En la otra extremidad del barco, el castillo de proa, en el que no brillaba ya luz alguna, se adormecía en un vacío opaco, cruzado por sonoros resoplidos y bruscos suspiros.
La doble fila de literas se abrían, negras, como tumbas habitadas por muertos inquietos. Aquí y allá, una charra cortina de cretona a medio correr, señalaba el puesto de un sibarita. Una pierna, blanquísima e inanimada, pendía de un lecho. Un brazo tendía hacia el techo una pahua negra con los dedos ligeramente encogidos. Dos ligeros ronquidos, inarmónicos, contendían en un cómico diálogo. Singleton, desnudo todavía el torso —el viejo sufría mucho de las erupciones producidas por el calor—, exponía al fresco su espalda, de pie en el vano de la puerta, cruzados los brazos sobre el pecho decorado. Su cabeza tocaba las vigas de la cubierta superior. El negro, semidesnudo, se hallaba ocupado en desatar las cuerdas de su cofre y tender su cama sobre una litera alta. En calcetines, paseaba en silencio su corpachón; un par de tirantes le azotaba los talones. Entre las sombras de las madrinas y el bauprés, Donkin masticaba un trozo de galleta dura, sentado en el mismo suelo, con los pies rectos y los ojos móviles; tenía la galleta en el puño, delante de la boca y la mordía con feroces dentelladas. Las migajas caían entre sus abiertas piernas. Luego se levantó.
—¿Dónde está el tonel de agua? —preguntó a media voz.
Singleton, sin hablar, hizo un ademán con su fuerte mano, que sostenía una corta pipa humeante. Donkin se inclinó, bebió en el vaso de estaño, salpicando el suelo, se volvió y vio al negro que lo miraba desde lo alto, por encima del hombro, tranquilamente. El otro se acercó de lado.
—¡Bonita cena para un hombre! —murmuró amargamente—. El perro de mi casa no la querría. Y es buena para nosotros. ¡Y que un gran barco tenga semejante castillo de proa!… Ni siquiera un condenado trozo de carne en la gamella. He buscado en todas las chilleras.
El negro lo miró como un hombre al que de repente se le dirige la palabra en un idioma extranjero. Donkin cambió de tono.
—Dame un trozo de tabaco, camarada —dijo confidencialmente—. Hace un mes que no fumo ni masco, y la necesidad me enloquece. Anda, viejo, un buen movimiento.
—Déjese de familiaridades —dijo el negro.
Donkin dio un salto y se dejó caer sentado, de sorpresa, en un cofre próximo.
—No hemos guardado puercos juntos —continuó James Wait, asordinando su bien timbrada voz de barítono—. Aquí tiene usted su tabaco.
Luego, tras una pausa, preguntó:
—¿De qué barco llegas?
—Del Golden State —balbució Donkin, mordiendo al mismo tiempo el tabaco.
El negro silbó quedamente:
—¿Desertor? —dijo brevemente.
Donkin, con un carrillo hinchado, hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, abandoné el campo —masculló—. Habían matado a patadas a un mozo de Dago en aquella travesía, y me hubiera tocado el tumo. Y despejé el campo.
—¿Y dejaste el abarrote atrás?
—Abarrote y dinero —respondió Donkin, elevando la voz—. No tengo nada. Ni ropa, ni cama. Un irlandesito patizambo que hay aquí, me dio una manta. Me parece que esta noche tendré que acostarme en el pequeño foque.
Salió, arrastrando tras él la manta que llevaba cogida de una punta. Singleton, sin mirarlo, se apartó ligeramente para dejarlo pasar. El negro ató sus ropajes de tierra y vestido convenientemente para el trabajo de a bordo, se sentó sobre su cofre, con un brazo estirado encima de sus rodillas. Después de contemplar a Singleton unos momentos, preguntó por fórmula:
—¿Qué clase de barco es éste? ¿No es malo, eh?
