La selección de Cannes es, pues, el desprevenido reconocimiento de un talento que existía, que se había debatido en la muy problemática situación de quien quiere hacer cine en este país, de quien desde las insuficiencias del Super-8, pasando por el 16 y el 35 mm y por el video, por las historias argumentales y las documentaciones para televisión ha mostrado siempre una enorme coherencia de estilo, una mezcla profundamente sugestiva de poesía y realismo, un acercamiento tierno, serio, preocupado por los seres humanos que filma y una manera particularmente bella de mirar los objetos, los lugares, el mundo de la gente común. No sabemos si la película tenga un eco que la lleve más allá de Cannes, no sabemos si el jurado (en el cual hay grandes humanistas de la imagen como Bernardo Bertolucci, Sven Nykvist y Mira Nair e intérpretes de la sensibilidad de Anjelica Huston) la considerarán digna de ser tenida en cuenta para algún premio. Al fin y al cabo es estar en la cúpula de la producción mundial, en un festival donde por los pasillos van a caminar Fellini y Kurosawa, y no es nada fácil llamar la atención en esos grandes remolinos donde hay de todo a granel y para todos los gustos, lo mejor y lo peor.
Pero la película ha llegado al Palacio de los Festivales honestamente, por sus propios méritos, con la modestia y la timidez de quien la concibió y realizó, y para mí, para todos nosotros, es un motivo de emoción y de orgullo. Allí dará su testimonio de nuestra grandeza y nuestra miseria, en medio de muchos ojos escrutadores de todo el mundo. Ahora, lo más importante, es que la burocracia cinematográfica estancada de este país reflexione acerca de cuál es el cine que verdaderamente nos representa, nos habla directamente, el cine que es necesario fomentar, el cine que Víctor Gaviria no ha dejado de hacer nunca, en todas las formas, desde aquellos conmovedores rostros de niños ciegos, filmados con la cámara todavía inepta, temblorosa, de un poeta que comenzaba a mirar el mundo a través de un objetivo de cámara y desde entonces no ha podido dejar de hacerlo.
El Colombiano, 13 de mayo de 1990
El obispo llega a Apartadó de Víctor Gaviria
La documentación de una esperanza
En estos días en un foro realizado con motivo de la presentación de una muestra de noticieros de los hermanos Acevedo, se diagnosticó que el documental estaba en peligro de muerte inminente, en la clínica del siempre moribundo cine nacional. Recuerdo que una vez una directora de Focine afirmó ante la prensa, con toda la boca, que el cine colombiano estaba haciendo progresos evidentes, ya que había disminuido considerablemente el número de los documentales y aumentado el de las películas argumentales. En realidad, si la cosa ha de medirse por las opciones fáciles e indignas que rigieron durante la mal nacida época del “sobreprecio”, puede decirse que el término documental alcanzó un desprestigio tan grande, que uno se sentiría tentado a apoyar a la dama. En manos de aprovechados sin talento que producían engendros de diez minutos como tortura inicial de las películas de los teatros, el cine colombiano bajó a abismos insondables de estupidez y falta de sensibilidad. Paradójicamente, fue el cine documental, particularmente el de Marta Rodríguez y Jorge Silva, la única forma cinematográfica que logró poner a Colombia en los mapas de la historia del medio y, con pocas excepciones, la única que ha producido obras permanentes amén de un testimonio auténtico de ciertos aspectos de nuestra realidad.
El problema del documental es, fundamentalmente, que se le niega un espacio y que es tratado con absurda negligencia y desinterés por las políticas de fomento. En el panorama actual de los medios solo la televisión está en capacidad de difundir ampliamente este tipo de cine, pero la estructura que domina la nuestra hace casi imposible que se interese por algo más que simples reportajes de consumo rápido, imágenes completamente prescindibles de una realidad de suyo compleja y llena de posibilidades. Los canales regionales se prestarían a la producción y difusión del documental de buen nivel mucho mejor que los nacionales. Estos últimos han centrado su encargo público en miserables telenovelas, en indigestiones deportivas, en concursos para débiles mentales y en noticieros histéricos y desinformadores. El problema de la televisión regional es que ha decidido emprender este mismo camino, porque lo financiero ha ido bloqueando gradualmente lo que fuera creado con fines sociales, educativos e informativos. Sin embargo, vemos que las posibilidades no se han extinguido por completo, pese a las fuertes limitaciones. Esta semana un nuevo programa de Augura en Teleantioquia reveló cómo la información en imágenes puede adquirir cualidades de valor permanente, puede llegar a ser arte y elevar, de repente, el nivel de una programación bastarda y rutinaria. El documental de la productora Tiempos Modernos sobre la creación de la nueva diócesis de Apartadó y la llegada del nuevo obispo es una hermosa pieza de cine cuyo valor va más allá de lo periodístico inmediato (como lo habían sido ya la película de Iris sobre Armero y sus contornos después de la avalancha y la excelente Son del barro, lo que prueba que hay ya una cierta manera de mirar, una cierta escuela documental llena de talento y de fuerza expresiva).
El documental sobre el obispo de Apartadó, dirigido por Víctor Gaviria, no es una yuxtaposición de tomas casuales, unidas por una “edición” saturada de entrevistas banales, cosidas con “insertos” como diapositivas pintorescas. No es, ni mucho menos, la puesta en show de un periodista, micrófono en mano, obstructivo e inoportuno, pegado como con un cordón umbilical a una cámara trastabillante manejada por alguien a quien no le importa lo que sucede frente a ella. La concepción de este documental es de una clara simplicidad, en la cual cada imagen sabe exactamente lo que quiere expresar. Hay una idea de base desde el principio y es que la llegada del obispo es para la región y para sus gentes un símbolo de esperanza, de identidad, algo que adquiere un significado nuevo frente al caos y a la desesperación que ofrece lo cotidiano. Es hermoso cuando un niño sonriente pierde de repente la sonrisa e intenta decir muy seriamente cuál es la situación problematizada del lugar donde vive. La cámara no cede a la tentación de “denunciar” situaciones de miseria ni a la pornografía de la violencia. Los seres humanos y los sitios donde habitan son mirados con una enorme ternura. Su pobreza es presentada con una enorme dignidad y sus ojos revelan una enorme carga de humanidad, de nostalgia y de deseo de lo mejor. En este contexto lo religioso no aparece como una alienación sino como un aglutinante, como una manera de responder a la inhumanidad. Y esta religiosidad que une, que hermana, la vemos a través del pueblo, de los sacerdotes y también de comunidades como la evangélica que practican su confesión insertados en la misma realidad.
Toda la primera parte del documental es la preparación, la expectativa, las amplias y hermosas llanuras recorridas con mirada positiva, es la gente. Es, además, la mirada de alguien que contempla con admiración y enorme respeto esta realidad. Las bandas de guerra, el locutor de la emisora local, los niños, los sacerdotes, los evangélicos están plenamente en su ambiente, no son temas folclóricos, ni se exhiben con el usual estilo periodístico “a lo Yamid Amat”, mirándolos por encima del hombro y convirtiendo todo en telón de fondo de su propia pedantería egolátrica. Esta sencillez se mantiene incluso en la parte oficial. Cuando los obispos invitados descienden del avión la cámara capta sus rostros no como los de “personajes importantes” sino como los de seres humanos en los que es posible percibir una calidez. En la banda sonora se escucha lo que se dice, sus saludos y sus timideces e incluso el director nos distrae hacia la imagen aparentemente banal de las maletas que son bajadas del aparato, como recordándonos que también ellos tienen sus efectos