Veintidós días había tardado el transatlántico en llegar a su destino, y cuando el Patrís7 dejó en la orilla de Ellis Island8 a aquellas mil trescientas almas, un 7 de noviembre en que caía aguanieve, hizo como que escupía tres veces en la tierra para conjurar con la boca, porque se lo había prometido a su madre, que tenía ideas particulares sobre la psique y decía que en los sitios se prospera solo a base de escupir y de llevar los pantalones bien puestos. Pues eso, que en cuanto puso el pie en Nueva York, se le acercó un compatriota, un rodiota enjuto, con el pretexto de encontrarle trabajo de inmediato, a comisión, por supuesto, hasta le aseguró con su apellido y firma que sus dólares, aunque escasos, darían fruto y, tras metérselos en el bolsillo del pantalón de dobladillo ancho, le encontró alojamiento junto a otros cuatro en un pequeño hotel que se parecía más a una choza de lata y le dio cita para el día siguiente, a la misma hora, dos bocacalles más abajo; le escribió la dirección en un papel, «esquina de Broadway y Franklin», y le explicó por quién preguntar si se retrasaba, «Smerlís», le repitió insistiendo en la «r», le dio un golpecito en el hombro con aire cómplice y se fue por donde había venido, no sin antes confiarle que se encontraba en el país adecuado en el momento adecuado, y que allí en América había gente que pagaba bien y trabajo seguro para un joven despierto y ambicioso como él; por último, le guiñó un ojo antes de perderse con paso ligero en la espesa oscuridad de la ciudad que no dormía nunca y ya trasnochaba en las sucias callejuelas de mala fama.
El rodiota no acudió nunca a la cita, rápidamente se demostró que no había ningún Smerlís esperando para recibirlo, solo dos o tres pobres chavalillos de doce o trece años como mucho, sentados en cuclillas en las esquinas de la calle, que habían cogido cepillo y betún y lustraban cada dos por tres los embarrados zapatos de los transeúntes, toda Nueva York era un inmenso campo de faena que asumía obras municipales y construía edificios de numerosas plantas para cobijar el sueño colectivo, que en las chozas bajas y en las calles fangosas perdía su esplendor y quedaba apresado en el «tres centavos la pareja, cinco el matrimonio», y Andonis Cambanis, que había depositado sus esperanzas en el milagro, no podía creerse que sus veinte dólares se hubieran esfumado; apenas había puesto un pie en el Nuevo Mundo y ya le habían tomado el pelo, no le cabía en la cabeza que hubiese metido la pata de ese modo; lo embargó la desazón, solo sabía dar los buenos días, pedir perdón y dar las gracias, y eso de milagro, retorcía la boca al pronunciar como si le quemase la comida, ¿dónde, y cómo, y a quién contaría lo que le había pasado? Entonces le echó el ojo el mafioso italiano que deambulaba por la demarcación de sus posesiones: diez bocacalles por encima de la calle Broadway y cinco al oeste, hasta la calle Hudson; había ido a recoger los jornales de los limpiabotas, le pareció nuevo y quizás peligroso, quién sabe, y pegó la hebra rápido en siciliano, para ver si estaba tramando algo y si tenía cabeza para los negocios, lo escogió por su porte seco y atezado, que daba fe de su procedencia cercana al sur de Italia; intercambiaron dos o tres frases que no llevaron a ninguna parte, al final se comunicaron con muecas y morisquetas, y cuando Cambanis sacó los papeles italianos y el pasaporte para enseñárselos (certificados territoriales de una paternidad temporal que con el tratado de Lausana9 englobaba al Dodecaneso desde 1912), el italiano no perdió el tiempo: le dio la bienvenida y le garantizó alojamiento y trabajo desde aquella misma noche, solo tenía que hacerle unos pequeños recados que le quedaban pendientes en Hell’s Kitchen, pero Andonis Cambanis ya había aprendido la lección: mandados y favores sin pronta recompensa no pensaba volver a hacerle nunca a nadie, y así sus caminos se separaron, aunque no para siempre.
