Asistimos entonces a que una tecnocracia formada en una academia que actualmente se piensa como de alcance global, más los funcionarios de las instituciones multilaterales actuantes en la actual fase del sistema-mundo, se hace cargo de los también llamados bienes públicos globales, pero sin responsabilidad política en las consecuencias que sus decisiones puedan traer. La mayor parte de ellos se presentan como técnicos de altísimo nivel, y que han llegado a serlo en la medida que sus créditos profesionales se legitiman en títulos otorgados por las universidades que siempre están, y estarán, en el top de la calidad académica. Debemos decir, una cuestionable posición, pues la mayor parte de las veces han llegado a ocupar tan importantes posiciones al utilizar en su favor las sesgadas mediciones que realizan con los estándares de calidad educativa existentes en sus países.
De nuevo el particularismo de una trayectoria histórica y ahora académica que permanece como universal, continúa organizando y administrando la educación superior según los principios contenidos en su tradición a pesar de los alegatos que hablan de las perspectivas pluri y multiculturales en el contenido de sus propuestas y accionar. En las dos últimas décadas, se afianzó la idea de que son instituciones producto de la trayectoria histórica que dio forma al particularismo europeo y en su caso la universidad es parte importante en este proceso donde se modeló e instaló el espíritu científico, el mismo que a lo largo de su historia, y a través de un accionar ya institucionalizado, terminó por organizarse con la epistemología del eurocentrismo.
En todo caso y teniendo de por medio un proceso dirigido a renovar la tecnocrática administración del sistema-mundo, ahora por medio de la gobernanza global, no se pueden dejar de mencionar los aportes de los técnicos nacionales. La mayor parte de ellos cuenta con una trayectoria de servicio a los agentes económicos privados del país, e igualmente siempre aparecen dispuestos a sacrificar los ingresos que obtienen en aquel sector, para colaborar con el Estado y la sociedad en el objetivo nacional de alcanzar el desarrollo. En la línea del pensamiento único, la idea dominante volvió necesaria la inserción del país en el sistema económico internacional, entonces, las opciones terminan siendo inexistentes. Ante el inevitable destino de ser parte subalterna en la globalidad contemporánea, solo queda la negociación con las instituciones y el grupo de Estados que mantienen el control de la gobernanza global.
Con estos antecedentes en su accionar, se han elaborado muy serios argumentos para considerar que el concepto de gobernanza global no viene a ser sino la actualización de formas de violencia epistémica históricamente constituidas, la continuación en el dominio del eurocentrismo al interior del sistema-mundo moderno y colonial en su fase de la globalidad liberal. Esto sucede cuando, por ejemplo, se elaboran despolitizados discursos sobre los beneficios de la cooperación internacional, aquellos que en medio de costosas consultorías son elaborados por bien conocidas y rankeadas ONG, sean centros de pensamiento y todo tipo de organizaciones que ubican sus orígenes en el difuso concepto de sociedad civil. Parte de ellas adscritas a determinadas actividades que involucran al mundo entero, pero que al final de cuentas contribuyen con la reproducción de una relación basada en el desigual intercambio entre epistemologías: una entrega conocimiento o saber científico, mientras la otra sigue dando referentes empíricos.
Siguiendo con este tipo de argumentación, es posible tomar en cuenta lo estudiado por Melody Fonseca y Ari Jerrems (2012), quienes en un ensayo publicado hace ya algunos años, concluyeron que la naturalización de las relaciones de poder al interior del sistema-mundo, se ha fortalecido con una renovada asepsia en el discurso y el neutral accionar de sus actores. Estos últimos son los mismos que se organizaron alrededor de una institucionalidad en que predomina la retórica del consenso y la necesidad de los acuerdos, pero donde se imponen las decisiones por medio de un tipo de institucionalidad donde todo está absolutamente jerarquizado y, a la vez, siempre funciona con base en las normas. A sus propios ojos, logra ser justa e imparcial.
Así se entiende por qué no son aceptados actores, sujetos ni agentes, cuyo pensamiento o forma de actuar sea distinto al administrado por el racionalismo de la gobernanza global, la misma que ha sido construida con la situacionalidad de estos principios. Esto me trae a la memoria uno de los múltiples debates tenido en la Unión Europea durante los últimos años, pues los partidarios de sancionar a las disidencias aparecidas en este bloque, las exigen por el desacato a las normas y los valores europeos, los cuales están hoy contenidos en el Tratado de Lisboa. En este documento cargado de humanística retórica y sutil oficialismo, es claro que no podría ser de otra forma, se recogen como valores fundamentales de esta institución “el respeto a la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad y los derechos humanos y establece que la Unión tiene como finalidad promover la paz y el bienestar de sus pueblos” (Parlamento Europeo, 2014).
De manera muy similar piensan quienes están siempre dispuestos a subalternizar el territorio/mundo donde viven, a partir de la profunda y acrítica admiración que sienten por aquella tradición política y cultural, sus valores e instituciones de un proceso que se sigue presentando como ejemplo y modelo para otras regiones del planeta. Después de todo, una apologética opinión considera que la UE ha logrado todo lo que tiene, puesto que es
una comunidad de países en donde predomina la democracia, la estabilidad política, la prosperidad, la economía de mercado, el respeto por el Estado de derecho y en donde las diferencias que surgen entre los miembros de la UE se solucionan de manera institucionalizada. [Un lugar] en donde prevalece la paz, la estabilidad y la integración política y económica. [Además] la UE continúa siendo un referente de integración a nivel mundial, así como uno de los actores políticos más importantes del escenario internacional (Rodríguez y López, 2018, p. 106).
Con este tipo de argumentos, México y Latinoamérica, al igual que Europa del Este para el caso que ellos más estudian, no pueden ser considerados lugares de enunciación en el entendimiento y funcionamiento del sistema-mundo, sino que deben ser simples receptores de teorías y modelos con que se construye la gobernanza global. Si académicos como Pedro Rodríguez y Gustavo López realizan sus análisis y elaboran sus reflexiones con un escaso nivel de criticidad, no debe sorprender que concluyan en que la integración donde quiera que esta se haga, siempre tendrá deficiencias. En todo caso, a esta oficialista enunciación se le podría preguntar sobre el lugar que ocupan al interior de los valores europeos el racismo, el exterminio de pueblos originarios en distintas partes del planeta, el imperialismo y el colonialismo. De igual forma, sobre la implantación del extractivismo y del carácter patriarcal de su cultura en los territorios que fueron conquistados durante el último milenio. Todos estos son también parte de una trayectoria histórica.
Me pregunto si acaso esto ha terminado, después de observar lo ocurrido en años recientes, en sitios tan dispares como Siria o el Congo, Libia o el norte de México, Yemen o Malí, Níger o la Amazonía, territorios donde los conflictos allí ocurridos cuentan con la participación de varios Estados europeos como actores políticos, y capital privado nacional y transnacional como agentes económicos. Es por ello que en América Latina, el pensamiento y la crítica decolonial cuestionan las suposiciones en que el sistema internacional legitima su existencia y funcionamiento, las mismas que dieron forma a la epistemología del eurocentrismo que hasta ahora condicionan las decisiones en la política internacional. Es lo sucedido desde sus orígenes con el realismo, y de manera