A Litó se la trae al pairo, que los adultos carguen con sus decisiones; lo malo es que esos propósitos pusilánimes y esas responsabilidades los arrastra ella a su espalda; se supone que habían imaginado un mundo ideal, la habían traído a una sociedad que cambiaba, teóricamente, para mejor, «y una mierda», lo único que le levanta el ánimo y tiene un sentido claro es el fútbol, las dos porterías marcadas en el césped recién cortado, las normas concretas que determinan el juego, la pelota que rueda por la hierba, manzana de la discordia para los veintidós pares de piernas encallecidas, la defensa y las entradas, sobre todo las entradas enérgicas, porque los goles no son su fuerte, así que los silencia tal y como hace con todo lo que le provoca indignación.
El centro de secundaria de East Camden es para Litó un mal necesario que en algún momento deberá llegar a su fin, al menos con su inminente mayoría de edad, si no antes; está convencida de que todos sus males, incluido su desafortunado nombre, son producto de su desgarbada y frágil adolescencia, y de lo que esta conlleva: el vello rubio y molesto en muslos y espinillas, el ajustado sostén que la asfixia y el estúpido asma extrínseco que la inmoviliza de repente, como pasó en aquel partido de fútbol la primavera pasada, en el momento de máximo esplendor de la naturaleza y del polen: jugaban contra el colegio de Cooper Point, su equipo iba ganando uno a cero y quedaban solo dos minutos de partido; la delantera contraria se escapó de la línea derecha de defensa y, cuando Litó realizaba el último sprint por la izquierda, casi lista para ejecutar la entrada más importante de la que era hasta entonces su vida, la que les brindaría la copa regional y quizás incluso la condecoración a la mejor jugadora, se le cortó la respiración de repente, se puso roja como un tomate y acabó doblada en dos; la pelota pasó por delante, como a cámara lenta, y tras ella, como Pedro por su casa, la mediocentro, que regateó con una maniobra inestable y temeraria a la portera y marcó más bien de pura chiripa en la portería vacía. Llegaron a la prórroga y Litó vio la media hora restante desde el banquillo, maldiciendo sus genes endebles y la marihuana que había fumado desde pequeña en la barriga de su madre, mientras su equipo, con diez jugadoras y sin cambios, perdía la copa y ella la ansiada condecoración. «Cosas que pasan», le había dicho con aquella entonación pueblerina de Oklahoma su entrenadora en los vestuarios; solo a ella, le daban ganas de gritar, «¡solo a mí!», pero al final no dijo nada, se quedó arrinconada en el banco, apretó los puños y se clavó las uñas en las palmas de las manos, y todo por no montar una escena, por no aguar la fiesta y la entrega de premios, pero sobre todo por no echarse a llorar delante de sus compañeras, cuyas miradas de desprecio ya la acuchillaban por la espalda a causa del desenlace del partido. En este momento, esos son sus pensamientos, sus recuerdos, pero los chillidos de sus compañeros, que persiguen por el patio a un pobre gato con una herida abierta en el espinazo, provocada por una escopeta de aire comprimido, con intención de seguir torturándolo, la traen de vuelta al presente, al prolongado sonido del timbre, al inhalador de dosis que se saca del bolsillo, a la inspiración profunda que toma para aguantar su insoportable vida y la inminente clase de Historia de Estados Unidos.
Al fondo del aula, Litó intenta acomodar las piernas en el pupitre individual, mientras la señora Gardner les habla de los años dorados de Estados Unidos durante la floreciente década de 1920, cuando el desarrollo era sinónimo de consumo y la prosperidad de todas las ciudades industriales se medía en la cantidad de chimeneas que adornaban entre humos el horizonte y en las hordas de trabajadores, nativos e inmigrantes, que inundaban cada mañana las calles, convoyes humanos que zarpaban con las primeras luces en busca del jornal. La señora Gardner va y viene por el pasillo, arrastrando sus bastas sandalias por el desgastado terrazo, arrullando a los veinticinco alumnos con una danza lenta y catatónica, su tronco parece un péndulo movido por su propio impulso que de repetición en repetición amenaza con perderse, dentro de poco el balanceo se detendrá y la microscópica señora de sesenta años se calmará encorvando ligeramente los hombros hacia delante, y Litó se preguntará si es el conocimiento el que joroba los cuerpos y los encorva y, mientras se sume en reflexiones que no vienen a cuento, la señora Gardner le dará un tierno toque en el hombro y le susurrará en voz baja al oído, como un eco lejano del futuro irremediable, «estira la espalda, que te va a salir joroba» antes de perderse por donde ha venido, en las profundidades del encerado, mientras suena el timbre electrónico y las sillas, casi al unísono, arañan el suelo con un aullido.
