Donkin decía:
—No pesas más sobre un cable de lo que pesaría un polichinela quebrado.
Lo despreciaba. Belfast, atento a una posible lucha, lo provocaba:
—No te matarás trabajando, viejo.
—¿Y tú? —replicaba el negro con un tono de desprecio inefable.
Belfast se retiró.
Una mañana, durante el baldeo, lo llamó mister Baker:
—Pasa tu escoba por aquí, Wait.
El interpelado se acercó arrastrando la pierna.
—¡Anda, muévete! ¡Hum! —gruñó mister Baker—. ¿Qué te pasa en las patas posteriores?
El negro se paró en seco. Miró lentamente con sus ojos salientes, que tenían al mismo tiempo una expresión audaz y melancólica.
—No son las piernas —dijo—, son los pulmones.
Todos prestaron oído.
—¿Qué… ¡hum!… qué les sucede a tus pulmones? —preguntó mister Baker.
Todo el cuarto de guardia permanecía sobre el puente húmedo, con la sonrisa en los labios y las manos ocupadas por cubos y escobas. Wait dijo lúgubremente:
—Me voy, me voy de aquí. ¿No ve usted que soy un hombre moribundo? Yo sí lo sé.
Mister Baker parecía asqueado.
—¿Por qué demonios te embarcaste entonces?
—Es menester vivir hasta reventar. Al menos, así me parece.
Las risas se hicieron distintas.
—¡Vete de la cubierta! ¡Quítate de mi vista! —dijo mister Baker.
Estaba desconcertado. En su vida le había ocurrido nada semejante. James Wait, obediente, soltó su escoba y se dirigió lentamente hacia la proa. Una carcajada lo siguió. Aquello era demasiado cómico. Todos reían… ¡Reían…! ¡Ay!
Se convirtió en el verdugo de todos nuestros instantes, en la peor de las pesadillas. Imposible discernir ninguna huella exterior de enfermedad en su persona; en los negros no se ve nada semejante. No era muy gordo, pero tampoco parecía mucho más flaco que otros negros que conocíamos. Tosía frecuentemente, pero las gentes menos prevenidas podían darse cuenta de que tosía con más frecuencia cuando le convenía. No podía o no quería cumplir con su trabajo y se negaba a guardar cama. Un día, trepaba al aparejo con los más ágiles de la tripulación y al día siguiente nos veíamos obligados a arriesgar nuestras vidas para bajar su inanimado cuerpo. Fue interrogado, examinado, sufrió reconvenciones, amenazas, adulaciones, sermones. El capitán lo hizo llamar a su camarote. Corrieron rumores disparatados. Se dijo que tanto descaro había confundido al viejo; se afirmó que Wait lo había asustado. Charley aseguró que «el patrón, llorando, dio al negro su bendición y un bote de confitura». Knowles sabía por el camarero que el inefable Jimmy, agarrándose a todos los muebles del camarote, había gemido, se había quejado de la brutalidad e incredulidad generales y había terminado por toser desesperadamente sobre los diarios meteorológicos del patrón, que yacían abiertos sobre su mesa. Fuese como fuera, Wait regresó a proa sostenido por el camarero, que con voz emocionada y acongojada nos conjuraba:
—¡Aquí! Cogedle uno de vosotros. Es necesario que se acueste.
Jimmy absorbió un pichel de café y después de dirigir a unos y otros unas cuantas palabras ásperas, se metió en el lecho. Allí permanecía generalmente, pero según su fantasía subía sobre cubierta y aparecía en medio de nosotros. Arrogante, perdido en sus pensamientos, miraba el mar ante el barco y nadie hubiera podido resolver el problema que planteaba aquella figura aislada en su actitud de meditación e inmóvil como un mármol negro.
