¿Cómo definir el presente? ¿No constituye un espacio de tiempo minúsculo, un simple espacio pasajero y fugitivo? Su característica, en efecto, es la de desaparecer en el momento mismo en que comienza a existir. En sentido estricto no se puede hacer historia del presente, porque basta con hablar de ello para que se esté ya en el pasado. Es obligado, pues, alargar este dato instantáneo del presente que se escurre bajo nuestra mirada a fin de darle sentido y contenido. (Bédarida, 1998, p. 21)
En la práctica, Bédarida (1998) y el Instituto de Historia del Tiempo Presente en Francia optaron por “considerar como tiempo presente el tiempo de la experiencia vivida. Por ahí se llega al verdadero sentido del término historia contemporánea, a saber, la experiencia de la contemporaneidad” (p. 22). En definitiva, parece ser que el tiempo presente no se encuentra definido, y es más o menos elástico, pero como campo de estudio se caracteriza porque “existen testigos y una memoria viva de donde se desprende el papel específico de la historia oral”. Con independencia de que su inicio sea en 1914, 1945 o 1989, se trata, pues, “de una temporalidad larga, designa más bien el pasado próximo a diferencia del pasado lejano” (p. 22), en la cual el reto es “poder acercarse con una disposición de ‘escucha’ a la fuente documental o al protagonista-testigo” (Díaz, 2007, p. 18). Julio Aróstegui afirma, por su parte, “que ‘el objeto de la Historia del Tiempo Presente no puede ser otro que la historia de los hombres vivos, de la sociedad existente, en cualquier época’” (Aróstegui, citado en Quirosa-Cheyrouze y Muñoz, s. f.).
En un sentido similar, René Rémond (citado en Díaz, 2007) afirma que esta historia presenta dos singularidades originadas en la especificidad de su objeto: la primera está dada por la contemporaneidad, asociada al “hecho de que no existe ningún momento en su composición en el que no sobrevivan entre nosotros hombres y mujeres que fueron testigos de los acontecimientos narrados”, y la segunda singularidad tiene que ver con “la inconclusión del periodo estudiado, que lleva consigo la ignorancia sobre las repercusiones de los acontecimientos que se narran” (Díaz, 2007, p. 16).
Si bien desde la Segunda Guerra Mundial se han realizado francos desarrollos en el ámbito de la historia reciente, aún hoy es conflictivo para la historiografía determinar su objeto de estudio, en tanto permanece el debate dentro del campo académico para definir a qué hace referencia la “historia reciente”. La propia amplitud en la terminología para denominar su objeto de estudio demuestra que se trata de un campo en construcción (algunas variantes posibles son “historia reciente”, “pasado cercano”, “historia contemporánea”, “historia actual”, entre otras) (Aróstegui, 2004; Franco y Levín, 2007). Diferentes criterios se han utilizado para determinar cuál es su objeto: cronológicos, metodológicos y epistemológicos relativos a la historiografía. En nuestro caso coincidimos con Franco y Levín (2007, p. 35) en que tal vez la especificidad de esta historia no se defina exclusivamente por reglas temporales, epistemológicas o metodológicas, sino principalmente con criterios subjetivos y cambiantes que al interpelar a las sociedades contemporáneas transforman los hechos del pasado reciente en problemas actuales. Esto ocurre indudablemente con aquellos eventos que se consideran traumáticos y se han vuelto objetos primordiales de esta historia. (Carretero y Borrelli, 2008, pp. 203-204)
1.3. Problemas y críticas
La consolidación de la historia del tiempo presente como subdisciplina de la historia ha estado acompañada de diversas discusiones en torno a las novedades que plantea, a la vez que han recaído sobre ella críticas, algunas de las cuales ya fueron expuestas, pero que en este momento retomaré, con un poco más de profundidad, en dos grandes grupos para presentarlas a continuación.
