»Dejé continuar a aquel Mefistófeles de cartón piedra y me pareció que, si lo intentaba, podría atravesarle con mi dedo índice y no encontraría nada en su interior más que un poco de suciedad suelta, tal vez. Él, como podéis ver, había estado planeando convertirse pronto en ayudante de dirección bajo el hombre actual, y pude ver que la llegada del tal Kurtz les había trastornado un poco a los dos. Hablaba precipitadamente y no traté de detenerle. Yo tenía la espalda apoyada contra los restos de mi vapor, remolcado pendiente arriba como el cadáver de un gran animal de río. El olor del fango, del fango primitivo, ¡por Júpiter!, estaba en mis narices; y ante mis ojos, la profunda quietud del bosque primitivo; había manchas brillantes en la negra ensenada. La luna había tendido una fina capa de plata sobre todas las cosas —sobre la exuberante hierba, sobre el fango, por encima del muro de espesa vegetación que se levantaba a una altura mayor que el muro de un templo, por encima del gran río que yo veía brillar a través de una brecha oscura, brillar a medida que fluía en toda su anchura, sin un murmullo—. Todo esto era grandioso, expectante, mudo, mientras aquel hombre farfullaba acerca de sí mismo. Yo me preguntaba si la quietud en la faz de la inmensidad que nos miraba a los dos significaba una llamada o una amenaza. ¿Qué éramos nosotros que nos habíamos extraviado allí?, ¿podríamos dominar aquella “cosa” muda o nos dominaría ella a nosotros? Sentí lo grande, lo malditamente grande que era aquella “cosa” que no podía hablar y que tal vez era también sorda. ¿Qué había allí dentro? Podía ver salir de ella un poco de marfil y había oído decir que el señor Kurtz estaba allí. Había oído ya bastante sobre todo ello, ¡Dios es testigo! Sin embargo, por alguna razón no me sugería imagen alguna, igual que si me hubieran dicho que allí había un ángel o un demonio. Lo creí de la misma forma que alguno de vosotros podría creer que hay habitantes en el planeta Marte. En una ocasión conocí a un fabricante de velas de barco escocés que estaba seguro, absolutamente seguro, de que había habitantes en Marte. Cuando se le preguntaba acerca del aspecto que tenían y de cómo se comportaban, musitaba tímidamente algo sobre “caminar a cuatro patas”. Si se te ocurría siquiera sonreír, él, un hombre de sesenta años, se mostraba dispuesto a desafiarte. Yo no hubiera llegado a luchar por Kurtz, pero por él estuve a punto de mentir. Ya sabéis que odio, detesto y no puedo soportar la mentira, no porque sea más recto que los demás, sino simplemente porque me horroriza. Hay un toque de muerte, un sabor a mortalidad en las mentiras, que es exactamente lo que más odio y detesto en el mundo, lo que deseo olvidar. Me hace sentirme desdichado y enfermo, como si hubiera mordido algo podrido. Cuestión de temperamento, supongo. Bueno, estuve a punto de mentir porque dejé que aquel joven estúpido creyera todo lo que quiso imaginar acerca de mis influencias en Europa. En un instante me convertí en un ser tan falso como el resto de los hechizados peregrinos. Y ello simplemente porque tenía la idea de que de alguna forma esto serviría de ayuda a aquel tal Kurtz, al que no vi entonces…, no sé si me entendéis. Para mí él era sólo una palabra. Yo no veía a la persona en el nombre, no más de lo que vosotros podáis verlo. ¿Lo veis? ¿Veis el relato? ¿Veis algo? Tengo la sensación de estaros contando un sueño, pero inútilmente, porque ningún relato de un sueño puede transmitir la sensación del sueño, esa mezcla de absurdo, sorpresa y aturdimiento en un temblor de rebelión agónica, esa sensación de ser capturado por lo increíble, que constituye la esencia de los sueños…
Permaneció un rato en silencio.
