Cali asintió, cada vez más incómoda por la conversación.
–Aristides dice que nuestra madre no sabía cómo negarse. Mi hermano maduró muy pronto y comprendía todo lo que estaba pasando, pero no podía hacer otra cosa más que ayudar a nuestra madre. Con solo siete años, tuvo que empezar a ocuparse de todas las cosas que su padre ausente no hacía, mientras mi madre tenía que hacerse cargo de los más pequeños. A los doce, dejó el colegio y tomó cuatro empleos para conseguir que llegáramos a fin de mes. Cuando mi padre desapareció para siempre, Aristides tenía quince años y yo estaba todavía en el vientre de mi madre. Al menos, tengo que dar gracias porque no envenenó mi vida como hizo con ella y con mis hermanos –confesó Cali–. Con su empeño, mi hermano trabajó en los puertos de Creta y llegó a ser uno de los más grandes magnates de navíos del mundo. Por desgracia, nuestra madre murió cuando yo solo tenía seis años, y no pudo ser testigo de su éxito. Aristides nos trajo a todos a Nueva York, nos sacó la ciudadanía americana y nos procuró la mejor educación que el dinero podía comprar –explicó–. Pero no se quedó con nosotros, ni siquiera se hizo americano, hasta que se casó con Selene.
Kassandra parpadeó, incapaz de comprender la inhumana forma de actuar del padre de Cali.
–¿Cómo puede ser alguien tan malvado con sus propios hijos? Sin embargo, hizo una cosa bien, aunque no fuera a propósito. Os tuvo a ti y a tus hermanos. Sois todos geniales.
Cali se contuvo para no responder. Sus tres hermanas, aunque las amaba mucho, habían heredado de su madre la pasividad e incapacidad de defenderse. Andreas, el quinto hermano de los siete era… un enigma. Por sus escasas interacciones con ella, había sacado la conclusión de que no era muy buena persona.
Por otra parte, aunque ella misma había creído escapar a la maldición de su madre, tal vez no lo había hecho. Cali había hecho con Maksim lo mismo que su madre con su padre: se había implicado con alguien equivocado. Luego, cuando había debido separarse de él, había sido demasiado débil y había necesitado esperar a que él la dejara.
Cali tenía una educación y era una mujer independiente, del siglo XXI. ¿Cómo podía justificar las decisiones que había tomado?
–¡Mira qué hora es! –exclamó Kassandra, poniéndose de pie de golpe–. La próxima vez, dame una patada para que me vaya y no te quite el poco tiempo que tienes para dormir. Sé que Leo se levanta muy temprano.
–Prefiero quedarme toda la noche aquí hablando contigo antes que dormir –replicó Cali.
Kassandra la abrazó con una sonrisa.
–Pues llámame cada vez que lo necesites.
Después de quedar con ella para otro día, Kassandra se fue.
Cali se quedó parada, abrumada por el silencio, embargada por un familiar sentimiento de desolación y soledad. Llevaba un año sufriendo por una sola razón: Maksim.
Sin pensarlo, se dirigió a la habitación de Leo. Entró de puntillas para no hacer ruido, aunque sabía que su hijo tenía un sueño muy profundo. Al ver su pequeña figura bajo las sábanas, se emocionó, como siempre le ocurría cuando pensaba cuánto lo amaba.
Cada día que miraba a Leo, veía en él la versión infantil de Maksim. Su pelo era color caoba, ondulado. Tenía el mismo hoyuelo en las mejillas, aunque a Maksim no se le notaba a menudo porque no solía sonreír demasiado.
La única diferencia física entre padre e hijo eran los ojos. Aunque Leo tenía su misma mirada de lobo, su color era verde oliva, una mezcla de los ojos azules de Cali y el tono dorado de Maksim.
Llena de gratitud por aquel perfecto milagro que respiraba en su camita, se inclinó y posó un beso en su mejilla.
