Las conclusiones de Moheno ante el jurado lograron darle una forma retórica efectiva a esta tensión entre las normas de género y el uso de la violencia en nombre de la justicia. Comenzó en un tono menor: la piedad, argumentó engañosamente el abogado, era el objetivo de un buen discurso de defensa, de modo que él profesaba la humildad. Pero luego se presentó como un hombre que había logrado defender a otras mujeres acusadas de homicidio. Es esos casos, también se había enfrentado a la hostilidad del gobierno, que lo caracterizaba “como el abanderado de la reacción”, cuyos triunfos eran “un peligro nacional”. Le recordó a los miembros del jurado y al público que estaba trabajando de manera gratuita, después de haber rechazado un anticipo de los familiares de Tejeda Llorca.88 La presencia de Moheno dominaba el escenario y contrastaba con la imagen de María del Pilar; sudoroso y corpulento, en algún momento pidió una pausa, explicando que estaba muy cansado.
En la parte principal del discurso, presentó la decisión del jurado en términos de las implicaciones morales del crimen, más que de los hechos. Pintó una escena idealizada de la dicha doméstica de los Moreno en la casa de la colonia Portales y la comparó con las “lobregueses de la sórdida vivienda de dos piezas en horrendo patio de vecindad” adonde la acusada y su madre habían tenido que mudarse tras la muerte de su padre. Ahora María tenía que hacer trabajo doméstico.89 Tal infortunio era consecuencia, explicó Moheno a un público con lágrimas en los ojos, de “la política baja, sangrienta y suicida nuestra”.90 La estrategia se calculó para orientar el razonamiento de los miembros del jurado hacia factores que eran a la vez más grandes que el crimen en cuestión, pero igualmente cargados de emociones. El verdadero crimen, manifestó Moheno, había sido el fraude electoral que le había dado a Tejeda Llorca una silla en el Senado, lo cual le había permitido mantener su impunidad después de haber cometido un asesinato. Siguiendo al pie de la letra las ideas de Le Bon acerca de las masas, Moheno incentivó la intervención del público de la sala y, más en general, de la opinión pública; citó sus propios libros, sus columnas y entrevistas en los periódicos. También trató de incitar a los miembros del jurado a la acción, como dictaba la retórica clásica, mediante la calidez y la pasión de las emociones. Sus herramientas en éste y otros discursos eran pocas pero efectivas: la repetición de “grandes ideas” y metáforas, referencias constantes a la religión, la mitología, la historia nacional y la literatura; ataques a los testigos de cargo, representaciones del sufrimiento de la acusada y patéticos llamados al perdón. El clímax, sin embargo, fue una justificación de la venganza violenta que demostraba poca piedad hacia la víctima. Moheno exhortaba al jurado a hacer justicia por mano propia, como lo había hecho María del Pilar, y a absolverla, votando con su conciencia aunque ello significara ignorar la letra de la ley. Le aplaudieron durante varios minutos y hasta el juez lo felicitó por la belleza de su discurso. Tras el veredicto, el público se lo llevó de la sala cargado en hombros.91
La resolución del juicio de María del Pilar fue un ejemplo emblemático de la forma en que los juicios por jurado se habían convertido en un lugar donde los roles de género podían discutirse abiertamente y, en cierta medida, transformarse. Su caso y otros más durante los años veinte crearon un espacio prominente para que la población escuchara historias en las que las mujeres y la violencia aparecían juntas. Eran narraciones fascinantes, lo suficientemente complejas como para hacer posibles distintas interpretaciones, y todas compartían una fuerte protagonista femenina. Con las palabras y las imágenes producidas en las salas de los juzgados, estas mujeres explicaban cómo habían utilizado la violencia para defender su honor y su integridad física. Las absoluciones que muchas de ellas consiguieron, como en el caso de María del Pilar, demostraban que los jurados estaban dispuestos a votar a favor de las acusadas incluso cuando ese voto contradijese la interpretación estricta de la ley.
