Sueño de una noche de verano
Los ingleses convertidos en postes.
He pasado unos días de campo en casa de mistress Watts, a orillas del Támesis. A mistress Watts le parecía que yo me levantaba muy tarde y que no disfrutaba de las mañanas.
—Es usted un dormilón —me decía.
—Yo no duermo, señora. Trabajo. Hago sueños para escribir artículos.
—Muy gracioso. Y, ¿con que sueña usted? ¿Con el amor o con la justicia?
—Por el momento sueño con los ingleses.
—Mal hecho. Debiera usted soñar con las inglesas.
—Es muy peligroso. Imagínese que sueño en voz alta y que un padre o un marido me oye… Yo no estoy dispuesto a pagar quinientas libras por un sueño, sobre todo cuando la realidad es tan barata.
—Pero ¿cómo puede usted soñar con los ingleses? Puesto que es usted español, yo le creía a usted un poco poeta.
—Los ingleses, señora, han sido siempre una pesadilla para los poetas españoles.
—En fin, ¿quiere usted decirme lo que sueña usted de los ingleses?
—Sueño cosas muy razonables, señora. Anoche he soñado que llegaba a los docks un barco español, y que este barco comenzaba a cargar ingleses: unos ingleses muy duros, muy altos, muy secos, que parecían palos. Los estibadores iban apilándolos en la bodega, en sentido horizontal. Terminada la cargazón, el barco partía. Luego llegaba a un puerto español y descargaba. Me acuerdo de unos obreros que trataron de levantar a un inglés cogiéndole por ambos extremos. El inglés no se cimbreaba. —¡Cuánto pesa! —dijo un obrero—. ¡Esto sí que es sólido! —añadió otro.
—Luego, en una carretera, unos hombres provistos de palas, azadones y picos, iban haciendo hoyos a distancias iguales, y otros hombres sacaban los ingleses de un carro y los plantaban en aquellos hoyos. Los ingleses se quedaban allí muy tiesos, muy serios y muy correctos. Entonces comprendí que los españoles habían decidido utilizar a los ingleses como postes de telégrafo; ya ve usted si mi sueño era razonable. Una vez plantados los ingleses en dos filas a lo largo de la carretera, los obreros se encaramaban a ellos y les pasaban un alambre muy gordo por las orejas. Yo no sé cuántos años abarcaba mi sueño. Ello es que llegué a ver a España cubierta por una red telegráfica a la que servían de postes los ingleses; y esto me pareció muy bien; porque en España las comunicaciones telegráficas escasean de un modo lamentable. Mister Watts estaba en el kilómetro 20 de la carretera de Segovia. Nadie mejor que usted conoce su carácter inflexible y su escrupulosidad en los negocios. Era uno de los postes más firmes de toda la red. Usted lo echaba de menos y comenzó a ponerle telegramas para que volviese a Londres. ¿Y su trabajo? Business is business… Los telegramas de usted le entraban a mister Watts por un oído y le salían por el otro. Desolada, usted corrió a la carretera de Segovia, kilómetro 20. Mister Watts estaba allí, tan digno como de costumbre. Usted le abrazó; pero mister Watts permaneció inconmovible. Ningún otro poste podía jactarse de un mayor dominio de sí mismo.
¡Qué dignidad! ¡Qué self-control tan admirable! Entonces usted se puso a decirle cosas; pero mister Watts no respondía. —¡Mírame! ¡Háblame! —le gritaba usted. Y un peón caminero que pasaba por allí exclamó: —Pero ¿no ve usted, señora, que es un poste?— Por último, usted se enderezó sobre las puntas de los pies y aplicó su oído al pecho de mister Watts. Usted quería ver si estaba vivo o muerto. No lo averiguó usted. Oyó un ruido especial, y usted no supo nunca si era el corazón de mister Watts o si era más bien la vibración del hilo telegráfico.
Mistress Watts acogió la narración de mi sueño con una gran indulgencia, si bien lo encontró un tanto irrespetuoso.
—¿Y hace usted artículos con esos sueños? —me preguntó.
—Sí, milady. Yo sueño para un periódico diario de Madrid.
—Se van a formar allí una idea muy extraña de los ingleses. De vez en cuando debiera usted hacer un sueño un poco romántico.
—¿En una cama inglesa? Es muy difícil. Sin embargo, a veces me duermo del lado del corazón, y sueño.
—¿Qué sueña usted?
—Estupideces, señora. Nada más que estupideces. Son sueños aburridísimos. No me los tomarían en ningún periódico, ni aunque los pusiera en verso.
Carrascosa en Londres
Un profesional de los viajes.
Ayer, paseándome por Picadilly, me encontré al gran Carrascosa.
—¡Hombre! ¡Usted por aquí!
Esta sorpresa no fue muy del agrado de Carrascosa, que es un hombre cosmopolita y que ya había venido anteriormente a Londres. Carrascosa aspira a ser encontrado sin emoción ninguna en los lugares más importantes del mundo, como si su presencia en éstos fuese la cosa más natural.
—¡Psh! ¡Aquí me tiene usted! El mundo es pequeño.
El mundo es pequeño para Carrascosa. Le pregunté qué hacía, dónde se hospedaba, etcétera. Carrascosa está muy ocupado. «Hotel Cecil» —dijo con un gran énfasis. Hace un año, Carrascosa se ha disgustado con el Savoy, y por eso se hospeda ahora en el Cecil. Carrascosa no tiene queja del Cecil. Buena cocina, amabilidad, confort…
—El Cecil es grande… El Cecil es grande y el mundo es pequeño.
—A ver si nos vemos —dice Carrascosa—. Mañana…
Mañana Carrascosa no se pertenece. Unos amigos antiguos le han retenido. Tal vez por la noche… En obsequio mío, Carrascosa, que tiene tantos compromisos en Londres, se quedará libré por la noche y me llevará a alguna parte.
Carrascosa es un hombre de mundo. Yo también. Por eso le gusto a Carrascosa. Ese Madrid es una porquería. Hay que salir fuera, como Carrascosa y como yo. ¿Para qué? Probablemente Carrascosa no sabe para qué; pero él está convencido de que hay que salir fuera, y como yo he salido fuera, por eso le inspiro cierta consideración a Carrascosa. Carrascosa es un hombre admirable en el acto de pedir una consumición o de llamar un coche. Se advierte en seguida que ha pedido una consumición y que ha llamado un coche en otras épocas de su vida. ¡Qué seguridad! ¡Qué gesto! ¡Qué dominio de la situación!
He pasado una noche con Carrascosa y lo he dejado entregado a sus numerosas ocupaciones. Carrascosa no tiene más que tres o cuatro días que pasar aquí. Asuntos de gran urgencia le aguardan en París. Uno no es dueño de sí mismo. Sobre todo, cuando se llama Carrascosa.
Cuando Carrascosa entró en el gran hall del Cecil, mi admiración le seguía. Carrascosa es un hombre de gran hotel, de tren de lujo y de trasatlántico. Probablemente, si se le da una edición curiosa de algún libro notable, Carrascosa no sabrá estimarla. En cambio, ¡hay que verle coger una guía de ferrocarriles! Carrascosa es uno de esos hombres que uno encuentra en el tren y con los que consulta todas las dudas del itinerario, en la seguridad de que conoce perfectamente la línea. Si un día Carrascosa llegase tarde a la estación o se le extraviara una maleta, se consideraría completamente desprestigiado. Por fortuna, esto no le ocurrirá jamás. Carrascosa sabe desenvolverse, ha visto mundo, ha salido fuera.
La sensibilidad de los ingleses
La fuente de los dolores.
Yo