Mi cuarto hijo es tal vez el más sociable. Verdadero exponente de su época, todos lo comprenden, se mueve en un plano común a todos, y todos lo buscan para saludarlo. Tal vez esta apreciación general otorgue a su naturaleza cierta ligereza, a sus movimientos cierta libertad, a sus razonamientos cierta inconsecuencia. Muchas de sus observaciones merecen ser repetidas, pero no todas, porque en conjunto adolecen de extremada superficialidad. Es como aquel que se eleva maravillosamente del suelo, atraviesa los aires como una golondrina, y luego termina con desolación el vuelo en un oscuro desierto, en una nada. Estos pensamientos me amargan cuando lo contemplo.
El quinto hijo es bueno y amable; prometía ser menos de lo que es; es tan insignificante, que realmente uno se sentía solo en su presencia; pero ahora ha logrado gozar de cierto prestigio. Si me preguntaran cómo, no sabría contestar. Tal vez la inocencia sea aquello que más fácilmente se destaca a través del tumulto de los elementos de este mundo, y es inocente. Quizá demasiado inocente. Amigo de todos. Quizá demasiado amigo. Confieso que me siento mal cuando me lo elogian. Parece que el valor de los elogios disminuyera cuando se los prodigan a alguien tan evidentemente digno de ellos como mi hijo.
Mi sexto hijo parece, por lo menos a primera vista, el más profundo de todos. Es cabizbajo y sin embargo charlatán. Por eso no es fácil entenderlo. Si se siente dominado, se entrega a una impenetrable tristeza; si logra el dominio, lo mantiene a fuerza de conversación. Aunque no le niego cierta capacidad de apasionamiento y de olvido de sí mismo; a la luz del día, se le ve con frecuencia debatirse en medio de sus pensamientos, como en un sueño. Sin estar enfermo —nada de eso, su salud es muy buena—, a veces se tambalea, especialmente en el crepúsculo, pero no necesita ayuda, no se cae. Tal vez la causa de ese fenómeno sea su desarrollo físico, porque es demasiado alto para su edad. Eso hace que en conjunto resulte feo, aunque en ciertos detalles es hermoso, por ejemplo en las manos y los pies. También su frente es fea; tanto la piel como la forma de los huesos parecen mal desarrollados.
El séptimo hijo me pertenece tal vez más que todos los demás. El mundo no sabría apreciarlo como merece; no comprendería su particular ingenio. Yo no exagero su valor; ya sé que su importancia no es considerable; si el mundo no cometiera otro error que el de no saber apreciarlo, seguiría siendo impecable. Pero dentro de mi familia no podría estar sin este hijo. Introduce cierta inquietud y al mismo tiempo cierto respeto por la tradición, y sabe equilibrarlos, por lo menos así me parece, en un todo incontestable. Es verdad que él es el menos capacitado para sacar partido de ese todo; no es él quien pondrá en movimiento la rueda del futuro; pero esa manera de ser suya es tan alentadora, tan esperanzada, que me gustaría que tuviera hijos, y que éstos tuvieran hijos a su vez. Por desgracia, no parece dispuesto a satisfacer ese deseo. Satisfecho consigo mismo, actitud que me es muy comprensible pero al mismo tiempo deplorable, y que por cierto se opone notablemente al juicio de sus conocidos, se pasea por todas partes solo, no se interesa por las muchachas, y sin embargo no pierde nunca su buen humor.
Mi octavo hijo es mi desesperación y realmente no se a qué atribuirlo. Me trata como a un desconocido y no obstante siento que me une a él un estrecho vínculo paterno. El tiempo nos ha hecho mucho bien; pero antes yo solía estremecerme cuando pensaba en él. Sigue su propio camino; ha roto todo vínculo conmigo, y ciertamente con su cabeza dura su cuerpecito atlético —aunque cuando era muchacho sus piernas eran muy débiles, pero quizá con el tiempo ese defecto se haya subsanado— llegará con toda facilidad adonde se proponga. Muchas veces deseé volver a llamarlo, preguntarle cómo le iba realmente, por qué se alejaba de ese modo de su padre, y cuáles eran sus deseos más importantes, pero ahora está tan lejos, y ha pasado tanto tiempo, que es mejor dejar las cosas como están. He oído decir que es el único hijo mío que usa barba; naturalmente, eso no puede quedar bien en un hombre tan bajo como él.
