Pero a pesar de todo, y de manera muy limitada, podré quizá contestar vuestra pregunta, cosa que por lo demás hago de muy buen grado. Lo primero que aprendí fue a estrechar la mano en señal de convenio solemne. Estrechar la mano es símbolo de franqueza. Hoy, al estar en el apogeo de mi carrera, tal vez pueda agregar, a ese primer apretón de manos, también la palabra franca. Ella no brindará a la Academia nada esencialmente nuevo, y quedaré muy por debajo de lo que se me demanda, pero que ni con la mejor voluntad puedo decir. De cualquier manera, con estas palabras expondré la línea directiva por la cual alguien que fue mono se incorporó al mundo de los humanos y se instaló firmemente en él. Conste además, que no podría contaros las insignificancias siguientes si no estuviese totalmente convencido de mí, y si mi posición no se hubiese afirmado de manera incuestionable en todos los grandes music—halls del mundo civilizado.
Soy originario de la Costa de Oro. Para saber cómo fui atrapado dependo de informes ajenos. Una expedición de caza de la firma Hagenbeck —con cuyo jefe, por otra parte, he vaciado luego no pocas botellas de vino tinto— acechaba emboscada en la maleza que orilla el río, cuando en medio de una banda corrí una tarde hacia el abrevadero. Dispararon: fui el único que hirieron, alcanzado por dos tiros.
Uno en la mejilla. Fue leve pero dejó una gran cicatriz pelada y roja que me valió el repulsivo nombre, totalmente inexacto y que bien podía haber sido inventado por un mono, de Peter el Rojo, tal como si sólo por esa mancha roja en la mejilla me diferenciara yo de aquel simio amaestrado llamado Peter, que no hace mucho reventó y cuyo renombre era, por lo demás, meramente local. Esto al margen.
El segundo tiro me atinó más abajo de la cadera. Era grave y por su causa aún hoy rengueo un poco. No hace mucho leí en un artículo escrito por alguno de esos diez mil sabuesos que se desahogan contra mí desde los periódicos “que mi naturaleza simiesca no ha sido aplacada del todo”, y como ejemplo de ello alega que cuando recibo visitas me deleito en bajarme los pantalones para mostrar la cicatriz dejada por la bala. A ese canalla deberían arrancarle a tiros, uno por uno, cada dedo de la mano con que escribe. Yo, yo puedo quitarme los pantalones ante quien me venga en ganas: nada se encontrará allí más que un pelaje acicalado y la cicatriz dejada por el —elijamos aquí para un fin preciso un término preciso y que no se preste a equívocos— ultrajante disparo. Todo está a la luz del día; no hay nada que esconder. Tratándose de la verdad toda persona generosa arroja de sí los modales, por finos que éstos sean. En cambio, otro sería el cantar si el chupatintas en cuestión se quitase los pantalones al recibir visitas. Doy fe de su cordura admitiendo que no lo hace, ¡pero que entonces no me moleste más con sus mojigaterías!
Después de estos tiros desperté —y aquí comienzan a surgir lentamente mis propios recuerdos— en una jaula colocada en el entrepuente del barco de Hagenbeck. No era una jaula con rejas a los cuatro costados, eran mas bien tres rejas clavadas en un cajón. El cuarto costado formaba, pues, parte del cajón mismo. Ese conjunto era demasiado bajo para estar de pie en él y demasiado estrecho para estar sentado. Por eso me acurrucaba doblando las rodillas que me temblaban sin cesar. Como posiblemente no quería ver a nadie, por lo pronto prefería permanecer en la oscuridad: me volvía hacia el costado de las tablas y dejaba que los barrotes de hierro se me incrustaran en el lomo. Dicen que es conveniente enjaular así a los animales salvajes en los primeros tiempos de su cautiverio, y hoy, de acuerdo a mi experiencia, no puedo negar que, desde el punto de vista humano, efectivamente tienen razón.
Pero entonces no pensaba en todo esto. Por primera vez en mi vida me encontraba sin salida; por lo menos no la había directa. Directamente ante mí estaba el cajón con sus tablas bien unidas. Había, sin embargo, una hendidura entre las tablas. Al descubrirla por primera vez la saludé con el aullido dichoso de la ignorancia. Pero esa rendija era tan estrecha que ni podía sacar por ella la cola y ni con toda la fuerza simiesca me era posible ensancharla.