Medio mes después, y tras la recomendación y los consejos de un tal Suliotis, friegaplatos de profesión, Andonis Cambanis vivía en el estado de Nueva Jersey y trabajaba en los astilleros de Camden para la New York Shipbuilding Corporation, con la especialidad de soldador en las zonas de prefabricado, sacaba veintidós centavos por hora que le proporcionaban lo mínimo para la supervivencia: una habitación microscópica en Morgan Village, en la calle Sylvan, dos platos diarios de comida fría que le preparaba la noche de antes su casera polaca, y un paseo el domingo en la periferia oriental de la ciudad, terra incognita para él, el germanófono Cramer Hill y los barrios judíos de Marlton y de Parkside, mojados y bordeados por el curso zigzagueante del afluente Cooper, y como el natural de Nísiros seguía sin hablar inglés en condiciones, sus paseos eran solitarios y el dinero en el bolsillo escaso, y cada dos por tres se paraba a mirar con ojos de besugo las casas de madera de dos plantas, con familias de cuatro o cinco miembros, los escaparates de las pastelerías que vendían dulces orientales y helado a granel, las sinagogas, las hordas de judíos ortodoxos con sus trenzas negras y simétricas y los restaurantes kosher con sus apetecibles albóndigas de patata y gulash ucranianos.
Con el resto de griegos no tenía trato, además eran pocos y estaban desperdigados por los barrios, como las amapolas que florecen esparcidas por el campo, y es que aún no existía parroquia que los recogiese en tres o cuatro calles a partir de las cuales pudieran ir extendiéndose al resto de la ciudad; lo que sí existía era la cercana Filadelfia, que contaba al menos con dos iglesias ortodoxas y un rebaño de miles de fieles, y de ese modo, un domingo diferente a los demás, en el que no conseguía de ningún modo conciliar el sueño, Andonis Cambanis se levantó antes del amanecer y se subió al primer transbordador en Cooper Point, cruzó el río Delaware en barco y acudió a la iglesia de San Yioryios el 10 de septiembre de 1922, junto con trescientos compatriotas alarmados, que entre rezos y peticiones se contaban en susurros los sucesos acaecidos en Asia Menor,10 portada la noche anterior en The New York Times dominical. Tenía un mal presentimiento que no conseguía someter a cuentas ni a reflexiones, un barrunto sombrío y doloroso que le aplastaba el pecho y que conforme pasaba el rato se convertía cada vez más en certeza: que el futuro no le deparaba otro camino, que tenía que hacer su vida y triunfar allí, en aquel lugar desconocido y extraño; no había vuelta de hoja. Aquella misma mañana, su madre, de cincuenta años, fallecía plácidamente del corazón y de pena mientras dormía, y Andonis Cambanis se enteraba con tres semanas de retraso de que sus primos de Nísiros habían sufragado los gastos del funeral y que para cobrarse lo que les debía pensaban vender lo único que quedaba: la casa familiar.
Tenía veintidós años; se quedaba huérfano de padre, madre, casa y parientes en una ciudad cuyo nombre no arrastraba recuerdos, solo presente, y entonces de repente ocurrió en su interior algo inesperado: la muerte de su madre lo liberó de los remordimientos que lo apresaban, porque el pobre tenía siempre en mente el regreso, y contaba el dinero que ahorraba, calculaba hasta el último centavo, cada dólar aplastado en el sobre debajo del colchón lo llevaba más cerca de su madre, de la tierra que tenían pensado comprar para cultivar, y de las albarradas que pensaban construir para hacer bancales, su muerte lo pilló con treinta y dos dólares y cincuenta y tres centavos que ya no iban a ninguna parte, así que una semana más tarde fue a los grandes almacenes de Kotlikoff y, tras deambular tres horas por estantes y escaparates, se compró un buen traje y un par de zapatos de piel; era el primer despilfarro que hacía en su vida, qué más daba el dinero, en la mente de todo estadounidense uno era lo que intentaba ser, y en el fondo los ahorros eran para gastarlos, así que él también tenía que encontrar el valor de despedirse del pasado para conseguir convertirse en alguien, en otra persona.
Pero las semanas pasaban y Andonis Cambanis seguía siendo el mismo, quizá porque era una persona cerrada, poco habladora y comedida; el traje colgaba sin estrenar en el armario de una sola hoja, y la ciudad, al otro lado de la ventana, seguía extendiéndose hacia la periferia: cada pocos meses se alzaban primorosos edificios, los clubes musicales eran un hervidero de danzas y alegría de vivir, seguían llegando flujos de nuevos inmigrantes para contribuir al incremento de la producción, los antiguos exigían y reivindicaban mejoras en los sueldos y jornales, el dinero cambiaba de manos con rapidez y se amasaban fortunas, las mujeres conseguían