoso don Jerónimo, el cura párroco, que en el día de mi primera comunión me había decorado de sus propias manos con una medalla de hojalata? La carnicería estaba concurridísima. Todos los obreros de las fábricas de conservas iban allí a comprar carne de dura, capitaneados por Pepe, el zapatero librepensador. Lerroux no daba abasto. Con una mano blandía una gran cuchilla y con la otra cogía puñados de perras gordas, que pasaban al cajón untadas de sangre. Pepe el zapatero, que había sido siempre un hombre muy flaco, empezaba a ponerse gordo, y con él todos los radicales del pueblo.
—La carne de cura alimenta mucho —decía Pepe—. ¡Je, je! Este don Jerónimo estaba bien cebado.
En cambio, las chicas beatas, las que de cuando en cuando traían al púlpito parroquial oradores de Santiago pagados a sus expensas, enflaquecían y se ponían amarillas como cirios. Al pasar ante la carnicería de Lerroux se santiguaban y seguían muy de prisa entre las chacotas volterianas de Pepe, que las decía:
—No valía la pena de haber estado alimentando tan bien a los curas para luego no comerlos. ¡Vaya! Entren ustedes por un poquito de carne. Yo nunca he catado cerdo tan sabroso.
Las pobres señoras preferían pasar hambre y se alimentaban nada más que de verduras. El pueblo estaba trastornado. Las viejas rezaban a escondidas, y en los rincones de las casas se pasaban las horas cuchicheando. Yo no entendía lo que decían; pero las veía santiguarse de tiempo en tiempo, y esto me hacía comprender la gravedad de las circunstancias. Las personas de principios no podían salir a la calle. La gente baja, antes tan humilde, se había impuesto y no respetaba ni aun al pobre maestro de escuela, quien continuaba sin comer. Se hacían burlas soeces y se cantaban canciones brutales. Un gaitero de fama había sido traído desde muy lejos, y quieras que no tenía que tocar La Marsellesa en su vieja gaita pastoril. Se bailaba el agarrado en el atrio de la iglesia, para escarnio de la memoria de don Jerónimo, que desde el presbiterio había llamado un domingo a ese baile «invención de Satán». El escándalo subió de punto cuando Sabelita, la sobrina del cura, que antes de la revolución caminaba siempre muy quedito, con las manos entrelazadas y los ojos bajos, se puso a bailar descaradamente una mazurca en unión de Antonio el tonelero, que era un demagogo espantoso.
El sueño de aquella noche yo no lo olvidaré nunca. La verdad es que ese Lerroux hubiera hecho un carnicero magnífico. Con la camisa entreabierta, con los brazos desnudos, con un delantal salpicado de sangre, con una cuchilla en la mano, hercúleo, colorado, ordinario y brutal, su tipo estaría completo. Ésta es, por otro lado, la representación del ideal que se hacen de él muchos admiradores, los cuales esperan que, de un momento a otro, Lerroux va a abrir su tan anunciada carnicería