—¿Cómo es posible —me decía yo— que un hombre inteligente se ponga a decir cosas espirituales en este momento? Hay circunstancias en las que sólo un estúpido terrible puede ser ingenioso.
Poco después llegó otro amigo, y a aquel sí que no se le podía acusar de ser espiritual. Para divertir al afligido muchacho comenzó a decirle que la vida es muy triste y que no existía en el mundo desgracia mayor que la de perder una madre. Yo estoy completamente seguro de que estas reflexiones no eran nada alegres. Sin embargo, el muchacho se consolaba escuchándolas.
Pues yo creo que, actualmente, para hacer humorismos en España, para decir cosas llenas de gracia y de ingenio, se necesita ser completamente idiota. La juventud española está hoy en el caso de esos muchachos que, por una serie de circunstancias, tienen que hacerse cargo de una casa destartalada y ponerla a flote. Hay que renunciar a toda clase de diversiones, sacrificar la juventud y trabajar en firme. Para los jóvenes intelectuales españoles, esta perspectiva no es muy halagüeña. La mayoría preferiría hacer cuentos gallegos o versos eróticos, comedias mundanas o cultivar cualquier otro género de pura literatura. ¡Qué le vamos a hacer! Hay que renunciar a todo eso y meterse a trabajar como comerciantes en los negocios de la casa. Tenemos que preocupamos de la agricultura y de la política, estudiar los precios de los cereales, hacer números… Las circunstancias lo exigen así, y toda protesta será inútil. El que se ponga ahora a hacer arte puro en España perderá su tiempo y su talento.
Por mi parte, ya he dicho que muchas veces me siento inclinado a enviarles a ustedes mi dimisión de humorista.
—Voy a ponerme serio, muy serio —me digo en esos momentos—. Voy a coger un libro muy grande, voy a encender una vela y me voy a pasar toda la noche estudiando. A la noche siguiente haré lo mismo, y seguiré así durante meses y años.
Perderé la vista, me compraré unos anteojos y continuaré estudiando. Estudiaré unas ciencias muy áridas, que me harán enfermar del estómago y agriarán mi carácter. Entonces escribiré unos artículos violentos, que es lo que hace falta escribir en España, y atiborrados de números.
Es muy triste verse obligado a hacer esto. El que más y el que menos de todos nosotros había soñado con el dulce ideal de no saber nunca nada de economía política. Que se encarguen de los negocios los políticos profesionales, y, mientras tanto, nosotros haríamos tranquilamente nuestros versos y nuestros cuentos. ¡Ay! Las cosas se han puesto de tal manera que nos es absolutamente preciso abandonar esas ilusiones. Dejemos el arte puro como una diversión para países más felices que el nuestro. Nosotros no tenemos tiempo disponible para divertimos.
Unas mujeres femeninas…
Historia de Charley Wilson.
El Daily Chronicle recuerda hoy un suceso que, en su tiempo, ha producido gran sensación en Inglaterra: una mujer que se hizo pasar por hombre durante muchos años. La historia se ha transformado en novela, bajo la pluma de Charles Reade, quien acaba de lanzar la a la publicidad con el título de Charley Wilson.
Charley Wilson, cuyo verdadero nombre era Catalina Coombe, adoptó el traje masculino y se dedicó a pintar puertas. En Belford conoció a una inglesa sentimental, miss Nelly Smith, aprendiza en una fábrica de sombreros de paja. Nelly se enamoró perdidamente de Catalina, a quien llamaba my dear Charley. Le escribía cartas y le hacía versos. El Daily Chronicle publica los siguientes:
Mi seno respira con delicia,
las rosas embalsaman el aire,
el pichón murmura dulcemente
y la vida es bella para mí.
Así es como sienten el amor las mujeres inglesas. Como una cosa dulce y agradable que huele a rosas. Entre nosotros huele de una manera más eficaz. El amor inglés es algo así como un vaso de agua con azúcar, mientras que el español es como un vino de Jerez y el francés como un ajenjo.
