Le costó encontrar un pequeñísimo lugar libre en el mostrador, cuya visión le impidieron durante buen rato los codos de sus vecinos. Parecía costumbre allí acodarse y apretar el puño contra la sien. Hubo de recordar Karl cómo su profesor de latín, el doctor Krumpal, odiaba precisamente esa postura, y cómo se acercaba siempre sigilosa e imprevistamente barriendo los codos de las mesas con burlesco empujón, mediante una regla que surgía de pronto.
Estaba Karl muy apretado contra el mostrador, pues apenas hubo ocupado su puesto habían colocado una mesa detrás de él y uno de los huéspedes que en ella tomaron asiento rozaba pesadamente con su gran sombrero la espalda de Karl por poco que, al hablar, se inclinase hacia atrás. Y era, además, ínfima la esperanza de obtener algo del mozo, aun después de haberse ido satisfechos los dos toscos vecinos... Varias veces, por encima de la mesa, había asido Karl del delantal a uno de los mozos, pero éste se había zafado siempre con una mueca. No se podía retener a ninguno; lo único que hacían era correr y correr. Si al menos hubiera habido cerca de Karl algo para comer o beber, él lo habría tomado, habría preguntado el precio y, dejado el dinero sobre el mostrador, se habría ido contento. Pero precisamente delante de él no había sino fuentes con pescado —una especie de arenque cuyas escamas negras brillaban doradas en los bordes— que podía ser carísimo y seguramente no saciaría a nadie. Además podían alcanzarse unos barrilitos con ron, pero no era ron lo que él quería llevar a sus camaradas. Éstos, ya de suyo, parecían interesarse vivamente en cualquier ocasión por el alcohol concentrado y él, por su parte, no quería favorecer aquella inclinación natural de ellos.
Lo único, pues, que podía hacer Karl era buscar otro sitio y volver a comenzar sus tentativas. Pero la hora ya era muy avanzada. En el otro extremo del salón el reloj, cuyas agujas casi no podían distinguirse a través del humo ni aunque se lo mirara muy fijamente, señalaba las nueve pasadas. Y en cualquier otra parte del mostrador el gentío era mayor aún que en el sitio que había abandonado, que estaba un tanto apartado. Por otra parte, cuanto más tarde se hacía, más se llenaba el salón. Por el portal entraban continuamente nuevos huéspedes, en medio de una gran algazara. En distintos lugares los parroquianos, con ademán soberano, sacaban las cosas de encima del mostrador, se sentaban en él y brindaban entre sí; eran éstos los mejores asientos y desde ellos se tenía una visión del salón entero.
Si bien seguía Karl abriéndose paso, ya no abrigaba ninguna esperanza real de obtener nada. Se reprochaba que, desconociendo las condiciones del lugar, se hubiese ofrecido para este recado. Sus camaradas le regañarían con toda razón y aun pensarían que no había llevado nada sólo por economizar el dinero. Y de pronto se hallaba en una región donde, en las mesitas que lo rodeaban, la gente comía platos de carne caliente con hermosas patatas amarillas. Le resultaba incomprensible cómo habían podido obtener eso.
Vio entonces, unos pasos más adelante, a una señora de cierta edad que evidentemente formaba parte del personal del hotel, quien, riéndose, hablaba con uno de los huéspedes. Al mismo tiempo hurgaba continuamente su peinado con una horquilla. En seguida Karl se sintió decidido a comunicar su pedido a esa señora, ya porque ella, siendo la única mujer del salón, significaba una excepción en medio del barullo general; ya, por otra parte, por la sencilla razón de que era la única empleada del hotel a la que podía llegarse, suponiendo, eso sí, que no se alejara corriendo, ocupada en sus negocios, al dirigírsele la primera palabra. Pero ocurrió todo lo contrario. Karl ni siquiera le había hablado todavía, y sólo estaba en acecho cuando ella, así como a veces suele ocurrir que se desvíe ligeramente la mirada en medio de la conversación, dirigió la vista hacia Karl e interrumpiendo su discurso le preguntó amablemente y en un inglés claro como el de la gramática si buscaba algo.