Como después me informaron, debo haber sido excepcionalmente silencioso, y por ello dedujeron que, o moriría muy pronto o, de sobrevivir a la crisis de la primera etapa, sería luego muy apto para el amaestramiento. Sobreviví a esos tiempos. Mis primeras ocupaciones en la nueva vida fueron: sollozar sordamente; espulgarme hasta el dolor; lamer hasta el aburrimiento una nuez de coco; golpear la pared del cajón con el cráneo y enseñar los dientes cuando alguien se acercaba. Y en medio de todo ello una sola evidencia: no hay salida. Naturalmente hoy sólo puedo transmitir lo que entonces sentía como mono con palabras de hombre, y por eso mismo lo desvirtúo. Pero aunque ya no pueda retener la antigua verdad simiesca, no cabe duda de que ella está por lo menos en el sentido de mi descripción.
Hasta entonces había tenido tantas salidas, y ahora no me quedaba ninguna. Estaba atrapado. Si me hubieran clavado, no hubiera disminuido por ello mi libertad de acción. ¿Por qué? Aunque te rasques hasta la sangre el pellejo entre los dedos de los pies, no encontrarás explicación. Aunque te aprietes el lomo contra los barrotes de la jaula hasta casi partirse en dos, no conseguirás explicártelo. No tenía salida, pero tenía que conseguir una: sin ella no podía vivir. Siempre contra esa pared hubiera reventado indefectiblemente. Pero como en el circo Hagenbeck a los monos les corresponden las paredes de cajón, pues bien, dejé de ser mono. Esta fue una magnífica asociación de ideas, clara y hermosa que debió, en cierto sentido, ocurrírseme en la barriga, ya que los monos piensan con la barriga.
Temo que no se entienda bien lo que para mi significa “salida”. Empleo la palabra en su sentido más preciso y más común. Intencionadamente no digo libertad. No hablo de esa gran sensación de libertad hacia todos los ámbitos. Cuando mono posiblemente la viví y he conocido hombres que la añoran. En lo que a mí atañe, ni entonces ni ahora pedí libertad. Con la libertad —y esto lo digo al margen— uno se engaña demasiado entre los hombres, ya que si el sentimiento de libertad es uno de los más sublimes, así de sublimes son también los correspondientes engaños. En los teatros de variedades, antes de salir a escena, he visto a menudo ciertas parejas de artistas trabajando en los trapecios, muy alto, cerca del techo. Se lanzaban, se balanceaban, saltaban, volaban el uno a los brazos del otro, se llevaban el uno al otro suspendidos del pelo con los dientes. “También esto”, pensé, “es libertad para el hombre: ¡el movimiento excelso!” ¡Oh burla de la santa naturaleza! Ningún edificio quedaría en pie bajo las carcajadas que tamaño espectáculo provocaría entre la simiedad.
No, yo no quería libertad. Quería únicamente una salida: a derecha, a izquierda, adonde fuera. No aspiraba a mas. Aunque la salida fuese tan sólo un engaño: como mi pretensión era pequeña el engaño no sería mayor. ¡Avanzar, avanzar! Con tal de no detenerme con los brazos en alto, apretado contra las tablas de un cajón.
Hoy lo veo claro: si no hubiera tenido una gran paz interior, nunca hubiera podido escapar. En realidad, todo lo que he llegado a ser lo debo, posiblemente, a esa gran paz que me invadió, allá, en los primeros días del barco. Pero, a la vez, debo esa paz a la tripulación.
Era buena gente a pesar de todo. Aún hoy recuerdo con placer el sonido de sus pasos pesados que entonces resonaban en mi somnolencia. Acostumbraban hacer las cosas con exagerada lentitud. Si alguno necesitaba frotarse los ojos levantaba la mano como si se tratara de un peso muerto. Sus bromas eran groseras pero afables. A sus risas se mezclaba siempre un carraspeo que, aunque sonaba peligroso, no significaba nada. Siempre tenían en la boca algo que escupir y les era indiferente dónde lo escupían. Con frecuencia se quejaban de que mis pulgas les saltaban encima, pero nunca llegaron a enojarse en serio conmigo: por eso sabían, pues, que las pulgas se multiplicaban en mi pelaje y que las pulgas son saltarinas. Con esto les era suficiente. A veces, cuando estaban de asueto, algunos de ellos se sentaban en semicírculo frente a mí, hablándose apenas, gruñéndose el uno al otro, fumando la pipa recostados sobre los cajones, palmeándose la rodilla a mi menor movimiento y, alguno, de vez en cuando, tomaba una varita y con ella me hacía cosquillas allí donde me daba placer. Si me invitaran hoy a realizar un viaje en ese barco, rechazaría, por cierto, la invitación;