Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Franz Kafka
Издательство: Ingram
Серия: biblioteca iberica
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789176377321
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que han desaparecido en la oscuridad de la galería de prueba. Además, nuestro turno termina pronto; ya no veremos el retorno de los señores.

      R

      Mi abuelo solía decir:

      —La vida es increíblemente breve. Ahora, al recordarla, me aparece tan conciensuda que, por ejemplo, casi no comprendo cómo un joven puede tomar la decisión de ir cabalgando hasta el pueblo mas cercano, sin temer —y descontando por supuesto la mala suerte— que aún el lapso de una vida normal y feliz no alcance ni para comenzar semejante viaje.

      R

      El Emperador, tal va una parábola, te ha mandado, humilde sujeto, que eres la insignificante sombra arrinconándose en la más recóndita distancia del sol imperial, un mensaje: el Emperador desde su lecho de muerte te ha mandado un mensaje para ti únicamente. Ha comandado al mensajero a arrodillarse junto a la cama, y ha susurrado el mensaje; ha puesto tanta importancia al mensaje, que ha ordenado al mensajero se lo repita en el oído. Luego, con un movimiento de cabeza, ha confirmado que está correcto. Sí, ante los congregados espectadores de su muerte —toda pared obstructora ha sido tumbada, y en las espaciosas y colosalmente altas escaleras están en un círculo los grandes príncipes del Imperio— ante todos ellos él ha mandado su mensaje. El mensajero inmediatamente embarca en su viaje; es un poderoso, infatigable hombre; ahora empujando con su brazo diestro, ahora con el siniestro, taja un camino al través de la multitud; si encuentra resistencia, apunta a su pecho, donde el símbolo del sol repica de luz; al contrario de otro hombre cualquiera, su camino así se le facilita. Mas las multitudes son tan vastas; sus números no tienen fin. Si tan sólo pudiera alcanzar los amplios campos, cuán rápido él volaría, y pronto, sin duda alguna, escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu puerta.

      Pero, en vez, cómo vanamente gasta sus fuerzas; aún todavía traza su camino tras las cámaras del profundo interior del palacio; nunca llegará al final de ellas; y si lo lograra, nada se lograría en ello; él debe, tras aquello, luchar durante su camino hacia abajo por las escaleras; y si lo lograra, nada se lograría en ello; todavía tiene que cruzar las cortes; y tras las cortes, el segundo palacio externo; y una vez más, más escaleras y cortes; y de nuevo otro palacio; y así por miles de años; y por si al fin llegara a lanzarse afuera, tras la última puerta del último palacio —pero nunca, nunca podría llegar eso a suceder—, la capital imperial, centro del mundo, caería ante él, apretada a explotar con sus propios sedimentos. Nadie podría luchar y salir de ahí, ni siquiera con el mensaje de un hombre muerto. Mas te sientas tras la ventana, al caer la noche, y te lo imaginas, en sueños.

      R

      Algunos dicen que la palabra Odradek es de origen eslovaco, y de acuerdo a esto tratan de explicar su etimología. Otros en cambio, creen que es de origen alemán y sólo tiene influencia eslovaca. La imprecisión de ambas interpretaciones permite suponer, sin error, que ninguna de las dos es verdadera, sobre todo porque ninguna de las dos nos revela que esta palabra tenga algún sentido.

      Naturalmente, nadie haría estos estudios si no existiera en realidad un ser que se llama Odradek. A primera vista se asemeja a un carretel de hilo, plano y en forma de estrella, y en efecto, también parece que tuviera hilos arrollados; por supuesto, sólo son trozos de hilos viejos y rotos, de diversos tipos y colores, no sólo anudados, sino también enredados entre sí. Pero no es sólo un carretel, porque en medio de la estrella, emerge un travesaño pequeño, y sobre éste, en ángulo recto, se inserta otro. Con ayuda de esta última barrita, de un lado, y de uno de los rayos de las estrellas del otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.

      Uno se siente inclinado a creer que esta criatura tuvo en otro tiempo alguna especie de forma inteligible, y ahora está rota. Pero esto no parece comprobado; por lo menos, no hay nada que lo demuestre; no se ve ningún agregado o rajadura que corrobore esta suposición; es un conjunto bastante absurdo pero dentro de su estilo, bien definido. De todos modos, no es posible un estudio más minucioso, porque Odradek es extraordinariamente ágil y no se lo puede apresar.

