Sólo nos quedan ya por examinar desde este punto de vista los sueños de angustia, los cuales constituyen un orden especial de los sueños de contenido penoso, y cuya interpretación, como realizadores de deseos, habrá de tropezar con la máxima resistencia por parte de los no iniciados. Pero afortunadamente puedo dejar aquí esclarecida esta cuestión con escasas palabras. Tales sueños no corresponden, en efecto, a una nueva faceta del problema onírico, sino al problema general de la angustia neurótica. La angustia que en sueños sentimos sólo aparentemente queda explicada por el contenido de los mismos. Al someter el contenido onírico a la interpretación, advertimos que la angustia del sueño no queda más ni mejor justificada por el contenido del sueño que, por ejemplo, la angustia de una fobia por la representación de que esta última depende. Es, por ejemplo, cierto que podemos caernos al asomarnos a una ventana, y que, por tanto, debemos observar cierta prudencia al efectuarlo, pero no es comprensible por qué en la fobia correspondiente es tan grande la angustia y persigue a los enfermos mucho más allá de sus motivos. La misma explicación se demuestra después, aplicable tanto a la fobia como al sueño de angustia. La angustia no está en ambos casos sino soldada a la representación que la acompaña, y procede de una fuente distinta.
A causa de esta íntima conexión de la angustia onírica con la neurótica tengo que referirme aquí en la discusión de la primera a la segunda. En un cierto estudio sobre la neurosis de angustia (Neurolog. Zentralblatt, 1895) afirmé yo que la angustia neurótica procede de la vida sexual, y corresponde a una libido desviada de su fin, y que no ha llegado a su empleo. Esta fórmula se ha demostrado cada día más verdadera. De ella puede deducirse el principio de que los sueños de angustia poseen un contenido sexual, cuya libido correspondiente ha experimentado una transformación en angustia. Más tarde tendremos ocasión de apoyar esta afirmación con el análisis de algunos sueños de sujetos neuróticos. Asimismo, en mis ulteriores tentativas de aproximarme a una teoría del sueño, habré de tratar nuevamente de la condición de los sueños de angustia y de su compatibilidad con la teoría de la realización de deseos.
Ya Plotino, el filósofo neoplatónico, decía: «Cuando nuestros deseos entran en actividad, acude la fantasía y nos presenta seguidamente el objeto de los mismos.» (Du Prel, pág. 276.)
Es increíble la resistencia que los lectores y los críticos oponen a este razonamiento y a la diferenciación fundamental entre contenido latente y contenido manifiesto. En cambio, debo hacer constar que, de todos los juicios contenidos en la literatura existente sobre la materia, ninguno se acerca tanto a mis afirmaciones, con respecto a este punto concreto, como los expresados por J. Sully en su estudio Dreams as a revelation, trabajo meritísimo cuyo valor no puede quedar disminuido por ser aquí la primera vez que lo mencionamos: It would seem then, after all, that dreams are not the utter monsense they have been said to be by such authorities as Chaucer, Shakespeare and Milton. The chaotic aggregations of our nightfancy have a significance and comunicate new knowledge. «Like some letter in cipher, the dream inscription when scrutinised closely loses its first look of balderdash and takes the aspect of a serious, intellegible message. Or to vary the figure slightly, we may say that, like some palimpsest, the dream discloses beneath its worthless surface-characters traces of an old and precious communication.» (Pág. 364.)
«Consideraciones confesionales», para Strachey es clara la referencia de Freud al antisemitismo reinante en esa época en Viena. (Nota del E.)
Es singular cuánto se limita aquí mi recuerdo despierto en favor de los fines del análisis. En realidad, he conocido a cinco tíos míos, alguno de los cuales me han inspirado gran cariño y respeto. Pero en el momento en que he logrado vencer la resistencia que a la interpretación se oponía, me digo: «No he tenido más que un tío, el tío José, y es éste, precisamente, aquel a que mi sueño se refiere.»
Goethe (Fausto):
«Das Beste, was du wissen kannst,
Darfst du den Buben doch nicht sagen.»
