Éste continuó con desenvoltura sorprendente. Ya no jadeaba y su voz, hueca y timbrada, resonaba como si hablase en una caverna vacía. Se encolerizaba despreciativo:
—Tenía la pretensión de dormir siquiera un momento. Ustedes saben que no duermo de noche. Y se vienen a comadrear junto a la puerta como un condenado corro de viejas… Y se tienen ustedes por buenos compañeros, ¿no es cierto? ¡Sí, sí, bien se cuidan ustedes de un moribundo!
Belfast hizo una pirueta, dejando el jaulón de los cerdos.
—Jimmy—balbució trémulamente—, si no estuvieses enfermo, yo…
Se detuvo. El negro esperó un instante, y luego dijo con tono lúgubre:
— ¿Qué? Ve a pelearte con tus iguales. Déjame en paz. No será por mucho tiempo. Pronto moriré… no tardará mucho.
Los hombres permanecían inmóviles en torno, jadeando ligeramente, los ojos henchidos de cólera. Eso era justamente lo que esperaban, esas palabras que los horrorizaban, esa idea de una muerte emboscada que se les arrojaba al rostro varias veces al día: jactancia y amenaza en la boca de aquel negro importuno. Él parecía estar orgulloso de esa muerte que, hasta entonces, no había hecho otra cosa que hacer más fácil y regalada su vida; se hacía arrogante como si ningún otro hombre hubiese cultivado nunca la intimidad de tal compañera; hacía ostentación de ella ante nosotros con una persistencia untuosa que hacía su presencia indudable y al mismo tiempo increíble.
¡Ningún hombre es sospechoso de tan monstruosa amistad! ¿Debía llamarse realidad o impostura a aquella visitante que Jimmy continuaba esperando siempre? Se vacilaba entre la piedad y la desconfianza, en tanto que a la más ligera provocación el negro hacía chocar bajo nuestros ojos los huesos de su esqueleto infame y fastidioso. Jamás se cansaba de recordarla. Hablaba de la proximidad de su muerte como si ya se hallase a su lado, como si recorriese la cubierta exterior, o fuese a tenderse en aquel momento en la única litera que quedaba vacía o a sentarse con nosotros en nuestra próxima comida. La mezclaba diariamente a nuestras ocupaciones, a nuestros descansos, a nuestras diversiones. Ya no teníamos cantos ni música por las noches, pues Jimmy —todos le llamábamos tiernamente Jimmy para ocultar el odio que nos inspiraba su cómplice— había logrado, gracias a esa defunción en perspectiva, destruir el equilibrio moral del mismo Archie. Archie era el propietario del acordeón; pero después de dos ásperas homilías de Jimmy se había negado a tocar más. Decía. «¡Buen trapalón está ése! No sabría decir a punto fijo lo que hay en él; pero seguro que hay algo muy malo, me lo da la nariz. ¡No, no; inútil pedírmelo! Ya he dicho que no toco». Nuestros cantores enmudecieron a causa de Jimmy moribundo. Por la misma causa —como hizo observar Knowles— nadie se atrevía a «clavar un clavo en el tabique para colgar sus andrajos», comprendiendo que era una enormidad turbar de ese modo los últimos interminables momentos de Jimmy. De noche, en vez del grito jovial: «¡Una campanada! ¡Afuera! ¿Has oído? ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Arriba!» se llamaba la guardia hombre por hombre, quedamente, temerosos de interrumpir el que tal vez fuera último sueño de Jimmy sobre la tierra. A decir verdad, siempre estaba despierto y se las arreglaba para, cuando nos íbamos de puntillas hacia la cubierta, soltamos a las espaldas alguna frase cortante que nos obligaba a tomamos por unos brutos, hasta el momento en que comenzamos a creer que bien podríamos no ser sino unos idiotas. En el castillo de proa hablábamos en voz baja, como si nos hallásemos en una iglesia. Comíamos mudos y atemorizados, pues Jimmy se mostraba caprichoso con respecto a la alimentación y denunciaba amargamente las carnes saladas, las galletas y el té como artículos impropios para ser consumidos por los humanos, «por no decir de un moribundo». Y agregaba:
—¿No hay manera, pues, de encontrar un trozo mejor de carne para un enfermo que trata de regresar a su hogar para hacerse curar o sepultar? Pero no. Si tuviese una probabilidad de salvarme, ustedes me la arrebatarían. Quieren envenenarme. ¡Mirad lo que me han dado!