      Se esconde alternativamente en la buhardilla, en la caja de la escalera, en los corredores, en el vestíbulo. A veces no se lo ve durante meses; suele mudarse a otra casa; pero siempre vuelve, fielmente, a la nuestra. A menudo, cuando al salir por la puerta uno se lo encuentra apoyado justamente debajo en la escalera, siente deseos de hablarle. Naturalmente, no le hace una pregunta difícil, más bien lo trata —su tamaño diminuto lo exige— como a un niño.

      —Bueno, ¿cómo te llamas?

      —Odradek —dice él.

      —¿Y dónde vives?

      —Domicilio desconocido —dice, y ríe; claro que es la risa de alguien que no tiene pulmones. Suena más o menos como el susurro de las hojas caídas.

      Y así termina generalmente la conversación. Por otra parte, no siempre responde, frecuentemente se queda mucho tiempo callado, como la madera de que parece estar hecho.

      Ociosamente, me pregunto qué será de él. ¿Será posible que se muera? Todo lo que se muere tiene que haber tenido alguna especie de intención, alguna especie de actividad, que lo haya gastado; pero esto no puede decirse de Odradek. ¿Será posible entonces que siga rodando por las escaleras y arrastrando pedazos de hilo ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? Evidentemente, no hace mal a nadie; pero la sospecha de que pueda sobrevivirme me resulta casi dolorosa.

      R

      Tengo once hijos.

      El primero es exteriormente bastante insignificante, pero serio y perspicaz; aunque lo quiero, como quiero a todos mis otros hijos, no lo sobrevaloro. Sus razonamientos me parecen demasiado simples. No ve ni a izquierda ni a derecha ni hacia el futuro; en el estrecho círculo de sus pensamientos, gira y gira corriendo sin cesar, o más bien se pasea.

      El segundo es hermoso, esbelto, bien formado; es un placer verlo manejar el florete. También es perspicaz, pero además tiene mundo; ha visto mucho, y por eso mismo la naturaleza de su país parece hablar con él mas confidencialmente que con los que nunca salieron de su patria. Pero es probable que esta ventaja no se deba únicamente, ni siquiera esencialmente, a sus viajes; más bien es un atributo de lo irreparable del muchacho, reconocido por ejemplo por todos los que han querido imitar sus saltos ornamentales en el agua, con varias volteretas en el aire, y que sin embargo no le hacen perder ese dominio casi violento de sí mismo. El coraje y el afán del imitador llega hasta el extremo del trampolín; pero una vez allí, en vez de saltar, se sienta repentinamente y alza los brazos para excusarse. Pero a pesar de todo (en realidad debería sentirme feliz con un hijo semejante), mi afecto hacia él no está libre de limitaciones. Su ojo izquierdo es un poco más chico que el derecho y parpadea mucho; no es más que un pequeño defecto, naturalmente, que por otra parte da más audacia a su expresión, y nadie, considerando la incomparable perfección de su persona, llamaría a ese ojo más chico y parpadeante un defecto. Pero yo, su padre, sí. Por supuesto, no es ese defecto físico lo que me preocupa, sino una pequeña irregularidad de su espíritu, cierto veneno oculto en su sangre cierta incapacidad de utilizar a fondo las posibilidades de su naturaleza que yo sólo observo. Tal vez esto, por otra parte, sea lo que hace de él mi verdadero hijo, porque esa falla es al mismo tiempo la de toda nuestra familia, y sólo en él es tan visible.

      El tercer hijo es también hermoso, pero no con la hermosura que me agrada. Es la belleza de un cantor; los labios bien formados; la mirada soñadora; esa cabeza que requiere un marco para ser efectiva; el pecho enormemente amplio; las manos que fácilmente ascienden y demasiado fácilmente vuelven a caer; las piernas que se mueven delicadamente, porque no soportan el peso del cuerpo. Y además el tono de su voz no es perfecto; se mantiene un instante; el entendido se dispone a escuchar; pero poco después pierde el aliento. Aunque en general todo me tienta a exhibir especialmente