Por eso la embriaguez amorosa de una inglesa es tan inocente. En sus sueños ve pichones. Una inglesa puede enamorarse muy bien de un muchacho, que resulta que es una muchacha. Va vestida de muchacho, y esa diferencia la satisface por completo. La historia de Charley y de Nelly tiene su psicología. No se trata de una de esas pasiones inconfesables que, en Francia, en España y en todo el mundo, han trascendido de vez en cuando a los periódicos y hasta han llegado a tener una literatura propia. El Charley Wilson, de Charles Reade, no se parece en nada a Mademoiselle de Maupin. La ingenua Nelly Smith se enamoró de Catalina Coombe de una manera perfectamente ideal. Por las noches cogía las manos de su novio, y por el día hacía sombreros de paja, sin perder a ninguna hora su pureza de espíritu.
Estuvo enamorada varios años, se fugó de la casa paterna por seguir a su amado, y nunca llegó a descubrir la superchería.
En cuanto a Catalina o a Charley, yo creo que su figura no es nada extraña en Inglaterra. Aquí son muy pocas las mujeres verdaderamente femeninas. Más o menos, casi todas las muchachas inglesas se visten de muchachos: tacones bajos, cuellos postizos, corbatas. Sus pasos son largos y rectos. Le dan a uno la mano, y se la destrozan de un modo totalmente varonil. Siguen la política internacional. Fuman. Nadan. Pagan su gasto en todas partes. Beben whyskys and soda…
Como muchachas, no son lo más a propósito para inspirar pasiones; pero como muchachos deben resultar irresistibles. Por eso yo me explico la pasión de esa pobre miss Nelly hacia Catalina Coombe. Charles Reade, el novelista de sus aventuras, dice en el Daily Chronicle: «Yo no tengo corazón para burlarme a expensas de esta inocente girl». Yo tampoco. Y creo que Dios, que hace siempre un sitio en el cielo para los que han amado bien, y que manda al infierno a los protagonistas de amores impuros, enviará a miss Nelly al limbo de los niños, con una recomendación especial para que la traten lo mejor posible.
Por el decoro Británico
Ni ladridos, ni bocinas, ni taponazos.
Acaban de ser aprobados dos proyectos municipales: uno, contra los ladridos de los perros, y otro, contra los bocinazos de los automóviles. Que los perros muerdan a los transeúntes, que los automóviles les aplasten, pase; el caso es que lo hagan silenciosamente, sin anuncio y sin escándalo, como conviene a la moral inglesa. De esto a sofocar con una multa los gritos de los heridos, no hay más que un paso.
En Inglaterra es mucho peor hablar que hacer. Una inglesa se asusta mucho más de la palabra que de la cosa. De ahí es de donde ha salido esa hipócrita costumbre de descorchar las botellas de champagne sin que se oigan los taponazos. La moral inglesa acepta perfectamente el champagne; pero se siente ultrajada por el ruido de los tapones. So pena de ser expulsado de Inglaterra, el champagne ha tenido que hacerse aquí un poco puritano. Su espíritu es el mismo, y sus proyectos los de siempre, pero el champagne ha imitado a las bebidas inglesas, que hacen todo lo que él, y mucho más, sin llamar nunca la atención de los vecinos. La moral del champagne no hubiera asustado a nadie en país del whisky. Antes de salir de Francia, el champagne se creía ser un calavera espantoso, cuando en el fondo —en el fondo de la botella— es sencillamente un bon enfant, alegre y simpático, llamado siempre a tener éxito con las mujeres, pero más fanfarrón que dañino. En Inglaterra lo cogieron por el pescuezo, le sujetaron el corcho y le dijeron:
—¡Chist…! Aquí no se escandaliza. Si llama usted la atención de la gente, lo echamos…
Y