—Mis hijos estudian en casa —dice ella con los dientes apretados—. Usted ya lo sabe.
—Bueno, bueno, pero aun así —exclama el sheriff con una mano en el pecho—, ¿acaso no es consciente del peligro que correría el niño si lo atacase una serpiente o se cayera de uno de los acantilados? ¿Qué clase de madre es usted?
—¿Pero quién diablos se ha creído? —la mujer intenta ponerse en pie de un tirón, pero la firme palma de su hermano en su hombro la retiene.
—No evada el tema, sheriff —dice el bastardo—. ¿Se imagina lo que habría pasado si la trampa no hubiese sido activada por el ternero? El hijo de Irina tenía más probabilidades de matarse si esta cosa llegara a enterrarse en alguna parte de su cuerpo que por algún otro accidente. Y usted lo sabe.
Aun cuando la voz del devorapieles ha retumbado más de lo habitual, el sheriff tan sólo se inclina sobre su silla, confiado de nuevo en su poder.
—Entiendo su intranquilidad, señor Wells, y le aseguro que la comisaría de San Juan está poniendo todo de su parte para resolver este problema, pero esta ¿trampa? —dice, apuntando al artefacto—, a mí nada me revela. ¿Cómo sabe usted que no fue dejada allí hace mucho tiempo o que no la tiró algún cazador debidamente regulado?
—¡No puede hablar en serio! ¡Cazan nuestro ganado dentro de nuestro propio terreno! Hemos levantado denuncias y no veo ninguna patrulla en nuestros alrededores, puede haber gente peligrosa deambulando por nuestras tierras, ¡y usted sólo se sienta ahí a darnos excusas estúpidas!
La gigantesca mano de Crepúsculo de Hierro aplasta por fin el escritorio. Y, de manera casi imperceptible, la punta de sus colmillos empiezan a afilarse.
Sonreímos de hondo placer, porque no podemos esperar a ver cómo se quiebra por completo.
—Que yo sepa —susurra el sheriff Tate con la barbilla en alto—, esas tierras le pertenecían al anciano Begaye. Y usted, señor Wells, no está emparentado con él; además, ¿quién le da potestad para venir a gritarme en mi propio despacho?
—¿Pero qué mierda le pasa? —sisea Irina.
—Cuide su lengua, señora —responde el hombre, sonrojado por la soberbia—, está hablándole a un representante de la ley. Le recuerdo que estamos siendo muy benevolentes al permitirles vivir allí, a pesar de que no poseen derecho legal alguno sobre esas tierras. No me hagan cambiar de opinión.
—A usted le importa una mierda la ley —gruñe Calen con los labios apretados, en un intento de ocultar sus colmillos—. Larguémonos de aquí, Irina. Ya encontraremos a alguien que quiera ayudarnos, así tengamos que llevar esto hasta otro maldito condado.
El errante toma la caja con la trampa y da media vuelta. Nos las arreglamos para impregnarnos en su piel mientras Irina nos sigue de cerca.
Invasores. Mala madre.
Qué fácil ha sido quebrarlos.
Ambos se suben a la camioneta en completo silencio, sin siquiera tomarse la molestia de cargar de vuelta el cadáver del ternero, y emprenden la marcha en dirección a la carretera estatal. La tensión rasguña la piel de ambos y nuestra presencia no hace más que empeorar la pesadez dentro de la cabina.
—No nos conviene pagar un abogado ahora, tardarían años en arreglar el asunto de las tierras —dice Ojo de Arena después de un largo, largo silencio—. Nadie nos escucha y nadie va a querer ayudarnos.
—Lo sé, Irina, lo sé —responde el bastardo entre dientes—. Ese cabrón trae algo sucio entre manos. ¿Por qué proteger tanto a un montón de cazadores furtivos, en primer lugar?
—No son sólo un montón de cazadores, Calen. Y lo sabes.
Al escuchar a su hermana, el devorapieles busca su teléfono móvil dentro de sus bolsillos. Mira la pantalla, y un surco de tensión parte su frente.
La hembra se percata de inmediato de su ansiedad.
—¿Aún no ha llamado? —un gruñido del errante es respuesta suficiente, por lo que ella suspira—. No te preocupes. Sabes bien que Alannah tiende a aislarse de vez en cuando, y más si va en coche. Te aseguro que sólo debe estar practicando alguno de sus rituales. Ya verás que volverá pronto a casa.
Calen mira hacia el frente, y sus labios se cierran con absoluto hermetismo.
No piensa hablar. Sabe que, si lo hace, escupirá la verdad como vómito.
Pronto, la camioneta sube una colina empinada y un acantilado se asoma a un costado del camino.
¡Ah! Qué fácil sería subirnos al oído de Calen e insinuarle que torciera el volante del vehículo y lo arrojara al vacío para terminar por fin con esta parte de nuestra sagrada encomienda.
Pero la ironía prevalece: su sangre de errante ahora los salvaguarda de nuestra influencia, pero su sangre también será la que los conduzca a su propio abismo.
Con una corriente de viento, nos desprendemos de la cabina de la camioneta. Dejamos que el soplo del desierto nos guíe, porque la Bestia Revestida de Luna está a punto de despertar.
Y es nuestro deber darle los buenos días.
CAPÍTULO 5
MONSTRUO IMPREDECIBLE
“Como es arriba, es abajo.”
Susurra aquella voz mientras una silueta, tenue y veloz como una sombra, se cierne sobre mi cabeza. Me rodea, me acaricia las mejillas y se enreda en mis cabellos.
Capturo la silueta entre mi puño, y ésta se torna caliente a medida que la estrujo. Una infinita tristeza se apodera de mi interior, como si lo que tuviese entre mis dedos fuese un débil latido a punto de desvanecerse.
Abro la palma y descubro que es ceniza.
Arrastrada por un repentino soplo de viento, la ceniza se desprende de mi mano y se eleva hasta desaparecer en un cielo rosado que empieza a salpicarse de estrellas.
Miro a mi alrededor y me percato de que estoy sobre una colosal meseta, maciza y roja como el ladrillo, tan alta que casi puedo sentir mi cabeza rozar el firmamento. Dos mesetas más se ciernen a mis costados, tan imponentes como titanes acuclillados mientras un camino serpentea entre sus faldas, flanqueado por matorrales y planicies de arena que se extienden kilómetros y kilómetros a lo lejos. El viento me sacude los cabellos, el sol se columpia sobre el extenso horizonte, la tierra se matiza de naranja, rojo y dorado…
Monument Valley se yergue majestuoso ante mí.
Y entonces, esa voz, femenina y suplicante, me llama de nuevo.
“Como es arriba, es abajo.”
Todo comienza a temblar con una fuerza monstruosa, y el lamento se convierte en un gemido doloroso que retumba entre las rocas. En un instante, el cielo se torna oscuro y lleno de nubes negras; los truenos rompen y la lluvia cae como un manto de lágrimas sobre el inmenso valle.
Ante mi asombro, el cielo se parte; una grieta enorme surge de él, y de sus entrañas se deslizan tierra roja, matorrales, arena y mesetas gigantescas que fluyen como el agua de un arroyo.
En un instante, el cielo desaparece y deja a su paso un paisaje igual al que hay aquí abajo, como si fuese un reflejo en un estanque.
Y, aun así, aun sin un cielo sobre mi cabeza, sigue lloviendo.