Los actos de Santos y los otros diputados demostraron que hubo un esfuerzo coordinado, aunque tardío, para limitar los efectos públicos del juicio. Hasta antes de esta violenta intervención, los abogados defensores habían confiado en que los medios evitarían distorsionar su mensaje: “Afortunadamente, el día de ayer, todo el país oyó nuestras palabras por radio, toda la prensa habla hoy de lo que dijimos, y pueden ser testigos todos los que oyeron, que no hemos atacado a nadie”, declaró Ortega el 4 de noviembre.155 Sin embargo, para el día siguiente, ya no hubo oportunidad de escuchar a Toral y Acevedo en la radio. Los periódicos nacionales casi no hablaron de la violencia que tuvo lugar dentro del juzgado, probablemente por instrucciones del gobierno. En los debates del 5 de noviembre en la Cámara de Diputados, se mencionó a Excélsior como un objetivo específico: “Los enemigos de la Revolución, la prensa y el dinero”, declaró el diputado Manuel Mijares; “la prensa reaccionaria”, aseguró Alejandro Cerisola. Los diputados se pusieron de acuerdo para iniciar un boicot económico en contra de Excélsior, suspendieron la publicidad guberna-mental, cancelaron suscripciones y participaron en otras formas de acción directa.156 El periódico redujo drásticamente su cobertura del juicio y reemplazó las transcripciones de los procesos judiciales por síntesis. A partir del 7 de noviembre, Excélsior le dio mayor importancia a los resultados de las elecciones en Estados Unidos. Dejó de imprimir los artículos de Moheno acerca del juicio y también los de otros escritores y artistas. Los editores señalaron con parquedad en un editorial que su deber periodístico había sido interpretado “torcidamente” por el gobierno, lo cual se tradujo en amenazas en su contra.157 Pronto, el periódico fue castigado de una manera más permanente: se bloqueó su circulación y se obligó a Consuelo Thomalen, la viuda de su fundador, Rafael Alducín, a venderlo a un grupo de empresarios que tenían estrechas conexiones con el gobierno.158
Las apelaciones de Toral y Acevedo fueron denegadas y Toral fue ejecutado el 9 de febrero de 1929. Frente al batallón de fusilamiento, gritó: “Viva Cristo Rey”, como había hecho su amigo Agustín Pro momentos antes de su muerte dos años atrás. Las balas interrumpieron la voz de Toral. Su entierro suscitó manifestaciones y disturbios, y, mientras la furia de la resistencia cristera siguió activa, continuaron los intentos de asesinato, el siguiente en contra del presidente Portes Gil el mismo día de la ejecución. En lugar de servir como un ejemplo de la buena administración de justicia, el juicio dejó un legado duradero como una muestra de abuso del poder, una mancha en la legitimidad del sistema de justicia.159 Toral fue recordado en corridos, aunque no fue objeto de culto póstumo como Miguel Agustín Pro. Décadas más tarde, Jorge Ibargüengoitia y Vicente Leñero utilizaron los registros del juicio en sendas obras de teatro para reflexionar acerca del autoritarismo que se estableció en esa época, en forma de un régimen para el cual las palabras no tenían ningún significado de cara al poder. Escrita en 1962, El atentado de Ibargüengoitia retoma el juicio de 1928 como el clímax de una comedia histórica que se burla del discurso de justicia del régimen posrevolucionario. Todos los actores asumen que hubo una conspiración en la que estaban involucrados la abadesa y Pepe para matar al presidente electo Borges, y ven el juicio como un mero escenario teatral para una sentencia predeterminada.160 La obra de Leñero, El juicio, consiste en fragmentos de transcripciones del juicio de 1928. Por medio de la voz de sospechosos, abogados y testigos, la historia se presenta en toda su ambivalencia ominosa. Toral, Acevedo y otros hombres y mujeres acusados de conspirar en contra de Obregón y Calles alegan que la violencia es un derecho que pueden ejercer en defensa de su religión; los investigadores del gobierno utilizan la tortura como un elemento normal de su labor; los fiscales construyen su caso en términos de realpolitik. Las voces amenazantes que irrumpieron en la sala del juzgado el 5 de noviembre permanecen, en la obra de Leñero, anónimas y en la oscuridad: su poder, al igual que la verdad acerca del crimen, es irrefutable. La obra se montó por primera vez en 1971, cuando el público podía conectar fácilmente la opacidad que rodeaba la historia del juicio de Toral con el autoritarismo violento del régimen contemporáneo del PRI.161 Ambas obras reflejan otra lección histórica de la sala de sesiones de San Ángel en noviembre de 1928: ya sea como tragedia o como farsa, el juicio por jurado de Toral y Acevedo fue un episodio lleno de ambigüedades, sórdido, que tuvo muy poco que ver con la justicia.
CONCLUSIONES
Los mexicanos educados siempre vieron el jurado criminal con malos ojos. Su desconfianza articulaba ideas porfirianas acerca de la incapacidad de los mexicanos comunes y corrientes para dar forma a la democracia, así como su falta de integridad. Federico Gamboa se salía de sus casillas: “¡Qué errores tan hondos son, a mi juicio, el famoso jurado y el no menos famoso sufragio universal!”162 Incluso Querido Moheno, que le debía a los juicios por jurado cualquier dosis de buena reputación que le quedara después de la Revolución, declaró que los jurados estaban en manos de gente inferior a la que sólo le interesaba el dinero. Si se tomaba al jurado como “índice del sentimiento colectivo en materia de moral”, razonaba El Universal, entonces “tenemos que lamentar un tremebundo descenso en el nivel ético de la sociedad mexicana”.163 Estos puntos de vista se basaban en gran medida en el melodrama y la retórica que parecía dominar los casos más famosos. Los sospechosos inevitablemente se convertían en los personajes principales, pero otros actores —víctimas, testigos, abogados, jueces y periodistas— también desempeñaban sus papeles como personajes con un claro, aunque no siempre positivo, valor moral; los jurados y los públicos constituían una especie de coro que juzgaba la historia que se desarrollaba ante ellos por su valor estético y moral. Los intercambios entre todos estos actores eran emocionalmente intensos y el escenario estaba cargado de ecos de otras historias. El melodrama, en otras palabras, ofrecía una serie de papeles y una estructura narrativa que tanto los actores como el público adoptaban. Incluso los críticos compartían un criterio estético: el jurado representaba “una teatralidad de baja estofa” en la que el problema no era tanto la estructura dramática, sino la mala calidad de las actuaciones y el guión.164
Sin embargo, el histrionismo de algunos abogados