Concepción Acevedo de la Llata (1891-1978) también declaraba hablar con la verdad, pero contrastaba de manera rotunda con Toral, ya que su reputación era la de una mujer desafiante en el centro de un entorno rebelde de activistas católicos. Se trataba de una monja capuchina que dirigió un convento en Tlalpan hasta que el gobierno lo cerró en 1927. A pesar de las órdenes oficiales de la jerarquía eclesiástica, continuó viviendo con otras hermanas en casas donde, liberada de las estrictas reglas del convento, la visitaban hombres y mujeres que querían leer la Biblia, asistir a misa o socializar. Ahí conoció a Miguel Agustín Pro y, tras su ejecución, empezó a llevarle alimentos a otros católicos presos. Su popularidad en los círculos católicos a menudo derivaba en conflictos con sus superiores, quienes habían criticado su énfasis en una severa penitencia física en el convento. Durante el juicio, Correa Nieto reveló que Acevedo había utilizado una marca de hierro para quemar las iniciales de Cristo en sus brazos y había llevado a otras monjas a hacer lo mismo. Otro miembros de la resistencia católica usaron la marca como una forma de sellar su compromiso con la causa.129 Acevedo no buscaba ser el centro de atención durante el juicio, pero tampoco evadió sus consecuencias. Cuando Toral trajo a la policía hasta su puerta, le preguntó si estaba dispuesta a morir con él y ella dijo que sí. Las circunstancias políticas que habían causado el cierre del convento la estaban empujando hacia una nueva forma de sufrimiento místico. Acevedo fue encarcelada, juzgada y enviada a la colonia penal de las islas Marías. En sus memorias, describió su sufrimiento con lujo de detalle: hambre, humillación, enfermedad y hasta un hueso roto como resultado de los ataques de los obregonistas en la sala de sesiones. También su nueva fama era una forma de castigo, ya que había jurado dedicar su vida a dios en silencio y humildad. Se volvió objeto de una escandalosa especulación: mientras que los fiscales trataban de describirla como una figura poderosa que presionó a Toral para que cometiese el crimen, otros que estaban del lado del gobierno la criticaban desde un punto de vista moral: “era una perversa, muy guapa, muy sensual […] tenían grandes orgías con champaña”.130 Las multitudes hostiles en la sala la llamaron “puta”.131 Rechazó las falsas acusaciones en su contra porque quería “ir al martirio por medio de la verdad y la justicia”. La verdad que buscaba se centraba en la persecución de los católicos por parte del gobierno. En sus declaraciones durante y después del juicio, definió su sacrificio como una obligación religiosa y política. Tenía, no obstante, que ser cautelosa, no mostrar vanidad. Después de todo, era una mujer cuyo papel religioso exigía paciencia y piedad.132
Sin embargo, como sucedió con Toral, al final Acevedo no tuvo reparos en adoptar un papel protagónico. Tras su arresto, negó su participación en los preparativos para el asesinato de Obregón pero, al mismo tiempo, se rehusó con obstinación a condenar el crimen.133 Dio entrevistas a la prensa antes del juicio, posó para las cámaras y se conmovió con la multitud que la recibió afuera del edificio del ayuntamiento de San Ángel. Mientras que las palabras de Toral fascinaban al público porque venían de un hombre que estaba a punto de morir, los comentarios de Acevedo intrigaban al público de un modo similar al de otros casos de mujeres acusadas de homicidio que rompían con los roles de género en los juicios por jurado. Durante las audiencias, hablaba con una libertad considerable, adoptando un tono desafiante hacia los abogados, dirigiéndose de manera directa al público y criticando a aquellos que la abucheaban y le aplaudían al fiscal. Más adelante, en la colonia penal, donde se hizo amiga del director, el general Francisco J. Múgica, y después se casó con otro hombre acusado de conspirar para matar a Obregón, Acevedo escribió sus memorias, en las que defendía tanto su compromiso político como su reputación a ojos de la opinión pública y la iglesia.134