Singleton no se movió. Largo rato después dijo, con el rostro inmóvil:
—¿El barco? Todos los barcos son buenos. Pero son los hombres…
Continuó fumando en profundo silencio. La sabiduría de medio siglo pasado escuchando el estruendo de las olas, había hablado inconscientemente por sus viejos labios. El gato ronroneaba sobre el cabrestante. Entonces James Wait tuvo un acceso de tos estrepitoso y rugiente que lo sacudió como un huracán, y lo arrojó jadeante, con los ojos fuera de las órbitas, cuán largo era, sobre su cofre. Muchos hombres se despertaron. Uno de ellos, con voz adormilada, gritó desde su litera:
—¡Chitón! ¡Vaya con la condenada escandalera!
—Estoy resfriado —farfulló Wait.
—¿Resfriado dices? —gruñó el hombre—. Apostaría que era algo más.
—¡Oh!, como usted guste —dijo el negro levantándose y recobrando su preeminencia y su desdén. Trepó a su litera y volvió a toser con insistencia, en tanto que alargaba el cuello para vigilar el castillo. Y no hubo más protestas. Entonces se dejó caer sobre la almohada y pudo oírse el soplo rítmico de su respiración semejante a la de un hombre oprimido por un mal sueño.
Singleton se hallaba de pie en la puerta, con el rostro en la luz y la espalda en las tinieblas. Y sólo en la penumbra vacía del dormido castillo de proa, parecía más grande, colosal, viejísimo; viejo como el mismo tiempo, padre de las cosas, llegado a aquel lugar más mudo que un sepulcro para contemplar con ojo paciente la corta victoria del sueño consolador. Sin embargo, no era más que un hijo del tiempo, reliquia solitaria de una generación devorada y a la que nadie recordaba ya. Permanecía allí, vigoroso todavía, sin pensamiento como siempre; entre su vasto pasado vacío y la nada de su futuro, sus impulsos de niño y sus pasiones de hombre, muertos ya bajo su seno tatuado. Los hombres capaces de comprender su silencio, los que habían sabido el secreto de existir más allá de la vida, frente a la paz de la eternidad, habían desaparecido. Ellos habían sido fuertes, con la fuerza de los que no conocen ni la duda ni la esperanza. Habían sido impacientes y sufridos, turbulentos y aplicados, insumisos y fieles. Personas bienintencionadas habían intentado representar a aquellos hombres gimiendo a cada bocado de su pan, poniéndose al trabajo por el solo temor de sus vidas. Pero en verdad, habían sido hombres familiarizados con el trabajo, la privación, la violencia y el libertinaje, desconocedores del miedo e incapaces de abrigar odio en sus corazones. Duros de manejar, pero fáciles de seducir, mudos siempre, pero bastante viriles para despreciar en su alma la sensiblera garrulería de los que deploraban la dureza de su suerte. Suerte única y propia; la capacidad de soportarla les parecía un privilegio de elegidos. Su generación había vivido silenciosa e indispensable, sin haber conocido la dulzura de los afectos ni el refugio de un hogar, y moriría libre de la oscura amenaza de una tumba estrecha. Eran los hijos siempre mozos del mar misterioso. Sus herederos no son sino los hijos crecidos de una tierra descontenta. Menos díscolos, pero menos inocentes; menos profanos, pero tal vez también menos creyentes; si han aprendido a hablar, no es menos cierto que también aprendieron a gemir. Pero los otros, los fuertes, los silenciosos, modestos, encorvados y sufridos, se habían parecido a las cariátides de piedra que sostienen por la noche las salas resplandecientes de un edificio glorioso. Y ahora están lejos, y ya no cuentan. El mar y la tierra son infieles a sus hijos. Una verdad, una fe, una generación de hombres pasa, se la olvida y ya no cuenta. Excepto para aquellos pocos, tal vez, que creyeron esa verdad, profesaron esa fe o amaron a esos hombres.
Se levantaba una brisa. El barco borneó, y de repente, bajo una racha más fuerte, el seno de