En la mesa de al lado estaban sentados unos obreros que llevaban blusas salpicadas de cal, y todos bebían el mismo líquido. Los numerosos automóviles que pasaban arrojaban nubes de polvo sobre las mesas. Se hacían circular grandes hojas de periódicos, se hablaba con excitación de la huelga de los obreros de la construcción y se oía a menudo el nombre de Mack. Karl hizo averiguaciones al respecto y supo que se trataba del padre de aquel Mack que él conocía y que era el empresario de construcciones más importante de Nueva York, que la huelga le costaba millones y que acaso amenazara su posición comercial. Karl no creyó ni una palabra de aquellas habladurías de gente mal informada y malintencionada.
Además amargábale a Karl aquella comida la circunstancia muy problemática de cómo se pagaría la consumición. Lo natural hubiese sido que cada uno pagase su parte, pero tanto Delamarche como Robinsón habían declarado oportunamente que el último resto de su dinero se había agotado con el pago del albergue de la noche anterior. No se podía descubrir en poder de ninguno de ellos reloj, anillo o cualquier otro objeto que se pudiera vender. Y Karl no podía echarles en cara, claro está, que hubieran ganado algo sobre la venta de sus ropas, pues esto habría sido una ofensa que los hubiera separado para siempre. Pero lo más asombroso era que ni Delamarche ni Robinsón demostraran preocupación alguna en cuanto al pago; por el contrario, ostentaban el suficiente buen humor como para intentar, con la mayor frecuencia posible, trabar relaciones con la camarera, que se paseaba entre las mesas, ufana y con paso firme y pesado. Llevaba el cabello un poco suelto, de manera que desde los lados le caía sobre la frente y las mejillas; se lo alisaba hacia atrás introduciendo las manos por debajo. Finalmente cuando podía esperarse de ella la primera palabra amable, se aproximó a la mesa y, apoyando en ella ambas manos, preguntó:
—¿Quién paga?
Jamás hubo manos que se alzaran con mayor prontitud que en aquel momento las de Delamarche y Robinsón señalando a Karl. Éste no se asustó por ello, ya que lo había previsto, y no veía nada malo en que los camaradas, de los cuales él también esperaba sus ventajas, se hicieran pagar algunas insignificancias; aunque por cierto, más decente hubiera sido convenir ese asunto en forma expresa antes del momento decisivo. Lo único molesto era que se hacía necesario extraer en ese momento el dinero del bolsillo secreto. Al principio había sido su intención reservar su dinero para el último caso de necesidad y colocarse por el momento, en cierto modo, en un mismo plano con sus camaradas. La ventaja que él obtenía al poseer aquel dinero y, ante todo, del hecho de no hablar a sus camaradas de su propiedad, quedaba más que sobradamente compensada, para ellos, por las circunstancias de que ya desde su niñez se hallaban en América, de que tenían experiencia y conocimientos suficientes para ganar dinero y de que, al fin y al cabo, no estaban acostumbrados a otras condiciones de vida mejores que las actuales.
Las intenciones que hasta entonces abrigó Karl con respecto a su dinero no tenían por qué quedar perturbadas con motivo de ese pago, pues de un cuarto de dólar podía él prescindir y por lo tanto podía ponerlo sobre la mesa, declarando que era todo lo que poseía y que estaba dispuesto a sacrificarlo por su viaje en común a Butterford. Además, esa suma bastaría perfectamente para ese viaje a pie. Pero no sabía en aquel momento si tenía suficiente dinero suelto, y además ese dinero, junto con los billetes doblados, se hallaba hundido en quién sabe qué profundidades del bolsillo secreto, donde la mejor manera de encontrar algo era precisamente volcando todo el contenido sobre la mesa. Por otra parte, era absolutamente innecesario que los camaradas se enterasen de la existencia de aquel bolsillo secreto. Ahora bien, afortunadamente, a sus compañeros aún seguía interesándoles mucho más la camarera que cómo lograba Karl el dinero para el pago. Pidiéndole que hiciera la cuenta detallada, atrajo Delamarche a la camarera, obligándola a colocarse entre él y Robinsón, y ella sólo pudo repeler las insolencias de ambos poniendo ya a uno, ya a otro, toda la mano sobre la cara, a fin de apartarlos de esta manera.