—… No, es imposible; es imposible transmitir la sensación de vida de una época cualquiera de la propia existencia; lo que le confiere veracidad y significado, su esencia sutil y penetrante. Es imposible. Vivimos igual que soñamos: solos.
Hizo una nueva pausa, como si estuviera reflexionando; después continuó.
—Por supuesto, vosotros, amigos, veis más ahora de lo que yo podía ver entonces. Vosotros me veis a mí, y ya me conocéis…
La oscuridad se había hecho tan profunda que nosotros, los que escuchábamos, podíamos apenas vernos unos a otros. Desde hacía ya bastante tiempo, él, sentado aparte, no era para nosotros más que una voz. Nadie pronunció una sola palabra. Los otros tal vez estuvieran dormidos, pero yo estaba despierto. Escuchaba, escuchaba atentamente a la espera de la frase, de la palabra que me ayudara a comprender la lánguida inquietud que inspiraba esta narración, que parecía tomar forma, sin la ayuda de labios humanos, en el aire denso de la noche sobre el río…
—Sí; dejé que continuara —Marlow comenzó de nuevo— y que pensara lo que le viniera en gana sobre los poderes que estaban detrás de dormí. ¡Lo hice! ¡Y no había nada detrás de mí! No había nada aparte de aquel vapor viejo destrozado y miserable en el que estaba recostado, mientras él hablaba ininterrumpidamente acerca de «la necesidad de que cada uno siga adelante…». «Y cuando uno viene aquí, usted comprenderá no es para contemplar la luna». El señor Kurtz era un «genio universal», pero incluso para un genio sería más fácil trabajar con «instrumentos adecuados: con hombres inteligentes». Él no fabricaba ladrillos. ¿Por qué? Existían impedimentos físicos, como había podido constatar; y si trabajaba como secretario para el director era porque «ningún hombre sensato rechaza alegremente la confianza de sus superiores». ¿Lo comprendía yo? Lo comprendía. ¿Qué más quería? Lo que realmente quería yo eran remaches. ¡Santo cielo!, remaches para proseguir con mi trabajo, para tapar el agujero. Quería remaches. ¡Había cajas llenas de ellos en la costa, cajas amontonadas, reventadas, rotas! Tropezabas con remaches sueltos a cada paso que dabas en el recinto de aquella estación de la colina. Los remaches habían rodado hasta la arboleda de la muerte. Hubieras podido llenarte los bolsillos de remaches sin más molestia que la de agacharte, y en cambio no se encontraba ni uno donde había necesidad de ellos. Teníamos planchas que podían servir, pero nada con qué fijarlas. Y cada semana el mensajero, un negro solitario, partía de nuestra estación hacia la costa con la cartera al hombro y el cayado en la mano. Y varias veces por semana llegaba una caravana procedente de la costa con productos comerciales: un calicó horriblemente lustroso que con sólo mirarlo daba escalofríos, abalorios de cristal de a penique el cuarto, horribles pañuelos de algodón estampado. Y ningún remache. Tres porteadores podrían haber traído todo lo que necesitábamos para poner a flote aquel vapor.
»Empezaba a hacerme confidencias, pero me imagino que mi actitud poco receptiva le debió exasperar al fin, ya que juzgó necesario informarme de que él no temía ni a Dios ni al diablo y mucho menos a un simple hombre. Le dije que ya me había dado cuenta de eso, pero que lo que yo quería era una determinada cantidad de remaches; y que lo que el señor Kurtz realmente quería eran remaches, aun sin saberlo. Todas las semanas se mandaban cartas a la costa… “Mi querido señor —gritó—, escribo al dictado”. Yo pedía remaches. Existía una forma… para un hombre inteligente. Él cambió su actitud; se mostró muy reservado y, de repente, empezó a hablar acerca de un hipopótamo; se preguntaba si no me había molestado nada mientras dormía a bordo del vapor (yo me obstinaba noche y día en mi salvamento). Había un viejo