Mi noveno hijo es muy elegante y tiene lo que las mujeres consideran sin lugar a dudas una mirada seductora. Tan seductora que en ciertas ocasiones hasta consigue seducirme, aunque sé muy bien que bastaría una esponja mojada para borrar todo ese brillo ultraterreno. Lo curioso de este muchacho es que no trata en absoluto de ser seductor; para él el ideal sería pasarse la vida tendido en el sofá, desperdiciando su seductora mirada en la contemplación del cielorraso, o mejor aún, dejándola reposar detrás de los párpados cerrados.
Cuando está en esa posición favorita, le gusta hablar y lo hace bastante bien; concisamente y con sutileza, pero sólo dentro de estrechos límites; si los transgrede, lo que es inevitable ya que son tan estrechos, su conversación se vuelve vacua. Uno querría hacerle señas para advertírselo, si hubiera alguna esperanza de que su mirada soñolienta pudiera siquiera verlas.
Mi décimo hijo pasa por ser de carácter poco sincero. No quiero negar totalmente ese defecto, ni tampoco afirmarlo. En realidad cualquiera que lo ve acercarse, con un envaramiento que no corresponde a su edad, con su levita siempre cuidadosamente abotonada, con un sombrero negro y viejo pero minuciosamente cepillado, con su rostro inexpresivo, la mandíbula un poco prominente, las largas pestañas que se curvan sombríamente ante los ojos, esos dos dedos que tan a menudo se lleva a los labios; el que lo ve así piensa: “este es un perfecto hipócrita”. Pero oídlo hablar. Comprensivo, reflexivo, lacónico; pregunta y replica con satírica vivacidad, en un maravilloso acuerdo con el mundo, una armonía natural y alegre; una armonía que necesariamente vuelve más tenso el cuello y enaltece el cuerpo. Muchos que se suponen muy agudos y que por ese motivo creyeron experimentar cierta repulsión ante su aspecto exterior, terminaron por sentirse fuertemente atraídos por su conversación. Pero en cambio hay otras personas que no ponen reparos a su aspecto, pero que consideran su conversación demasiado hipócrita. Yo, como padre, no quiero pronunciar un juicio definitivo, pero debo admitir que estos últimos críticos son por lo menos más dignos de atención que los primeros.
Mi undécimo hijo es delicado, quizás el más débil de todos; pero su debilidad es engañosa, porque a veces sabe mostrarse fuerte y decidido, aunque en el fondo también en esos casos padezca de una fragilidad fundamental. Pero no es una debilidad vergonzosa, sino algo que sólo parece debilidad a ras de la tierra. ¿No es acaso, por ejemplo, una debilidad la predisposición al vuelo, que después de todo consiste en una inquietud y una indecisión y un aleteo? Algo parecido ocurre con mi hijo. Naturalmente, estas no son cualidades que regocijen a un padre, es evidente que tienden a la destrucción de la familia. Muchas veces me mira, como si quisiera decirme: “Te llevaré conmigo, padre.” Entonces pienso: “Eres la última persona a quien me confiaría.” Y su mirada parece replicarme: “Déjame entonces ser por lo menos la última.”
Estos son mis once hijos.
R
Un fratricidio
Se ha comprobado que el asesinato tuvo lugar de la siguiente manera:
Schmar, el asesino, se apostó alrededor de las nueve de la noche —una noche de luna— en la intersección de la calle donde se encuentra la oficina de Wese, la víctima, y la calle donde ésta vivía.
El aire de la noche era frío y penetrante. Pero Schmar vestía sólo un delgado traje azul; además, tenía la chaqueta desabotonada. No sentía frío; por otra parte estaba todo el tiempo en movimiento, su mano no soltaba el arma del crimen, mitad bayoneta y mitad cuchillo de cocina, completamente desnuda. Miraba el cuchillo a la luz de la luna; la hoja resplandecía; pero no lo suficiente para Schmar; la frotó contra las piedras del pavimento, hasta sacar chispas; quizá se arrepintió de ese impulso, y para reparar el daño, la pasó como el arco de un violín contra la suela de su zapato, sosteniéndose sobre una sola pierna, inclinado hacia adelante, escuchando al mismo tiempo el sonido del cuchillo contra el zapato, y el silencio de la fatídica callejuela.
¿Por qué permitió todo esto el reservado Pallas, que a poca distancia de allí contemplaba todo desde su ventana del segundo piso?
Misterio de la naturaleza humana. Con el cuello alzado, el enorme cuerpo envuelto en la bata, meneando la cabeza, miraba hacia abajo.
Y a cinco casas de distancia, del otro lado de