Litó lleva su mochila con paso ligero y los hombros estirados en un sobreesfuerzo para no andar encorvada; luego se le olvida y sigue con la cabeza gacha, sumida en sus ensoñaciones, con la mochila saltando a la espalda a cada paso apresurado, quiere que le dé tiempo a llegar a casa antes de que oscurezca, no es que tenga miedo, pero hace una semana, también el lunes, los bestias del instituto Woodrow Wilson les tendieron una emboscada a unos compañeros del equipo de baloncesto y les dieron una paliza, una buena tunda, sin motivo alguno, solo para divertirse. Piensa en ello y acelera el paso, al tiempo que intenta ahuyentar de su mente todas las desgracias que pueden ocurrirle, su madre la tiene avisada, no hay peor mal que el pensamiento, es capaz de imaginar lo peor, abre caminos donde solo hay vegetación espesa y salvaje, el pensamiento sufre arrebatos que tú pagarás toda tu vida, «¿entiendes, cariño?», y Litó no entiende del todo qué quiere decir Susan, pero qué más da: lo repetirá una, dos veces, a la tercera va la vencida, la pequeña acabará pillando el sentido profundo del omnipresente y omnisciente filtro materno.
El sol se pone con indolencia tras la ciudad de Camden en el momento en que Litó se tropieza y se agacha para atarse el cordón suelto en la esquina de la calle y, mientras, por delante pasa el autobús escolar, cruzando la avenida en dirección sudoeste con el eslogan «igualdad de oportunidades en la educación», proclamando el derecho de todo alumno, independientemente de la raza, el color y la situación económica, a gozar de los mismos privilegios en la educación pública,5 ve a Minnie aferrada a la ventana, con las trenzas cortadas, oscuras y llenas de rizos, mirando al horizonte, a lo lejos, hacia el río Delaware, y aún más allá, hacia Filadelfia, donde vive su padre, que los abandonó cuando ella era un bebé y al que no llegó a conocer, y si tiene una imagen suya guardada en la memoria es la de las botas desgastadas que se encontró en el altillo, del número 48, y que ella convirtió en macetas: las llenó de tierra y abono y sembró semillas de judías para la clase de Botánica.
Minnie vive en un barrio infame, con casas de piedra gris que han perdido el color, el tiempo las ha degradado por igual, y entre tanta fealdad repartida hay cierta armonía, no resulta extraña la piedra deslucida, es como si la hubiese tallado la sabiduría del tiempo, las ruinas arrastran el pasado casi con adoración, dan fe de la ambición humana detenida por el flujo de los acontecimientos, habitantes y ruinas coexisten en plena aceptación del deterioro, y solo las noches en las que oscurece pronto, ahora que ha llegado el invierno, siente uno miedo, cuando la miseria de los edificios se oculta en la neblina de la oscuridad y su forma recupera algo de la anterior aureola afilada, y las personas, para conjurar la bondad de la noche, que cae como un bálsamo sobre la piedra arrasada y la cubre, se vuelven monstruos para no soñar con algo mejor y acabar renegando de su desgraciado destino. Minnie baja del autobús y se echa la mochila a la espalda, saluda con un gesto rápido al conductor, su amigo mexicano Miguel el Pulpo, se envuelve en su chaqueta ligera y, mirando al frente, corre en paralelo al riachuelo Newton Creek en la zona colindante con Morgan Village, antes de su desembocadura, al oeste, en el río Delaware, que baña la ciudad, sometiéndola a una triste humedad perpetua y a los mosquitos estacionales sedientos de sangre que se alimentan del agua estancada y los naufragios humanos del afluente Cooper.
«Has llegado pronto», le dice su madre desde el interior de la cocina, y Minnie, sin aliento, deja la mochila en el pasillo de la planta baja antes de salir disparada al salón, coger el mando a distancia y encender la tele, «vaya, hombre», aún no han dado la fecha en la que pondrán el episodio de Dallas, necesita enterarse de una vez de quién disparó a J. R., ya se cumplen seis meses desde el marzo pasado y la incógnita sigue sin respuesta, va a llegar noviembre y todavía no han investigado el caso, en la televisión se han pasado todo el verano con el quién y el por qué, llegó septiembre y Minnie concibió