La señora v. Hugh-Hellmuth ha comunicado un sueño (Internat. Zeitschr. f. ärtzl. Psychoanalyse, III) que justifica como ningún otro mi adopción del término «censurar». La deformación onírica actúa en este sueño como la censura postal, borrando aquellos pasajes que cree inaceptables. La censura postal suprime tales pasajes con una tachadura, y la ceensura onírica los sustituye, en este caso, por un murmullo inteligible.
Para la mayor comprensión del sueño indicaremos que la sujeto es una señora de cincuenta años, muy distinguida y estimada, y viuda, hacía ya doce años, de un jefe del Ejército. Tiene varios hijos, ya mayores, y uno de ellos se hallaba, en la época del sueño, en el frente de batalla.
He aquí el relato de este sueño, al que podríamos dar el título de «sueño de los servicios de amor»: la señora entra en el hospital militar N. y manifiesta al centinela que desea hablar al médico director (al que da un nombre desconocido) para ofrecerle sus servicios en el hospital. Al decir esto acentúa la palabra «servicios» de tal manera, que el centinela comprende en seguida que se trata de «servicios de amor». Viendo que es una señora de edad, la deja pasar después de alguna vacilación; pero, en lugar de llegar hasta el despacho del médico director, entra en una gran habitación sombría, en la que se hallan varios oficiales y médicos militares, sentados o de pie, en derredor de una larga mesa. La señora comunica su oferta a un médico, que la comprende desde las primeras palabras. He aquí el texto de la misma, tal y como la señora lo pronunció en su sueño: «Yo y muchas otras mujeres, casadas, solteras, de Viena, estamos dispuestas con todo militar, sea oficial o soldado…» Tras de estas palabras, oye (siempre en sueños) un murmullo; pero la expresión, en parte confusa y en parte maliciosa, que se pinta en los rostros de los oficiales, le prueba que los circunstantes comprenden muy bien lo que quiere decir. La señora continúa: «Sé que nuestra decisión puede parecer un tanto singular; pero es completamente seria. Al soldado no se le pregunta tampoco, en tiempos de guerra, si quiere o no morir.» A esta declaración sigue un penoso silencio. El médico mayor rodea con su brazo la cintura de la señora y le dice: «Mi querida señora, suponed que llegásemos realmente a ese punto…» (Murmullos.) La señora se liberta del abrazo, aunque pensando que lo mismo de aquél que otro cualquiera, y responde: «Dios mío, yo soy una vieja, y puede que jamás me encuentre ya en ese caso. Sin embargo, habrá que organizar las cosas con cierto cuidado y tener en cuenta la edad, evitando que una mujer vieja y un muchacho joven… (Murmullos.) Sería horrible.» El médico mayor: «La comprendo a usted perfectamente.» Algunos oficiales, entre los cuales se halla uno que le había hecho la corte en su juventud, se echa a reír, y la señora expresa su deseo de ser conducida ante el médico director, al que conoce, con el fin de poner en claro todo aquello; pero advierte, sorprendida, que ignora el nombre de dicho médico. Sin embargo, aquel otro al que se ha dirigido anteriormente le muestra, con gran cortesía y respeto, una escalera de hierro, estrecha y en espiral, que conduce a los pisos superiores, y le indica que suba hasta el segundo. Mientras sube, oye decir a un oficial: «Es una decisión colosal. Sea joven o vieja la mujer de que se trate, a mí no puede por menos de inspirarme respeto.» Con la consciencia de cumplir un deber, asciende la señora por una escalera interminable.
El mismo sueño se reproduce luego dos veces más en el espacio de pocas semanas y con algunas modificaciones que, según la apreciación de la señora, eran insignificantes y perfectamente absurdas.
Tales sueños hipócritas no son nada raros. Hallándome en una ocasión consagrado al estudio de un determinado problema científico, tuve varias noches, casi seguidas, un sueño fácilmente desorientador, cuyo contenido era mi reconciliación con un amigo del que hace ya tiempo hube de prescindir. A la cuarta o quinta vez conseguí por fin aprehender el sentido de estos sueños. Residía en la incitación a echar a un lado el resto de consideración que aún me inspiraba