Le servíamos en su lecho, rabiosos y humildes como los viles cortesanos de un príncipe detestado, y él nos recompensaba con sus críticas irreconciliables. Jimmy había descubierto el resorte fundamental de la imbecilidad humana; aquel maldito moribundo tenía el secreto de la vida, y se había apoderado de todos los instantes de nuestra existencia. Reducidos a la desesperación, continuábamos sumisos. El impulsivo Belfast se hallaba siempre a medio camino entre las vías de hecho y un acceso de lágrimas. Una noche confesaba a Archie.
—Por un penique le rompía yo su horrible carota de negro tramposo.
Archie, corazón leal, fingía escandalizarse. ¡Tanto pesaba el infernal maleficio arrojado por aquel negro, casualmente encontrado, sobre nuestra cándida naturaleza!
Pero aquella misma noche, Belfast robaba en la cocina la tarta de frutas destinada a los oficiales, a fin de despertar el estragado apetito de Jimmy, acto con el cual no sólo ponía en peligro su larga amistad con el cocinero, sino también, según parece, su salvación eterna. El cocinero quedó abrumado de dolor; no conocía al culpable, pero veía florecer el mal, veía a Satanás desencadenado entre aquellos hombres a los que consideraba en cierto modo bajo su dirección espiritual.
Le bastaba ver a tres o cuatro marineros reunidos para abandonar sus hornillas y correr con un sermón en los labios. Nosotros huíamos de él y sólo Charley —que conocía al ladrón— afrontaba al cocinero con un ojo cándido que irritaba a aquel hombre de bien.
—Sospecho que eres tú —gemía acongojado, con una mancha de hollín en la barbilla—. Eres tú. Tienes tufo de hereje. No vuelvas a colgar nunca tus calcetines en mi cocina.
No tardó en esparcirse la noticia oficiosa de que, en caso de reincidencia, seria suprimida nuestra mermelada de naranja —ración extra de media libra por cabeza—. Mister Baker dejó de abrumar de regocijados reproches a sus marineros favoritos y distribuyó equitativamente entre todos sus gruñidos de sospecha. Desde lo alto de la toldilla, los fríos ojos del capitán brillaban con desconfianza, siguiendo las evoluciones de nuestra pequeña tropa que, según la costumbre de todas las tardes, iba de las drizas a los brazos de las vergas para asegurar todas las cuerdas del aparejo. Un robo semejante, a bordo de un barco mercante, es difícil de impedir, y puede pasar por una declaración de hostilidad de la tripulación contra los oficiales. Y ése es un mal síntoma. ¡Sabe Dios qué gresca puede armarse cualquier día! Sin que hubiese cesado de reinar la paz a bordo del Narcissus , la confianza mutua se había perdido. Donkin no ocultaba su alegría. Nosotros estábamos consternados.
Belfast, ilógico, hacía furiosos reproches a nuestro negro. James Wait, acodado sobre su almohada, se asfixiaba y luego, jadeante, decía:
—¿Acaso te pedí yo que hurtases ese condenado manjar? ¡Llévese el diablo tu maldita tarta! Además, me hizo daño tu regalo, irlandesito idiota.
Belfast, congestionado el rostro y temblorosos los labios, se arrojó sobre él. Todos los presentes se levantaron lanzando un solo grito. Hubo un momento de tumulto salvaje. Una voz aguda clamó:
—¡Despacio, Belfast, despacio!
Esperábamos que Belfast estrangulase a Wait, ni más ni menos. Se levantó una nube de polvo, a través de la cual se oyó la tos del negro, metálica y ruidosa como el resonar de un gong . Un momento después, veíamos a Belfast inclinado sobre él, diciéndole acongojadamente:
—¡No hagas eso! ¡No hagas eso, Jimmy! No seas así. Un ángel no lo soportaría, enfermo como estás.
En pie a la cabecera de Jimmy, nos lanzó una mirada circular, con su cómica boca torcida y los ojos llenos de lágrimas; luego procuró arreglar las mantas desordenadas. El murmullo incesante del mar llenaba el castillo. ¿Estaba James Wait asustado, conmovido o arrepentido? Permanecía tendido de espaldas, oprimiéndose el costado con una mano, inmóvil como si por fin hubiese llegado la visitante esperada. Belfast movía los pies en su turbación, repitiendo con voz emocionada: