Ya en el siglo XX, y como una continuidad de los desdibujamientos de fronteras genéricas, Fernando Reati (1992: 12) plantea la dificultad/imposibilidad de la narrativa argentina para representar la violencia “por medio de la simulación mimética del realismo”. En este sentido, desde la década de 1950, con textos como Operación Masacre, ¿Quién mató a Rosendo? o Caso Satanowsky de Rodolfo Walsh, y luego, por citar solo algunos ejemplos reconocidos, Nadie nada nunca de Juan José Saer y Respiración artificial de Ricardo Piglia, obras atravesadas por los interrogantes y la incertidumbre que ponen en juego y en crisis lo que puede ser contado, lo que debe ser contado y lo que el silencio ha difuminado: para tener la experiencia a partir de la recuperación del sentido, como reza el epígrafe de T.S. Eliot incluido en la novela de Piglia. En este sentido, uno de los géneros clave para reflexionar acerca de la crisis de la representación y la búsqueda por reescribir ciertas zonas opacas de la realidad argentina es la narrativa y, en específico, la novela.3 En simultáneo con la aparición de las obras de Walsh y antes de la publicación en la década de 1980 de los libros de Saer y Piglia, un gran número de autores tucumanos ya empleaban la novela como espacio de registro y recuperación de desapariciones, torturas, silencios y olvidos. Crisis, futuro, sangre, ficción, muerte, historia, pesadillas, dictaduras, reescrituras son puntos de fuga desde los que la novela intenta recuperar y reconstruir lo real de un esquivo país llamado Argentina.
III
La escritura es una forma de asumir la existencia de los vacíos, de rodearlos y, por lo tanto, hacerlos presente. El vacío y la ausencia se hacen patentes a través de los silencios presentes en los relatos. Aquellas cosas que parecen no estar o permanecen elididas, que flotan en elipsis, proponen otras miradas. Los vacíos de los relatos se revelan en los silencios. La insinuación, la pista, el anuncio de una huella posible se transforman en herramientas para hablar de la ausencia, para escribir una historia diferente, para reconstruir la atmósfera única y decisiva de una época; en fin, para intentar reescribir el pasado.
La construcción del corpus novelístico se sustenta en recorridos críticos previos, aunque incompletos, siempre productivos e insinuantes. En este sentido, los límites temporales elegidos, que abarcan las novelas publicadas entre 1950 y 2000, no son estáticos sino líneas permeables de continuidades que condensan momentos representativos y series discursivas, estéticas y políticas en la escritura novelística. De alguna manera, ese período del corpus seleccionado también da cuenta de un Zeitgeist, de una época en el mundo. Este período está precedido por dos guerras mundiales, y en el llamado “siglo de los genocidios” los conceptos de sobrevivientes, testigos, testimonios adquieren otras implicancias en las obras de Elie Wiesel, Primo Levi, Stefan Zweig, Simon Wiesenthal, Jorge Semprún, Walter Benjamin. La crítica de la historia como disciplina ya no puede ser ejercida solo desde la cátedra, como lo demuestran los casos emblemáticos de Maurice Halbwachs y Marc Bloch. Entre 1945 y 1947, Vladimir Nabokov escribía Barra siniestra, una novela que se anticipaba a lo que Carlos Fuentes (2012) identificaría en Latinoamérica como el ciclo de las novelas sobre dictadores. Es en 1949, en la mitad del siglo XX, cuando Alejo Carpentier (2005: 7-12) publica El reino de este mundo, que pone en evidencia una “revelación privilegiada de la realidad” que es parte de la “historia de América” como “crónica de lo real-maravilloso”, intemporal y al mismo tiempo exacta y rigurosa. Este es uno de los puntos de partida que retoma el llamado “boom latinoamericano” que, según Doris Sommer (2010), entre las décadas de 1960 y 1970, busca demoler la linealidad narrativa tradicional y romper la naturalización habitual de la historia. Para Juan José Saer (2014: 177), durante el siglo XX la narración dio cuenta de una realidad que no era fija, inamovible, sino “una materia imprecisa, fluctuante, inestable”. Al mismo tiempo, el rechazo de lo ficticio no implica un criterio de verdad ya que la ficción intenta poner siempre en juego la complejidad, la “turbulencia” de la realidad objetiva (2014: 10-11).4
En este marco de tensiones estéticas y políticas, en las diversas novelas del corpus existe un intento de narrar un Tucumán conflictivo y en ebullición, por lo que las temporalidades construidas revelan quiebres, hiatos, yuxtaposiciones, borramientos. Las novelas estudiadas intentan restituir y recuperar, a través de la ficción, silencios, sucesos y procesos que dan cuenta de otra sociedad, de otra historia posible. El discurso novelístico permite abarcar diferentes registros y ecos y trazar otra memoria, quizás, otros recuerdos; en sintonía con lo que destaca Saer (2014: 15) sobre las “grandes ficciones de nuestro tiempo” que siempre proponen un “entrecruzamiento crítico”, “una tensión íntima y decisiva” entre verdad y falsedad.