—Ciertamente —dijo Karl—; no puedo obtener nada aquí.
—Venga entonces conmigo, chico —dijo ella.
Se despidió de su conocido, el cual se descubrió —lo que allí parecía una cortesía increíble—, tomó a Karl de la mano, se dirigió al mostrador, apartó a un huésped, abrió una puerta que allí había, atravesó el pasillo que estaba detrás del mostrador, donde había que tener cuidado con los mozos que corrían incansablemente, abrió una puerta doble, disimulada en la pared empapelada, y se encontraron en una despensa grande y fresca.
«Hay que conocer el mecanismo», se dijo Karl.
—Bien, ¿qué desea usted? —le preguntó la señora inclinándose solícita.
Era muy gruesa, su cuerpo se balanceaba; pero su rostro era de líneas casi delicadas, claro está que relativamente. De pronto, por poco se sintió tentado Karl, a la vista de tantos comestibles ordenados cuidadosamente en estantes y mesas, de pedir alguna cena más fina, sobre todo porque bien podía esperar que esa señora influyente le vendiera más barato; pero finalmente, ya que nada adecuado se le ocurría, no pidió sino tocino, pan y cerveza.
—¿Nada más? —preguntó la señora.
—No, gracias —dijo Karl—; pero que sea para tres personas.
Respondiendo a una pregunta de la señora acerca de los otros dos, hizo Karl en breves palabras un relato de lo referente a sus amigos; le causaba alegría que lo interrogaran un poco.
—Pero si es una comida para presidiarios —dijo la señora, y esperaba, evidentemente, que Karl manifestara otros deseos.
Éste temía ahora que ella le obsequiara con aquello, que no quisiera aceptar su dinero, y por eso callaba.
—Ya lo tendremos en seguida —dijo la señora. Se dirigió hacia una de las mesas, con agilidad admirable si se consideraba su gordura, cortó con un cuchillo largo, delgado, con la hoja en forma de sierra, un pedazo grande de tocino veteado con mucha carne, sacó de un estante un pan, levantó tres botellas de cerveza del suelo, puso todo esto dentro de un liviano cesto de paja y se lo entregó a Karl. Entre una y otra cosa le explicó a Karl que lo había llevado allí porque en el mostrador los comestibles dejaban, por lo general, muy pronto de ser frescos, a pesar del rápido consumo, debido al humo y a las muchas emanaciones. Pero para aquella gente todo eso era suficientemente bueno.
Karl ya no decía nada, pues no acertaba a entender cómo merecía él tratamiento tan distinguido. Pensó en sus camaradas que, por buenos conocedores del país que fueran, acaso no hubiesen llegado, con todo, hasta esa despensa y habrían tenido que contentarse con los comestibles echados a perder que se hallaban encima del mostrador. Ninguno de los ruidos del salón llegaba hasta allí; los muros debían de ser muy gruesos para conservar suficientemente frescas aquellas bóvedas.
Durante un buen rato tuvo Karl el cesto de paja en las manos; pero no pensaba en pagar, ni siquiera se movía. Sólo cuando la señora quiso poner aún en el cesto una botella parecida a aquellas que se hallaban afuera, en las mesas, él se lo agradeció estremeciéndose.
—¿Tiene usted todavía que hacer mucho camino? —preguntó la señora.
—Hasta Butterford —respondió Karl.
—Eso queda aún muy lejos —dijo la señora.
—Un día más de viaje —dijo Karl.
—¿Nada más? —preguntó la señora.
—¡Oh, no! —dijo Karl.
La señora ordenó algunas cosas encima de las mesas; entró un mozo, miró en derredor como si buscara algo; luego la señora le señaló una gran fuente en la que había un ancho montón de sardinas aderezadas con un poco de perejil y él se la llevó al salón en sus manos levantadas.
—Pero, ¿por qué quiere usted pasar la noche a la intemperie? —preguntó