—Si me quedara mucho tiempo todavía —dijo—, debería prepararme, tal vez, para otras sorpresas más. Parece que ustedes quieren zurrarme.
—Toda paciencia se acaba —dijo Robinsón.
—Mejor será que usted se calle, Robinsón —dijo Karl sin quitarle a Delamarche los ojos de encima—; para sus adentros no deja usted de reconocer que yo tengo razón; pero, abiertamente, ¡tiene usted que tomar el partido de Delamarche!
—¿Intenta usted sobornarlo? —preguntó Delamarche.
—Ni se me ocurre —dijo Karl—. Estoy contento de irme y ya no quiero tener la menor relación con ninguno de ustedes. Una sola cosa quiero decirles todavía: usted me ha reprochado que poseo dinero y que lo he ocultado ante ustedes. En el supuesto caso de que esto fuera cierto, ¿no debía yo obrar así tratándose de gente que sólo conocía desde hacía pocas horas?, ¿no confirman ustedes, además, con su conducta presente lo acertado de semejante manera de obrar?
—Quédate tranquilo —le dijo Delamarche a Robinsón, aunque éste no se moviera. Luego preguntó a Karl—: Puesto que es usted tan desvergonzadamente sincero, lleve más lejos aún esa sinceridad, ya que estamos aquí tan amistosamente el uno frente al otro, y confiese por qué, en realidad, quiere usted ir al hotel.
Karl tuvo que retroceder un paso por encima del baúl tanto se le había aproximado Delamarche. Pero éste no abandonó por ello su propósito, apartó el baúl, dio otro paso hacia adelante, poniendo el pie sobre una pechera blanca que había quedado en la hierba, y repitió su pregunta.
Como a guisa de respuesta subió desde el camino un hombre, con una linterna de bolsillo de foco potente que se dirigió al grupo. Era un mozo del hotel. No bien vio a Karl, dijo:
—Lo estoy buscando a usted hace ya media hora. He recorrido ya todos los taludes a ambos lados del camino. La señora cocinera mayor le manda decir que necesita con urgencia el cesto de paja que le ha prestado a usted.
—Aquí está —dijo Karl, y su voz casi temblaba de excitación.
Con aparente modestia Delamarche y Robinsón se habían apartado tal como hacían siempre ante gente extraña que gozaba de un buen puesto. El mozo recogió el cesto y dijo:
—Además, la señora cocinera mayor le manda preguntar si no ha cambiado usted de parecer, si no quiere usted pernoctar en el hotel a pesar de todo. Y que también los otros dos señores serán bienvenidos, si quiere usted llevarlos. Las camas ya están preparadas. Es cierto que la noche es más bien templada, pero el dormir en esta ladera no está libre de peligros; se encuentran aquí, a menudo, víboras.
—Puesto que la señora cocinera mayor es tan amable, aceptaré su invitación a pesar de todo —dijo Karl, y esperó alguna manifestación por parte de sus camaradas. Pero Robinsón seguía allí plantado, apático, y Delamarche tenía las manos en los bolsillos del pantalón y miraba hacia las estrellas. Evidentemente los dos estaban muy confiados en que Karl los llevaría sin más.
—En este caso —dijo el mozo— tengo orden de conducirle al hotel y de llevar su equipaje.
—Si es así, espere usted un momento todavía, se lo ruego —dijo Karl y se agachó para meter dentro del baúl las pocas cosas que aún estaban dispersas por el suelo.
De pronto se irguió. Faltaba la fotografía. Antes estaba encima de los demás efectos que contenía el baúl, pero ya no aparecía por ninguna parte. Nada faltaba si no era aquella fotografía.
—No puedo encontrar la fotografía —dijo suplicante dirigiéndose a Delamarche.
—¿Qué fotografía? —preguntó éste.
—La fotografía de mis padres —dijo Karl.
—No hemos visto ninguna fotografía —dijo Delamarche.
—Ahí dentro no había ninguna fotografía, señor Rossmann —certificó también Robinsón por su parte.
