De este modo se procedió a describir el comportamiento de todas las cosas: astros, mares, vientos, lluvias, animales, todo lo que podía observarse externamente de la vida en general. Se trató, (de allí tantos tratados y enciclopedias) de un trabajo magno que observó minuciosamente la materia, la ordenó y la bautizó, llamando a cada cosa por su nombre.
Estas motivaciones del hombre fueron satisfechas con creces y convertidas en grandes logros, gracias al trabajo arduo durante tres siglos.
Si bien el término positivismo fue recién acuñado en el siglo XIX, por Augusto Comte, otro grande, fue desde la mitad del siglo XVII que tanto la filosofía dualista cartesiana, mente y materia, como el modelo mecanicista newtoniano del UNIverso, dominó el pensamiento científico. Y no sólo éste, dicho modelo se constituyó en una forma de ver, pensar y hacer que prontamente modalizó la vida social.
En todo este trabajo quizás una de las tareas más significativas lo fue la medición, que posibilitó al cartógrafo a través del cálculo y trazado de paralelos y meridianos, tener el mundo entre sus manos. Guejd (1997), en su maravillosa novela La medida del mundo, documentada históricamente, ilustra magistralmente este momento crucial en la historia de las ciencias, enmarcado en la revolución francesa. La medida se convirtió en cantidad, en exactitud, vista métrica del globo terráqueo que garantizaba invariabilidad y universabilidad. Unidad que borraría cualquier diferencia.
El conocimiento único y preciso de la naturaleza le permitió al hombre intervenir en ella a través de la explotación. El uso de este último término, de ningún modo es peyorativo, como hoy podría considerarse desde una perspectiva ecológica, sino es precisamente utilizado, para la tarea socioeconómica derivada de los conocimientos científicos. De este modo se derivaron ríos, se secaron arroyos, se perforaron montañas, se abrieron minas a cielo abierto. Hoy en día se ha incrementado el cultivo gracias a modernas máquinas que talan cada vez más superficies boscosas y se crían animales eficientemente en granjas industriales (ganadería intensiva) estimulados con fármacos y productos químicos.
Este modo de conocer impulsó grandes desarrollos en el plano de la materia, especialmente en la física, la química, la biología y todas sus aplicaciones en las ramas de la ingeniería y la medicina.
Estos progresos, en el mundo moderno industrializado y urbano, permitieron dar vueltas al mundo en muchos menos que 80 días como lo hiciera Verne, llegar a la luna promediando el siglo XX; quizás punto cúlmine de dominio y control, que le permitió al hombre explorar el cielo y sentirse Dios, haciendo zoom sobre la tierra.
El positivismo posibilitó esto y ¡muchísimo más! también que muy difícilmente hoy alguien “muriera de parto”, de infecciones o apendicitis.
Y hasta aquí llegamos…
Hasta aquí nuestro reconocimiento, ya que si bien hemos logrado reducir las muertes por parto, infecciones y epidemias, han surgido otras por nuestro modo de vivir, a través de la alimentación (cáncer), accidentes automovilísticos, drogadicción, víctimas de violencia o depresión.
Como bien sabemos, paralelamente a las comodidades logradas y la prolongación de la vida, el control de la naturaleza y el ejercicio de dominio, se produjo un profundo desequilibro. Sería redundante y reiterado brindar ejemplos que el lector ya conoce, en relación al riesgo ecológico en el que hoy nos encontramos inmersos. Cuando decimos ecológico, lo hacemos en el sentido más amplio de una ecología profunda, que no involucra solo lo natural sino de manera holística también el orden social, la vida toda.
Extrañamente lo que conduce a la crisis de este paradigma no es su agotamiento, ya que paradójicamente cuenta con los recursos político-económicos, humanos e instrumentales para continuar de manera insaciable y exponencial su éxito y desarrollo. Lo que produce la crisis paradigmática y nos desafía a la búsqueda de nuevos caminos científicos y no solo científicos, es que pese a todos los logros que nos ha permitido su desarrollo, éstos no son suficientes para la consecución de un objetivo primordial de todo organismo vivo, como lo es, la preservación de la vida y su evolución.
Este modelo que produce desmedidamente bienes, requiere más ingresos para obtenerlos y más tiempo para ocuparse de ellos. Este modelo prolonga la vida, la que a su vez, requiere de espacios institucionalizados (geriátricos) para contenerla hasta su extinción.
El método de abstracción científico es muy eficiente y poderoso, pero debemos pagar un precio por él. A medida que definimos nuestro sistema de conceptos con mayor precisión, a medida que lo perfeccionamos y hacemos sus conexiones cada vez más rigurosas, este sistema se va separando cada vez más del mundo real. (Capra, 2009:50)
Una vez reconocidos los importantes aportes de la investigación tradicional, que nos permitieron ingresar en la era moderna, debemos tomar conciencia que los problemas de sociedad que nos angustian, encuentran la raíz en su exceso.
La pregunta crucial -crucial para la supervivencia y el bienestar de nuestro mundo- es cómo convertir los maravillosos descubrimientos de la ciencia en algo que ofrezca servicios altruistas y compasivos a las necesidades de la humanidad y de los demás seres sensibles con quienes compartimos este planeta. (Dalai Lama, 2008:8)
La producción de conocimientos se encuentra afectada por una severa crisis originada en la fragmentación entre ciencia y tecnología. Es indispensable focalizar en esto y abordar una pregunta ética esencial, para qué investigamos. Esta pregunta no surge desde una simple visión utilitarista del trabajo, sino de la búsqueda profunda del sentido de la vida y el compromiso ético de su cuidado.
Nos encontramos desafiados por la construcción de modelos integradores de las dualidades, ciencia y tecnología, básico y aplicado, teoría y práctica, donde las diversas fases del conocimiento y comprensión de la realidad, no sean vistas como entes diferentes y hasta antagónicos, sino dialógicos y complementarios. Al decir de Morín (2001) tenemos construido tanto conocimiento acerca de tantas cosas y sin embargo continúa presente en el ámbito académico una fragmentación epistemológica que impide integrar dichos conocimientos en la búsqueda de soluciones urgentes a los problemas de nuestra sociedad.
Desde la perspectiva que orienta esta obra, coincidimos con Morin (2001) cuando afirma que en estos tiempos, no podemos darnos el lujo de despreciar ningún conocimiento generado en la multiplicidad de paradigmas, teorías y perspectivas que emergen, no solo en el mundo académico hegemónicamente acreditado como válido, sino en la sociedad en general.
Estamos vislumbrando una perspectiva compleja, holística, integradora, global abocada no solo al desarrollo científico-tecnológico de las sociedades sino fundamental y éticamente comprometida con la preservación de la vida y la evolución humana transcendente. Entendiendo lo trascendente como:
Una conexión profunda con el otro y todo el UNIverso que nos circunda. Esta conexión requiere del desarrollo de la “percepción sensible” aquella que nos permite articular una mente que siente, junto a un corazón que piensa relacionalmente (Perlo; De la Riestra; Costa; López Romorini, 2011:34)
La crisis paradigmática, al borde del vórtice
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