Es así como muchas de las novelas estudiadas realizan un salto hacia atrás en el tiempo y refieren sucesos de una época alejada del momento de escritura o publicación. Sin embargo, no se intenta en las novelas del corpus reconstruir ningún pasado, sino “construir una visión del pasado” y “sugerir la persistencia histórica de ciertos problemas” (Saer, 2014: 45-46). Como sucede con la novela En el surco (1929), de Mario Bravo, que se traslada casi veinte años al pasado, en La bomba silenciosa (2009), de Eduardo Rosenzvaig, que recupera acontecimientos del siglo XIX o en Pretérito perfecto (Foguet, 1983) en la que se condensan el presente del relato en 1972, el presente de escritura entre 1975 y 1982, con la epidemia de cólera ocurrida entre 1886 y 1887.
A pesar de estos intentos de deslindar las zonas de la ficción y de lo real, en las novelas estudiadas es posible leer una narrativa que da cuenta de un lugar, una historia, una sociedad; se puede reconstruir una imagen de un Tucumán perdurable. Por otro lado, tampoco se desprende de las hipótesis de esta investigación que, en las novelas estudiadas, se realice un recuento completo y exhaustivo de la historia de Tucumán, sino que, a partir del rescate o la reescritura de sucesos o procesos, la discursividad de la novela construye otras temporalidades y miradas para registrar “marcas” de lo cotidiano, “huellas” (como las llama Marc Bloch) de acontecimientos difuminados en la historia o en la “memoria colectiva” del presente. Es así como la ficción funciona también como un mecanismo de la memoria de una ciudad. En las novelas es posible que los relatos y las memorias sobre Tucumán permitan vislumbrar “el tiempo en el espacio” (Bajtín, 2011: 219). Personajes, espacios narrados, construcción de diversas temporalidades, recuperación de voces y palabras de una época, reescrituras y ficcionalización de sucesos, todos estos son elementos fundamentales para leer las obras y establecer entre ellas vinculaciones estéticas, escriturarias y políticas.
Podría afirmarse que, para muchos de los autores estudiados, la novela es una herramienta clave para dar cuenta de los conflictos y las tensiones de la sociedad y de los procesos históricos en la provincia y el país. En este sentido, para citar un ejemplo, la representación del mundo de la caña y del azúcar pone en escena las confrontaciones y, por sobre todo, lo que se percibe como una crisis constante. La mirada sobre la realidad, o la “literatura de lo real”, que se propone en las obras novelísticas genera textualidades que interpelan una época y un espacio, contemporáneo y futuro.
IV
“¿Cómo puedo saber lo que voy a decir?” (Bloch, 2000: 73). Como esta interrogación, todas las preguntas abren siempre la amplitud del tiempo y del espacio. Así, la duda se transforma en un movimiento,