La primera crítica recae sobre las fuentes para el estudio de la historia del tiempo presente. En principio parece reprocharse la carencia de fuentes, claro está, si se piensa en particular sobre los documentos escritos; no obstante, hay que tener en cuenta que ellos no son ni la única fuente ni la más importante para conocer el pasado. “Lo que interesa al historiador es conocer lo mejor posible su objeto, […] y para ello puede y debe manejar toda la información disponible. Para el estudio del pasado reciente, hay una fuente ‘privilegiada’ que es el testimonio oral” (Díaz, 2007, p. 16; véase también Traverso, 2007, p. 72). De hecho, en la “historia contemporánea una parte importante del trabajo de investigación se hace con testigos vivientes”, en un ejercicio de “confrontación entre la investigación y la memoria” (Bédarida, 1998, p. 25).
Salvada la carencia de fuentes, aparece entonces en el escenario el argumento opuesto pero complementario, a saber: a pesar de que no hay carencia de fuentes para consultar, su sobreabundancia torna imposible su control, debido a la inaccesibilidad a los archivos existentes de forma paralela a los oficiales, tales como “los archivos privados, los recuerdos, testimonios, entrevistas, historia oral, medios de comunicación, prensa concretamente, las múltiples publicaciones de documentos oficiales o semioficiales. La llamada ‘literatura gris’, los trabajos de los periodistas de investigación, etc.” (Bédarida, 1998). Entonces, “dada la imposibilidad de la investigación que carece de fuentes, es preciso que sean agotadas las masas de materiales disponibles” (Bédarida, 1998, p. 24), y para que la sobreabundancia de fuentes no desborde los esfuerzos del historiador en la construcción del pasado, entra a cobrar relevancia el criterio de selección que se emplee (Moreno, 2011, p. 291).
La segunda gran crítica recoge un problema de distancia en relación con el periodo estudiado; este a su vez presenta varias aristas. En primer lugar, aparece una discusión metodológica “acerca del quehacer del historiador: la necesidad de una distancia en el tiempo que medie el encuentro entre el investigador del pasado y este” (Toro, 2008, p. 36); en palabras de Gadamer, “cuando [un tema] está suficientemente muerto como para que ya solo interese históricamente” (Gadamer, citado en Toro, 2008, p. 42).
Teniendo en cuenta la cercanía del historiador con el pasado reciente, diversos críticos han objetado la poca perspectiva de análisis que puede tener el historiador, pues es incapaz de conocer los efectos en el futuro del pasado relatado. “Él relatará la historia desde ‘su’ perspectiva, una perspectiva de cercanía temporal, que ignora, en parte, los efectos de aquellos acontecimientos que relata. No obstante, esta limitación no invalida el esfuerzo por esclarecer el pasado inmediato” (Díaz, 2007, p. 17). Bédarida (1998) es uno de los autores que cataloga a esta como “la verdadera objeción a poner a la historia del tiempo presente”, porque en ella se “debe analizar e interpretar un tiempo del cual no conoce ni el resultado concreto ni el final” (p. 24). Sin embargo, como lo propone Moreno (2011), ante este panorama lo que debe prevalecer es la conciencia del historiador, que parta “de la incapacidad objetiva de llegar a dilucidar el final de los acontecimientos que narra” (p. 291).
Si bien la narración resultaría parcial y, desde una perspectiva, cercana, es preciso mencionar que corresponde también a cada generación escribir su historia, y así, quienes lleguen con posterioridad, tendrán siempre la posibilidad de modificar la visión que se tenía del pasado a partir del conocimiento de los efectos del mismo: “El saber histórico nunca es un saber acabado; siempre se puede ‘rehacer’ la historia y, más aún, se debe rehacer, es un imperativo ético, un deber del historiador para con la sociedad” (Díaz, 2007, p. 20).
La historia del tiempo presente se muestra entonces como una historia provisional porque el “tiempo”, o el marco temporal seleccionado como