Durante el juicio, Toral y Acevedo desviaron la atención hacia un terreno que tendía a socavar la acusación del Estado. Correa Nieto y los otros fiscales fustigaban a los sospechosos, retratando a Toral como un vengador fanático de Pro que había actuado por su cuenta y a Acevedo como una mujer conspiradora que lo manipulaba a él y a otros asesinos potenciales para lograr objetivos más oscuros. Estas caracterizaciones tenían como objetivo contrarrestar la justificación que ambos habían presentado y probar que no habían cometido un crimen político inspirado en la religión sino un homicidio vulgar motivado por bajas pasiones. Pero ambos sospechosos ofrecían de manera consistente una alternativa políticamente aceptable y aparentemente sincera. La narración de Acevedo durante el juicio giraba en torno a la defensa del valor político de una resistencia religiosa como la suya. Cuando el fiscal le preguntó si estaba consciente de que su influencia, por medio de un comentario casual que escuchó Toral, pudo ser la causa del crimen, ella replicó que “fue la influencia nacional”. En otras palabras, la causa había sido una reacción social generalizada a la persecución religiosa por parte del Estado. Alegó que ella simplemente había dicho en voz alta lo que mucha gente en México creía, sólo que no todos —añadió sarcásticamente— serían procesados.135 Sus palabras en el juicio y sus escritos posteriores sugerían que había miembros de la alta jerarquía eclesiástica e incluso personajes políticos detrás del asesinato. Pero su abogado defensor insistió en que Acevedo no había sido la “autora intelectual” del crimen ni de ninguna conspiración, como aseguraba el gobierno, y en que ella desaprobaba el enfoque militar de los cristeros. Se trajo a varios testigos a declarar en su contra, pero no proporcionaron pruebas que la incriminaran. Mientras que la culpabilidad de Toral estaba fuera de toda duda, el abogado de Acevedo le pidió a los miembros del jurado que la absolvieran.136 Sin embargo, su disposición a abandonar el papel de mujer religiosa callada y pasiva socavó su declaración de inocencia absoluta. Por el contrario, bajo custodia del gobierno y por radio en cadena nacional, defendió la tesis de que el asesinato de Obregón era justificable.
Las palabras de Toral se prestaban a un mayor esclarecimiento. En sus columnas, Moheno escribió sobre Toral como “el regicida”, uno de esos criminales que están dispuestos a perder la vida para asesinar a un monarca o a un gobernante con el fin de lograr un bien mayor; en este caso, la libertad religiosa. El regicidio, añadía Moheno, tenía una larga historia, si bien era nuevo en México. Otros presidentes habían sido asesinados (los más recientes de ellos, Madero y Venustiano Carranza) pero, según Moheno, este caso sí merecía la etiqueta debido al significado más profundo del crimen. Sin suscribir abiertamente la causa cristera, Moheno explicó el regicidio (no utilizó la palabra tiranicidio, sino regicidio, para no insinuar que Obregón era un tirano) señalando que el país estaba sufriendo un “estado de desaliento intenso que reclama una nueva fe”.137 Toral, por lo tanto, mató a Obregón por razones políticas: “él mata porque […] se siente un elegido de Dios para aquella misión”. Toral era un místico, según Moheno, que expiaba los pecados de los demás con su sufrimiento. Su crimen era político del mismo modo en que Lombroso clasificaba como política la resistencia de los mártires cristianos en Roma. Para entender el acto de Toral era necesaria una definición de la política que abarcase, como las ideas de Le Bon acerca de las masas, el papel de las emociones. La religión —escribió Moheno— le da forma a la política cuando “el sentimiento religioso de la masa ha desempeñado el papel de instigador”.138 Sin embargo, la combinación de sentimiento, religión y política que personificaba Toral era anatema para la tradición liberal que suscribía el régimen posrevolucionario. Moheno aludió a ese abismo en los intercambios entre el sospechoso y el fiscal Correa Nieto: “Ese interrogatorio parecía un diálogo sostenido entre dos personas que hablasen idiomas distintos.” Incapaz de entender la lógica del sospechoso, Correa Nieto daba discursos, más que hacer preguntas. Esto a su vez le daba a Toral la ocasión para presentar su misión religiosa, narrando su tortura y deteniéndose en cada detalle doloroso, con la monótona voz de “un testigo indiferente”