Cuando cerró la puerta tras ella, no le invadió el habitual sentimiento de depresión, sino algo nuevo. Rabia.
¿Por qué le había dado a Maksim la oportunidad de abandonarla? ¿Por qué había sido tan débil como para no dejarlo ella primero? ¿Por qué se había aferrado a él cuando había sabido, desde el principio, que aquello iba a terminar?
En su defensa, solo podía alegar que Maksim la había confundido cuando, después de cada separación, había vuelto a ella lleno de deseo.
Sin embargo, sus visitas no habían tenido estabilidad, habían sido demasiado irregulares. En vez de ponerles fin, ella se había aferrado a su oferta, sin querer ver lo poco esperanzador que era su comportamiento.
Tenía que reconocer que aún no lo había superado y que, tal vez, nunca se recuperaría de su desamor.
La rabia la invadió como la lava de un volcán. Estaba furiosa con él.
¿Por qué le había ofrecido Maksim algo que no había tenido intención de cumplir? Cuando se había cansado de ella, había desaparecido sin más, sin dignarse ni siquiera a despedirse.
Cuando había dejado de ir a verla, Cali no había podido creerlo y había pensado que había habido otra explicación para su desaparición. Por eso, había intentado localizarlo sin éxito, al fin, había comprendido que Maksim se había estado esforzando en hacerse inalcanzable, en impedir que contactara con él.
Durante meses, se había negado a creerlo. Había seguido intentando encontrarlo y se había dicho que nada malo podía haberle pasado, pues de lo contrario habría salido en las noticias. Sin embargo, en ocasiones, se había convencido de que algo terrible debía de haberle sucedido, diciéndose que no la habría abandonado de esa manera por su propia voluntad.
Cuando, al fin, había tenido que reconocer que eso, precisamente, era lo que había hecho Maksim, se había vuelto loca preguntándose por qué.
Había temido que su embarazo creciente hubiera podido interferir con su placer o la había hecho menos deseable a sus ojos. Pero sus sospechas se habían tambaleado cuando él había vuelto a ella, siempre lleno de pasión.
Se había enamorado de él. Tal vez él había empezado a notarlo y por eso había decidido alejarse de ella.
En cualquier caso, su desaparición había convertido los últimos meses antes de dar a luz en un infierno, no tan terrible como lo que había seguido al nacimiento de Leo. Ante los ojos de los demás, había funcionado sin problemas. Por dentro, a pesar de que tenía un hijo sano, una carrera, buena salud, dinero y una familia que la amaba, se había sentido desolada.
La necesidad de tener a Maksim a su lado la había invadido cada día. Había ansiado compartir a Leo con él, contarle lo que había logrado, sus avances, sus primeras palabras.
La situación había empeorado hasta el punto de que había empezado a imaginarse que él estaba con ella, mirándola con ojos de pasión. En muchas ocasiones, la fantasía le había jugado malas pasadas y, como en un espejismo, había creído verlo. Aquellas sensaciones fantasmales la habían hecho sentir todavía más desesperada.
Era mejor estar furiosa que deprimida. Al menos, le hacía sentir viva. Estaba harta de estar hundida. No iba a seguir fingiendo. Tomaría las riendas de su vida y al diablo con…
El timbre de su puerta sonó.
Sobresaltada, Cali miró el reloj de la pared. Eran las diez de la noche. No podía imaginarse quién podía ir a verla a esas horas. Además, era extraño que no hubiera llamado al telefonillo primero. Fuera quien fuera, ¿cómo podía haber pasado la puerta de la entrada al edificio sin llamar?
A toda prisa, abrió la puerta, sin pararse a mirar por la mirilla… y se quedó petrificada.
Bajo la débil iluminación del pasillo, se topó con una figura oscura y grande, dos ojos brillantes clavados en ella.
Maksim.
A Cali se le aceleró el corazón. Se quedó sin respiración. ¿Era posible que, de pensar en él con tanta obsesión, hubiera conjurado su presencia?
El