—Pero si esto es imposible —dijo Karl, y sus miradas en procura de ayuda atrajeron al mozo—. Estaba encima de las demás cosas y ahora ha desaparecido. Ojalá no hubieran gastado ustedes esa broma con el baúl.
—No debe quedar la menor duda —dijo Delamarche—; en el baúl no había ninguna fotografía.
—Era para mí más importante que todo lo demás que tengo en el baúl —dijo Karl dirigiéndose al mozo que andaba de un lado para otro, revisando el césped—, puesto que es irreemplazable: ya no me enviarán otra. —Y cuando el mozo desistió de su búsqueda inútil agregó todavía—: Era el único retrato que tenía de mis padres.
A lo cual el mozo, en voz alta y sin ninguna clase de miramientos ni disimulo, dijo:
—Tal vez podríamos registrar todavía los bolsillos de los señores.
—Sí —dijo Karl en seguida—, es necesario que yo encuentre esa fotografía. Pero antes de revisar los bolsillos quiero declarar que daré el baúl con todo su contenido a quien me devuelva espontáneamente la fotografía.
Después de un momento de silencio general le dijo Karl al mozo:
—Por lo visto mis camaradas prefieren que les revisemos los bolsillos. Pero aun así le prometo a aquel en cuyo bolsillo se encuentre la fotografía el baúl entero. No puedo hacer más.
El mozo se dispuso acto seguido a registrar a Delamarche, pues le pareció un caso más difícil que Robinsón, a quien dejó por cuenta de Karl. Le advirtió a Karl que era necesario registrar a ambos simultáneamente ya que de otra manera uno de los dos podría hacer desaparecer la fotografía sin que nadie lo notare. Apenas introdujo la mano en el bolsillo de Robinsón encontró Karl una corbata que le pertenecía, mas no se apoderó de ella, y dirigiéndose al mozo exclamó:
—Déjele usted a Delamarche todo lo que le encuentre, sea lo que fuere, se lo ruego. Yo no quiero sino la fotografía, sólo la fotografía.
Al registrar los bolsillos interiores de la chaqueta tocó Karl con la mano el pecho caliente, grasiento, de Robinsón, y su conciencia le dijo, de pronto, que acaso estaba cometiendo con sus camaradas una gran injusticia. Procedió luego con la mayor prisa posible. Por otra parte todo resultó en vano; la fotografía no se encontró: ni apareció en poder de Robinsón ni la tenía Delamarche.
—No se puede hacer nada más —dijo el mozo.
—Probablemente rompieron la fotografía y tiraron los trozos —dijo Karl—. Creía yo que eran amigos, pero en secreto ellos sólo querían perjudicarme. No tanto Robinsón, a ése ni se le hubiera ocurrido que la fotografía podía tener para mí un valor semejante, sino Delamarche.
Karl vio delante de sí sólo al mozo, cuya linterna iluminaba un pequeño círculo; mientras que todo lo demás, incluso Delamarche y Robinsón, permanecía hundido en tinieblas.
Naturalmente ya nadie pensaba siquiera en la posibilidad de llevar a esos dos al hotel. El mozo alzó el baúl sobre el hombro, Karl recogió el cesto de paja y se marcharon.
Ya estaba Karl en el camino cuando, interrumpiendo sus reflexiones, se detuvo y dirigiendo su voz hacia arriba, hacia la oscuridad, exclamó:
—Oigan, si, a pesar de todo, alguno de ustedes tiene esa fotografía y quiere traérmela al hotel, la oferta del baúl sigue en pie y juro que no lo delataré.
Lo que bajó no fue en realidad una respuesta; no era sino una palabra brusca, lo que pudo oírse, el comienzo de una exclamación de Robinsón, al que seguramente Delamarche tapó súbitamente la boca. Karl se quedó esperando un largo rato todavía, para ver si los de arriba cambiaban, con todo, de decisión. Dos veces, a intervalos, exclamó:
—¡Aún sigo aquí!
Mas no le respondió sonido alguno; sólo una vez una piedra vino rodando cuesta abajo, acaso