Entretanto Karl, acalorado por el esfuerzo que tuvo que hacer, juntaba debajo de la tabla de la mesa, en una de sus manos, el dinero que pieza por pieza iba cazando y pescando con la otra en el bolsillo secreto. Finalmente, a pesar de que todavía no conocía bien el dinero norteamericano, creyó haber reunido una suma suficiente a juzgar, al menos, por la cantidad de monedas, y las puso sobre la mesa. El sonido del dinero interrumpió inmediatamente las bromas. Para disgusto de Karl, y con el consiguiente asombro general, resultó que había allí casi un dólar entero. Si bien ninguno de ellos preguntó por qué no había dicho antes Karl nada de ese dinero, suficiente para un cómodo viaje en tren hasta Butterford, Karl se sentía, sin embargo, muy cohibido.
Lentamente, después de quedar pagada la comida, volvió a guardar el dinero; Delamarche alcanzó a quitarle todavía, de la mano, una moneda que necesitaba para propina de la camarera, a la cual abrazó estrechamente contra sí, para entregarle luego, desde el otro lado, la moneda.
Karl sintió gratitud hacia ellos, ya que al proseguir la marcha no hicieron alusión alguna al dinero y, durante un rato, hasta pensó confesarles a cuánto ascendía toda su fortuna, pero, con todo, no lo hizo, ya que no se presentaba ninguna ocasión propicia. Hacia el atardecer llegaron a un paraje más rural, más fértil. Alrededor aparecían campos que no estaban subdivididos y se extendían con su tierno verdor sobre suaves collados; ricas residencias rurales bordeaban el camino, y durante horas y horas anduvieron entre las rejas doradas de los jardines, cruzaron varias veces el mismo río de lenta corriente y muchas veces, por encima de sus cabezas, escucharon el tronar de los trenes que pasaban por los viaductos construidos sobre altas arcadas.
Precisamente estaba poniéndose el sol sobre el borde recto de lejanos bosques cuando se dejaron caer en la hierba, en medio de una pequeña arboleda situada sobre una altura, para descansar de las fatigas del día. Allí se tendieron Delamarche y Robinsón, estirándose y desperezándose cuanto podían. Karl permaneció sentado, la cabeza erguida, mirando hacia el camino que corría unos metros más abajo y sobre el cual pasaban continuamente, veloces, los automóviles uno junto a otro, rozándose casi, como ya durante todo el día habían pasado, y como si los despacharan en número exacto allá en la lejanía, una y otra vez, y los esperaran, en igual número, en la otra lejanía. Durante todo el día, desde tempranas horas de la mañana, Karl no había visto detenerse ni un solo automóvil ni apearse a un solo pasajero.
Robinsón propuso que se quedaran allí a pasar la noche, puesto que todos ellos estaban bastante cansados, y que desde aquel lugar podrían volver a emprender la marcha mucho más, temprano y ya que, finalmente, sería difícil que hallasen un albergue más barato y mejor situado antes de cerrar la noche por completo. Delamarche estaba de acuerdo y sólo Karl se creyó en la obligación de observar que él disponía de dinero suficiente para pagar a todos las camas, aunque fuese en un hotel. Delamarche dijo que ya necesitarían ese dinero y que lo tuviese bien guardado. Delamarche no ocultó de ningún modo el hecho de que ellos ya estaban contando, desde luego, con el dinero de Karl. Ya que su primera propuesta estaba aceptada, declaró Robinsón en seguida que, antes de dormir y a fin de acumular fuerzas para el día siguiente, era necesario que comiesen algo bien sólido, y que uno de ellos fuera a buscar la comida para todos a aquel hotel que muy cerca de allí, luciendo el letrero luminoso de Hotel Occidental, se veía sobre la carretera. Siendo el más joven de todos y ya que, por otra parte, ninguno se mostraba dispuesto, no vaciló Karl en ofrecerse para esa diligencia, y después de haber recibido el encargo de traer tocino, pan y cerveza se fue hasta el hotel.
Había seguramente, no muy lejos, una gran ciudad, pues ya el primer salón del hotel donde Karl había entrado hallábase atestado de una ruidosa multitud. Delante del mostrador, que se extendía a lo largo de uno de los muros principales y de dos paredes laterales, corrían incesantemente muchos mozos con delantales blancos que cubrían su pecho, y no podían, con todo, satisfacer a los impacientes huéspedes, ya que, partiendo de los más diversos lugares, se oían y volvían a oírse continuamente maldiciones y ruido de puños que golpeaban en las mesas. Nadie reparaba en Karl.
No había, evidentemente, servicio alguno en el salón mismo, y los clientes, sentados alrededor de diminutas mesas que desaparecían fácilmente entre tres comensales, se dirigían al mostrador y retiraban de allí todo lo que deseaban. En cada