Sin embargo, sería un error concluir que estos casos fueron parte de un proceso de empoderamiento femenino mediante usos socialmente legítimos de la violencia. Después de todo, el sistema que le otorgaba a estas asesinas una voz pública e impunidad estaba completamente controlado por hombres. Como resultado, las emociones que los abogados removían entre los miembros del jurado no estaban asociadas con la igualdad de género, sino que más bien estos sentimientos podían llevar a los miembros del jurado a interpretar las acciones de las sospechosas como una súplica de mujeres débiles en busca de ayuda masculina. La defensa de Moheno de María del Pilar invocó roles de género patriarcales y representó su historia como una tragedia en la que las funciones de hija y esposa habían sido cuestionadas por factores externos (concretamente, la política mexicana), arguyendo de paso que tenían que regresar a su equilibrio adecuado mediante una fuerza compensatoria, es decir, el sistema de jurados. Así, cuando los miembros del jurado y la opinión pública enfrentaban la ley escrita para promulgar su interpretación moral de la violencia, estaban protegiendo el mismo orden masculino que excluía a las mujeres de cualquier rol prominente en el sistema penal. Los casos de mujeres acusadas ante el jurado podían ser fascinantes, pero no eran un capítulo en una tendencia inequívoca hacia la igualdad de género.
Las mujeres eran primordiales en el público creado por los jurados. Excélsior mencionó que el público del juicio de María del Pilar y la multitud afuera de Belem se parecía muy poco al típico grupo de espectadores de los jurados: esta vez, las mujeres superaban en número a los hombres en la sala, donde había un gran número de personas de clase media y muchas “bellas y elegantes mujeres”.92 Estas “señoras y señoritas de la mejor sociedad” le traían flores a María del Pilar, escuchaban cada una de sus palabras, lloraban con ella, la visitaban y la abrazaban en la escuela correccional, e incluso ofrecían sus casas como cárceles sustitutas.93 El Heraldo justificó su minuciosa cobertura del caso argumentando que “La mujer mexicana nos interesa, ya sea madre, hija, esposa o hermana.”94 Esta presencia femenina en los juicios por jurado también se dio en otros casos famosos. Al escribir para El Universal acerca del público del juicio de Luis Romero Carrasco en 1929, José Pérez Moreno describió una masa ansiosa cuya “curiosidad había llegado a ser paroxística”. Mujeres mayores apuntaban sus binoculares hacia los abogados, un hombre elegante batallaba para conseguir un buen lugar y “muchas mujeres” aportaban color, ya que sus prendas creaban “manchas lila o rosa o rojas escarlata” en la sala. Pérez Moreno comparaba la escena en la sala del juzgado con la de un “salón de espectáculos”.95 Incluso los casos en los que a los hombres se les acusaba de matar a sus esposas ofrecían una oportunidad para expresar sentimientos normativamente femeninos: en 1928, el oficial del ejército Alfonso Francisco Nagore le disparó a su bella esposa y su lascivo jefe y fotógrafo. Durante el juicio, y contraviniendo el consejo de su abogado defensor, Nagore lloró abierta y largamente, como lo hacían muchas mujeres en el público.96 Es posible que a las espectadoras les hayan atraído estos juicios por algo más que las historias sórdidas, la oratoria artística o el melodrama. En las salas de los juzgados también reivindicaban su alfabetismo criminal y participaban en debates acerca del lugar y los derechos de las mujeres en la sociedad posrevolucionaria.
A los críticos les preocupaba la capacidad de estos juicios para socavar las jerarquías de género: además de los casos de Moheno, veían otros juicios famosos de los años veinte que involucraban a mujeres como un síntoma de la decadencia de la institución. Algo acerca de las presencia de las mujeres en los juzgados parecía estar cambiando de manera amenazante, empezando por la presentación de las sospechosas ante los jurados. El pasado reciente ofrecía un ejemplo opuesto del orden. En varios casos famosos durante el porfiriato, los abogados describieron a algunas de las asesinas como simples “harapos de las sociedades”