Firmemente rehusaba todos los remedios; sagú y harinas nutritivas volaron por encima de la borda hasta que el camarero se cansó de llevárselos. Pidió elixir paregórico. Se le envió un frasco enorme, lo suficiente para envenenar a una tribu de chiquillos. Lo guardó entre su colchón y el maderamen del barco, sin que nadie le viese nunca tomar una gota. Donkin lo injuriaba cara a cara, se mofaba de él cuando jadeaba, y el mismo día Wait le prestaba un jersey de abrigo. Una vez, Donkin, después de ultrajarlo durante media hora, reprochándole el trabajo suplementario que su simulación valía a los hombres de cuarto, coronó su diatriba llamándolo «cerdo de jeta negra». Bajo la influencia maldita del hechizo que nos ligaba, quedamos horrorizados. Pero Jimmy parecía deleitarse positivamente bajo el insulto. Parecía regocijado, y Donkin vio caer a sus pies un par de botas viejas, acompañado de un sonoro:
—¡Toma, desecho de arrabal, para ti son!
Finalmente, mister Baker tuvo que avisar al capitán de que James Wait turbaba el buen orden del barco.
—La disciplina por la borda… ¡Hum…! Ya lo veremos —gruñó mister Baker.
Efectivamente: una mañana, al recibir del contramaestre la orden de hacer un lavado general en el castillo de proa, la guardia de estribor estuvo a punto de negarse a obedecer. Según parece, Jimmy no podía soportar la humedad y aquel día estábamos en vena de compasión. En consecuencia, juzgamos que el contramaestre era un bruto y no se lo ocultamos. Sólo el tacto delicado de mister Baker previno una rebelión inminente, negándose a tomamos en serio. Llegó muy atareado a proa, nos dio toda clase de nombres, no todos muy corteses, pero con un tono tan cordial de verdadero lobo marino que comenzamos a sentimos avergonzados. En verdad, lo considerábamos demasiado buen marino para ofuscarlo a sabiendas; y, después de todo, tal vez Jimmy no fuera más que un farsante; probablemente lo era. Y el castillo fue lavado aquella mañana a pesar de todo; pero durante el día se instaló una habitación para el enfermo en la camareta, que se convirtió en un bonito camarote con puerta sobre cubierta y dos literas. Lleváronse allí todos los menesteres de Jimmy y luego, a pesar de sus protestas, al mismo Jimmy. Declaró que no podía andar. Cuatro hombres lo transportaron en una colcha. Se quejaba de que querían dejarlo morir allí solo, como un perro. A pesar de nuestra alegría al ver el castillo libre de su presencia, tomamos parte en su pena. Le cuidamos como antes. La cocina quedaba situada al lado de la camareta y el cocinero pasaba a verlo varias veces al día. El humor de Wait mejoró ligeramente. Knowles afirmó haberlo oído reír a carcajadas un día que se hallaba a solas, sin testigos. Otros le habían visto paseando de noche por la cubierta. Su pequeño retiro, cuya puerta siempre permanecía entreabierta por un largo garfio, estaba constantemente lleno de humo de tabaco. Cuando pasábamos por allí en el ejercicio de nuestras faenas, le lanzábamos bromas, y a veces injurias. Nos fascinaba. Jamás dejaba morir la duda. Su sombra planeaba sobre el barco. Invulnerable en la promesa de su muerte próxima, pisoteaba nuestra propia estimación, nos demostraba a diario nuestra falta de valor moral, corrompía la sencillez de nuestra sana existencia. Hubiéramos sido un mísero puñado de Inmortales condenados a ignorar eternamente la esperanza y el temor, y no hubiera podido dominamos con una superioridad más noble, ni afirmar más implacablemente su sublime privilegio.
Capítulo III
Entretanto, el Narcissus , con todas las velas desplegadas, salió del monzón favorable. Derivó lentamente, enderezando la proa hacia todos los puntos de la brújula, sometido durante varios días al capricho de los vientos mudables y contrarios. Bajo las cálidas gotas de breves chubascos, los hombres descontentos hacían virar de un lado a otro las pesadas vergas, empuñando los cables empapados, jadeando y suspirando, en tanto que sus oficiales, ásperos y chorreantes de lluvia, los hostigaban interminablemente con sus voces cansadas. Durante los cortos reposos, miraban con repugnancia las palmas desolladas de sus manos entumecidas y se preguntaban unos a otros amargamente: «¿Quién querría ser marinero si pudiese ser hacendado?». Todos los caracteres se echaban a perder; nadie se cuidaba de lo que decía. Una noche oscura, en que los hombres de cuarto, jadeantes de calor y medio ahogados por la lluvia, habían pasado de braza en braza durante